Todos educamos mal… pero unos peor que otros


Todos educamos mal… pero unos peor que otros
Y, a pesar de todo, nuestros hijos suelen acabar siendo una maravilla

Ahora

Cuando escribo estas líneas, tengo 55 años. Si las predicciones del ginecólogo se cumplen, mi hija mayor, María, dará a luz el 7 de septiembre próximo, el mismo día en que la menor, María José, cumplirá 15 años, y mi madre, nada menos que 90.

Curiosamente, Lourdes y yo lo haremos, los dos, el 8 de ese mismo mes, fiesta de la Natividad de la Virgen. Yo, según acabo de sugerir, cumpliré 56; y Lourdes, «alrededor de 35, como de costumbre».

Y entre los 30 de María y los futuros 15 de María José, se sitúan mis otros cinco hijos, haciendo un total de siete.

Aun cuando, en principio, quede mucho camino por recorrer, los 55 años permiten ya echar una mirada atrás y ver lo que has ido haciendo con tu vida y, en concreto, cómo te has desenvuelto como educador.
Empiezo por
confirmar desde el fondo del alma que, en el momento presente, me siento muy orgulloso de todos y cada uno de mis hijos y espero que nos sigan dando, junto con alguna que otra preocupación —que tampoco han faltado y vienen bastante bien—, tantas alegrías como hasta ahora.

Anoche

Como anoche llegó María de Irlanda, con idea de pasar las últimas semanas de embarazo y el parto junto a Lourdes, nos reunimos, además del matrimonio, cuatro de los hijos, la novia de uno de ellos y María Josefa, la madre de Lourdes (lo de «mi suegra» no le gusta que lo diga, pero así se entendería mejor).

Eran casi las 12 cuando María entró en casa. Antes, además de las dos del viaje, había estado una hora y media dentro del avión, clavado en la pista de despegue, con un calor sofocante, agravado por la presencia del pequeño —dos kilos, ochocientos, por entonces— en una tripa descomunal. Pero eso no impidió que la velada se prolongara has bien cumplidas las dos de la madrugada.

Disfruté como siempre que, en familia, recordamos tiempos pasados. Hacía mucho que no me reía tanto y con tantas ganas. Lo mismo que suele ocurrirme cada vez que salen a relucir anécdotas de «cuando éramos pequeños» (y digo «éramos» porque de ordinario son ellos los que las cuentan).

¡Y es que hay pocas cosas que ayuden más a la buena marcha de una familia y de cada uno de los que la componen como la alegría y el buen humor!
Todos educamos mal… pero unos peor que otros

Todos educamos mal… pero unos peor que otros

El título y subtítulo del libro —que anoche me rondaron una y otra vez por la cabeza— tienen su pequeña historia. Surgieron hace alrededor de medio año en México. Iba a pasar poco más de un mes en ese país, dando cursos y conferencias en distintas ciudades, pero con la sede central en Guadalajara, la capital y la «novia» de Jalisco.

(«♫ ♫ ♫ Jalisco, Jalisco, Jalisco, tú tienes tu novia, que es Guadalajaaaaaara; muchachas bonitas, la perla más rara de todo Jalisco es mi Guadalajaaaaaara… ♪ ♪ ♪»).

En las últimas ocasiones, cuando el viaje va a ser largo, suelo vivir en casa de antiguos amigos… o de amigos de mis amigos, que todavía no conozco, pero que me reciben, como sucede siempre en México —país acogedor donde los haya—, con todo el cariño del mundo.

Esta vez se trataba de personas a las que no había visto nunca. No quiero dar muchos detalles, porque no les he pedido aún permiso, y tienen todo el derecho a preservar su intimidad. Diré solo que, entre los cuatros hijos, la segunda era una adolescente, no de libro, que eso es poco, sino de auténtica exposición: es decir, como debe ser toda adolescente que se precie.

Y, además, cosa que no supe horrorizado hasta que entré en su habitación, quien esto escribe —es decir, un servidor— era el causante de que la «hubieran arrojado» de su cuarto, dispuesto desde entonces para que yo pudiera dormir y establecer en él mi «centro de operaciones».

Tengo que decir, y ojalá no me equivoque, que entre «la adolescente» y yo se creó muy pronto un clima de complicidad y —de nuevo espero no fantasear— de auténtico cariño.

Al día siguiente de llegar, la dueña de la casa, encantadora, coincidió a solas conmigo durante un buen rato. Como uno se dedica a temas de amor y familia (que no «de amor y lujo», no confundamos), los demás dan por supuesto que «debe de hacerlo bien». Ella, por el contrario, tenía la impresión de ser una pésima educadora.

