Educación de la Voluntad y del Carácter
Educación de la Voluntad y del Carácter
Combatir contra uno mismo es la batalla más difícil y, junto a ello, vencerse a sí mismo es la victoria más importante.
El carácter y la falta de carácter
Cada chico tiene su personalidad, una forma de ser que le es propia, que configura su carácter. Afortunadamente no son todos iguales, sino que hay aspectos que distinguen a unos de otros, cualidades, aptitudes y rasgos que componen su personalidad, de la que pueden y deben estar orgullosos.
Hay aspectos del carácter que siempre serán positivos. Siempre querremos que los chicos se eduquen siendo sinceros, leales, decididos, generosos, emprendedores, responsables, laboriosos, amigos de la libertad, sin miedos, sin timideces, sin temores, sin escrúpulos tontos.
Hay otros aspectos, sin embargo, que ya no son aspectos del carácter, sino mas bien de la falta de carácter. No se puede considerar como un rasgo positivo que un chico sea perezoso, o patológicamente curioso, o un egoísta redomado. Tampoco, por ejemplo, que sea arrogante o envidioso. Son defectos, y como tales han de procurar superarlos.
Y en esto también importa mucho llegar a tiempo. Decíamos al principio que el carácter no es sólo cuestión de herencia genética, sino que precisa un esfuerzo continuado por mejorarlo.
—Pero el tiempo es sabio, dicen, y atempera el carácter...
El tiempo arregla a los que se esfuerzan por mejorar y estropea a los que se dejan llevar por su falta de carácter.
El mero transcurso del tiempo, sin más factores, no hace cambiar el sentido de una evolución. Simplemente la hace mayor o menor. Y si no se hace nada, el tiempo pasa y el chico sigue igual, o empeora.
Por eso hay que enfrentarse al problema del carácter antes de que sea tarde y haya cristalizado en defectos difíciles de remover. Es una pena ver a personas que por su edad debieran ser otra cosa, y que se reconocen impotentes ante su cobardía, o sus arranques de mal genio, o su apatía permanente..., cuando ya, a esas alturas, el arreglo es muy fatigoso.
—Pero..., ¿no te parece un poco antinatural esa lucha? Cada uno es como es, ¿no?
Si has llegado a leer hasta aquí es porque deseas que tus hijos mejoren y no estás aún satisfecho. El proceso de mejora del carácter es algo que requiere esfuerzo. Exige una lucha personal, que no ha de ser crispada ni angustiosa, sino alegre y optimista. Pero una lucha, ineludiblemente.
Y esa lucha es más eficaz
y gratificante
si se plantea
conjuntamente en la familia,
yendo por delante
con el ejemplo.
Fortaleza interior: valentía, reciedumbre, etc.
Es curioso ver cómo lo que a unos les irrita hasta extremos sorprendentes, a otros les llena y les satisface.
En una ventanilla, o en la barra de un bar, o conduciendo un autobús, puedes encontrarte a una persona que te trata con afabilidad y simpatía, y a otra –con el mismo tipo y modo de trabajo– que está amargada y parece que incluso se esmera en fastidiar.
Lo que a unos les realiza, a otros les sumerge en la infelicidad.
—¿Y piensas que es un problema de educación?
En buena parte sí. Hay toda una serie de virtudes que influyen bastante en el talante habitual que manifiesta una persona. Veamos algunos ejemplos aplicados a un chico de diez o doce años.
Reciedumbre. No puede ser que el chico vaya dando el espectáculo porque no se atreve a meterse en la piscina porque está un poco fría. O que su drama sea levantarse de la cama a la hora que debe. O que le sea casi imposible aguantar una hora y media seguida estudiando, o comer de algo que le gusta menos. O que no consiga mantener siquiera unos días unos pequeños propósitos de mejorar en algo.
¿Qué será en el futuro alguien así? ¿Qué soporte tendrá para su carácter, para cuando haya de tomar decisiones costosas? El chico ha de ir aprendiendo a amordazar un poco sus propias quejas frente al sacrificio que hacer determinadas cosas comporta.
Por ejemplo:
enseñarle a no quejarse;
pedirle pequeños sacrificios necesarios para la buena marcha de la casa;
exigirle que sea perseverante y tenaz en las cosas que comience;
elogiar su resistencia ante contrariedades o molestias físicas (dolor por un golpe o una enfermedad, sed o cansancio en un viaje o una excursión, etc.).
Ser acometedor. Todo lo que es valioso resulta difícil de alcanzar. Con razón decía Séneca que no es que nos falte valor para emprender las cosas porque sean difíciles, sino que son difíciles precisamente porque nos falta valor para emprenderlas.
Para todo hace falta vencer dificultades, superar obstáculos, tener decisión, ser constante. Ocúpate de fomentarlo.
Valentía. Es fácil que haya circunstancias –a veces muy tontas– que produzcan miedo al chico, y quizá sea ya demasiado mayor como para eso. Los padres deben forzar un poco para que lo supere pronto, para que vaya venciendo esos temores que a veces son simplezas, como por ejemplo:
el miedo a quedarse solo;
el miedo a la oscuridad;
la timidez para conversar con un pariente que está de visita;
la vergüenza para hablar de un problema escolar con su profesor;
que se atreva a dar la cara defendiendo a un amigo o a su hermano, o no colaborando con algo malo que hacen otros;
que tenga valentía para no mentir y reconocer su culpa;
que no le importe tanto el "qué dirán";
etc.
Audacia. Es preciso evitar también que se deje llevar por un desmedido afán de seguridad, y esto suele ser culpa casi siempre de los padres. Ha de perder un poco el miedo al fracaso y a