Charlamos algo más de dos horas, y tuve que concluir con lo que ya era para mí una convicción muy honda, y de entonces a hoy se ha venido afianzando, conforme más pensaba en ello y observaba lo que ocurre en mi entorno:

1. Que todos los padres educamos mal… y no pasa nada.

2. Pero que algunos lo hacen muy mal, y entonces es cuando suele haber problemas.

Por supuesto que mi anfitriona no se contaba entre los «muy mal», sino que se desenvolvía, más o menos, como cualquiera de nosotros. La diferencia era, simplemente, de edad y profesión. En concreto: yo ya había pasado por lo que ella estaba entonces viviendo (recuerden mis 55-56 años)… y había reflexionado mucho sobre el asunto (de profesión: filósofo).


Quede claro que, al igual que Zattoni y Gillini —a los que citaré más de una vez—, cuando digo esto no lo hago «… para alimentar reductos de sentido de culpa (“si me meto, entonces me sentiré culpable de algo”) y refugiarnos acaso en un deprimente: “¡Me he equivocado en todo!”; sino para darnos algunas oportunidades. Hay actitudes que nos vienen “espontáneas” a los padres y que han de ser reforzadas en su validez natural; es mucho mejor fortalecer estas que llorar por lo que ya no tiene remedio: es mucho más útil fortificar lo que hacemos de bueno que darse golpes de pecho por las culpas.»


Los malos y los peores

Para volver a lo nuestro, la conclusión que saqué de aquel rato de fascinante «plática a la mexicana» se resume en pocas palabras: si educar es ayudar a nuestros hijos a que cumplan su misión en esta tierra, y si su tarea es la de prepararse para llegar a ser interlocutores del Amor de Dios por toda la eternidad, ¿puede haber algún ser humano, varón o mujer, que realmente «lo haga bien»? ¿No se trata de algo que, por definición, supera nuestras fuerzas?
Tranquilidad, por tanto, porque hay Quien se encarga de que, a pesar de los pesares —de ti y de mí—, «al final de la jornada…» las aguas lleguen a su cauce. Se trata, simplemente, de no poner excesivas trabas.


(Aunque eso no quite, como veremos con calma, que a todos los padres nos incumba la obligación de hacerlo un poco menos mal… y disfrutar de lo lindo mientras educamos.
Como explica Macià, «… lo importante es que se puede aprender a ser padres, basta un mínimo grado de motivación, estar dispuesto a esforzarse, a dedicar parte de nuestro tiempo y contar con los instrumentos adecuados. Educar es sinónimo de exigencia, puede exigir esfuerzo y privación, pero es una tarea llena de maravillosas recompensas.»)

Si educar es ayudar a nuestros hijos a prepararse para llegar a ser interlocutores del Amor de Dios por toda la eternidad, ¿puede haber algún ser humano, varón o mujer, que realmente «lo haga bien»?


Primer espejismo

¿Por qué, entonces, la preocupación recurrente y la sensación de estar haciéndolo muy mal, justo entre quienes luchamos por llevarlo a cabo lo mejor que sabemos y podemos?
Dosificaré la respuesta a lo largo del escrito. Anticipo un par de ideas.

Fue precisamente en esa conversación de Guadalajara donde, en un tono de lo más distendido, caí en la cuenta y comenté a mi amiga, casi con estas palabras y una punta de ironía hacia mí mismo: «es delicioso que, mientras son pequeños, nuestros hijos hagan libremente… lo que nosotros queremos que hagan».

Uno o una se sienten como en las nubes, con la alegría del deber cumplido, muchas ganas de seguir adelante y sin nada serio que turbe la paz interior. Hay cansancio, momentos en que estamos hartos, ganas de tirar la toalla o de ahogar a alguno de los críos («¡bendito Herodes!», que diría una de mis cuñadas)… pero siempre en tono menor.

La cosa cambia de raíz con la adolescencia, cuando empiezan a hacer, un poco menos libremente de lo que ellos piensan y bastante más de los que nosotros creemos y desearíamos, lo que realmente a ellos o a ellas les da la gana.

Es un tema apasionante, que me entusiasma: volveré sobre él con detenimiento.


Es «encantador» que, mientras son pequeños, nuestros hijos hagan libremente… lo que nosotros queremos que hagan.
La cosa cambia cuando empiezan a crecer y a hacer lo que realmente les da la gana.


Segundo espejismo

No sé si, dentro del contexto que estoy dibujando, el lector habrá tenido la terrible desgracia que muchos hemos padecido. La de que amigos menos ocupados por la educación de los suyos nos repitan, entre admirados y sanamente envidiosos: «¡hay que ver la suerte que has tenido con tus hijos!; si te hubieran tocado los míos…»

Ante lo que uno —o, al menos, ese uno que soy yo— se siente muy tentado de responder que suerte, suerte, lo que se dice suerte, puede que haya habido, pero que también son muchas horas de reflexión y de diálogo con la esposa, de atenciones a ella y a los críos, de juegos compartidos y un etcétera casi infinito, que de ordinario prefiero silenciar en aras de una amistad que debe seguir madurando para el bien de todos.

Peor que terrible es lo mío. María Josefa, la madre de mi mujer (mi «suegra», para entendernos de nuevo), concretaba más el asunto. En este caso, tomaba como punto de comparación a sus restantes nietos y a sus respectivos padres y madres, entre los que uno de cada pareja es, lógicamente, hijo o hija suyos. Y el resultado no podía ser más contundente: no era Lourdes, sino yo, el que sabía educar y educaba de maravilla a nuestros hijos.

Cada vez que lo repetía, yo intentaba convencerla y convencerme de que eso era una bobada, aunque, como mandan las normas, la última palabra era siempre la suya. Entonces tenía la impresión de no hacerle ningún caso, pues creía conocer bien mis errores. De un tiempo a esta parte empecé a darme cuenta de que, en el fondo-fondo, no estaba del todo en desacuerdo con ella: yo lo hacía bastante bien.

Ahora, por el contrario, cuando todos han pasado o se encuentran en plena adolescencia, veo con nitidez que lo hacía… normalito, que es la mejor manera de hacer las cosas.


¡Hay que ver la suerte que has tenido con tus hijos…!


Para concluir

Y normalito equivale en este caso, lo repito con plena conciencia, a bastante mal… aunque no «peor que la media». Tras lo cual, resumo, por si sirve de ayuda a alguien.
Suelen hacerlo menos mal:

1. Quienes, dándose cuenta o no, procuran desaparecer discretamente, de acuerdo con el cónyuge y sin bajar por ello la guardia, y dejan la iniciativa a quienes realmente les corresponde. Es decir:

1.1. A cada hijo, progresivamente, según va pasando el tiempo.


[Los niños, como sabemos (¿lo sabemos?), tienen sus propios recursos, que hay que aprender a descubrir y apoyar; y lo peor que puede hacer un adulto —y lo que normalmente hacemos, si no nos andamos con tiento— es impedir que los desarrollen, tratar de imponerles los nuestros y medirlos por nuestro rasero.]


1.2. Y al auténtico Autor de cualquier mejora humana, que solo nos pide —pero nos lo pide, ¡ojo!— que no estorbemos demasiado.

[En este caso no quiero ni mencionar la disparidad entre nuestras estrategias y nuestra lógica de adultos y los absurdos medios que se Le ocurre emplear a Quien —¡mira por dónde!— nos animó a hacernos como niños.]


Y lo hacen francamente mal:

2. Los que se consideran protagonistas en la educación de los hijos. Es decir:

2.1. Quienes asfixian a los críos y ya-no-tan-críos con constantes reflexiones, prohibiciones y consejos… dictados por los años y la experiencia.

2.2. Y quienes están convencidos de hacerlo muy bien (¡que Dios —que nos alienta a hacernos como niños— nos libre de ellos!)

Lo hacen bastante mal quienes creen ser los protagonistas en la educación de sus hijos


2. Contenido básico

¿Ser o subjetividad?

Después de esta breve introducción, y con conciencia de que apenas voy a ser entendido durante tres o cuatro páginas —y de que, para tranquilidad del lector, tampoco importa demasiado—, paso a exponer las líneas de fuerza de todo el escrito.

La idea que le sirve de base no es muy distinta de la que ha presidido estudios anteriores y, en fin de cuentas, casi todo lo que he publicado hasta el día de hoy: la prioridad absoluta del ser sobre la subjetividad humana (es decir, de la realidad-real sobre los deseos arbitrarios, ligerezas, caprichos, pretensiones, veleidades, desvaríos… de los distintos sujetos humanos: usted y yo, de nuevo).

Apenas cuentan nuestros gustos… ni tampoco los del hijo

Lo que cambia, en este caso, son las «traducciones» de semejante principio.

1. A saber, y antes que nada, que la referencia primordial de todo quehacer educativo, el ideal al que hay que atender en cualquier momento de la biografía de una persona, lo constituye lo que esa persona es y, consecuentemente, lo que está llamada a ser.
Y no —sería la otra posibilidad— lo que «alguien» (él mismo o cualquier otro) ambicione o desee, o le apetezca o le disguste o le horrorice… si todo ello no concuerda con la concreta condición personal de quien se está formando.

2. Con lo que este principio básico se aplica tanto a quienes deben educar como a quienes han de ser educados. Y lo hace de maneras muy diversas y con un sinfín de manifestaciones, que iré señalando en su momento.

2.1. Por ejemplo, la atención prioritaria al (modo de) ser de cada uno de nuestros hijos lleva consigo que los sueños y las novelas que hemos forjado respecto a ellos —en principio, nobilísimos e incluso imprescindibles— deban ceder el paso a lo que vamos descubriendo que exigen las reales cualidades y el entorno de ese chico o esa chica… que no tienen por qué coincidir con los del hermano o la hermana de solo un año más o menos que él o que ella.

¡Y no digamos nada con nuestras ambiciones, antojos, pretensiones, apetencias, aspiraciones… y cuanto se sitúa en la misma línea!


En el fondo, es el principio que preside, juntos con muchos otros, este excelente consejo: «Cuando reconocemos los sentimientos de un niño, le prestamos un gran servicio. Le ponemos en contacto con su realidad interior. Y una vez ha definido esa realidad, podrá acopiar fuerzas para hacerle frente» (Faber, Adele y Mazlish, Elaine).

Y también el que mencionaré de inmediato, de Gottman y Silver, que recogen a su modo lo que un santo del pasado siglo llamaba «mística ojalatera» o «del ojalá»: «¡ojalá no me hubiera casado!», «¡ojalá no me hubiera quedado soltero!», «¡ojalá tuviera menos —o más— años!», «¡ojalá fuera más inteligente, más guapo, más fuerte, más delgado…!»
En palabras de Gottman y Silver: «Muchas veces nos quedamos atascados en frases condicionales del tipo: “Si tan solo...” Si tan solo mi pareja fuera más alta, más lista, más atractiva... todos mis problemas desaparecerían. Mientras prevalezca esta actitud, será muy difícil resolver los conflictos. A menos que aceptes los defectos y debilidades [¡la realidad!] de tu pareja no podrás llegar a ningún acuerdo. En lugar de esto te lanzarás a una campaña para hacer cambiar a tu cónyuge. Para resolver un conflicto no hace falta que una persona cambie.»


2.2. Algo bastante parecido sucede con el educando en relación consigo mismo: también él ha de saber adecuar sus ilusiones y anhelos a lo que, respecto a las vías de su más cabal desarrollo, le van sugiriendo su propio (modo de) ser y las circunstancias en que su vida de hecho se desenvuelve.

Para lo cual nosotros, los padres y educadores, tenemos que permitirle y ayudarle a que se conozca y a que descubra lo mejor que en él se encierra, para que de este modo, sabiendo quién es, pueda obrar en consecuencia.

Lo que supone, como apuntaré, no olvidarnos del niño que cada uno fuimos… y del que, en cierto modo, seguimos siendo, si no nos hemos empeñado en sofocarlo.

Llegar a ser quienes somos

En fin de cuentas, todo lo anterior remite a una de las afirmaciones más repetidas a lo largo de la historia del pensamiento occidental, desde Píndaro hasta Jaspers.

Uno y otro sostienen, con palabras casi coincidentes, que «el hombre es aquel ser que debe llegar a ser hombre».

Una afirmación que hoy expresaríamos más a gusto, con el más preciso lenguaje de los personalistas, diciendo que «cada persona humana debe llegar a ser quien es».

A saber: «alguien» —con toda la carga ponderativa que en la actualidad suele atribuirse a este término— dotado de una sublime grandeza y, a la vez, único e irrepetible; pero ese «alguien»… habiendo desarrollado el sinnúmero de perfecciones que virtualmente se encierran en su ser. Y tales perfecciones son extraordinarias.


Cada persona humana está llamada a ser quien es


Interlocutores del Amor de Dios

Efectivamente, según he considerado en otras ocasiones, en el mismo instante en que un nuevo sujeto humano es concebido, el (acto de) ser que Dios infunde junto con el alma apunta y estimula ya el despliegue futuro del inmenso conjunto de facultades y acciones que lo dirigirán, siempre que esa persona asuma libremente semejante impulso, hasta el Interior del propio Dios, para transformarse —como acabo de sugerir— en un interlocutor eterno del Amor divino: en un acto (participado) de amor de Dios.
El «Término» al que todos los hombres deben dirigirse es, pues, el Mismo Dios que amorosamente los ha creado.

Los caminos resultan, en cierto sentido, paralelos o, más bien, coincidentes. No obstante, se configuran como radicalmente únicos, en función del particular y no reiterable modo de ser de cada persona y del sucederse de situaciones y coyunturas, también únicas, con que se topará a lo largo de su existencia.
La labor de educación, de la que el propio educando acabará por ser el principal artífice, se compone del cúmulo de auxilios que le permitirán alcanzar la Meta anhelada.

Y la clave de todo el proceso, como veremos hasta quedar hartos —ya verán como sí: ¡hartos!—, es el amor, en su acepción más genuina.


La clave de las claves de las claves de las claves… es el amor


Ser y hacer

Todavía me parece conveniente esbozar otro punto, que tal vez asombre o incluso moleste a más de uno.

Sin duda, el problema más extendido hoy día en muchas familias es que a casi todos nos gustaría hacer bien de padres… sin esforzarnos seriamente por ser buenos padres.

O, si se prefiere, sin esforzarnos seriamente o simplemente sin esforzarnos… sin más añadidos: lo que casi siempre equivale a «que nuestros hijos no nos den quebraderos de cabeza».

Y esto resulta, sencillamente, imposible.
La filosofía clásica y el sentido común están de acuerdo en que el obrar sigue al ser y el modo de obrar al modo de ser. Lo expresan cientos de dichos populares: «el árbol se conoce por sus frutos», «no se pueden pedir peras al olmo», etcétera.

Y lo ha resumido egregiamente, para nuestro tema, Cornelio Fabro, en unas cuantas palabras que darían pie a un cúmulo de reflexiones:


«La única pedagogía es la profundidad de nuestro ser»


O, lo que viene a ser lo mismo, que cada cual educamos o deseducamos en función de lo que somos.


[En versión light: la grandeza del propio ser, que hoy traduciríamos por «personalidad», en el sentido más noble y hondo de este término, nos confiere la auctoritas —hoy, prestigio o ascendencia: auténtica autoridad—, que hace innecesario el recurso a la potestas —hoy, violencia, fuerza bruta, descalificaciones, castigos, reprimendas…— y facilita enormemente el proceso educativo.]


Pero la mayoría de los padres no queremos enterarnos. No estamos dispuestos a poner los medios imprescindibles para llegar a ser buenos padres —cosa nada sencilla— y, sin embargo, pretendemos educar a nuestros hijos, lo que significa hacer bien de padres.
Conclusión: ser y hacer —o no-ser, pero aspirar a sí-hacer e incluso a sí-hacer-y-muy-bien— no siempre van de la mano.


[En definitiva, la que vengo exponiendo es la convicción que subyace al estupendo libro de Monika Murphy-Witt, Padres consecuentes, niños felices, que cabría resumir inicialmente en este par de frases literales: «Los objetivos educativos deben ser adecuados a las ideas acerca de los valores de los padres; solo entonces se pueden perseguir de forma consecuente.»
Idea que debe ser completada con estas otras:
«El problema es que mientras los padres mismos no poseamos un sistema de valores firme, no podemos tomar ninguna postura clara frente a nuestros hijos. Nos tambaleamos de un lado a otro igual que nuestra agrietada imagen del mundo. Solo quien está verdaderamente convencido de algo puede presentarse con rectitud ante su vástago y seguir su línea de forma consecuente. Y además lo deja de manifiesto con su actitud en el día a día y su firmeza en situaciones críticas. Quien quiere ser consecuente, por lo tanto, necesita valores, ya que cuando se toma una decisión por convicción es inamovible. Los pequeños se dan cuenta de ello rápidamente.»]


Resumen

No tengo que multiplicar los comentarios. Tal vez baste con sentar dos afirmaciones:

1. El crecimiento de cada hijo guarda una relación muy estrecha con el empeño real y constante de sus padres por ser mejores personas y, como consecuencia, también mejores padres. Si ellos no luchan eficazmente por corregirse día a día y en aceptar en ese combate la leal ayuda del cónyuge, es prácticamente imposible que logren una mejora en los hijos.

2. La diferencia más honda entre quienes simplemente lo hacemos mal y los que lo hacen aún peor estriba justo ahí: en que los primeros batallamos por crecer como personas, mientras los segundos aspiran a forjar las personas de sus hijos sin esforzarse por reformar la propia.

El problema más extendido en la educación actual es que a muchos nos gustaría hacer bien de padres… sin esforzarnos seriamente por ser buenos padres


(Repito que nadie se asuste ni preocupe si no comprende lo que en esta segunda parte he esbozado o, siquiera, por qué me he metido en tales berenjenales. Su simple lectura, con un intento mínimo de intelección, constituye una preparación óptima para adentrarnos en los sucesivos artículos, en el que el tono vuelve a ser bastante más asequible).

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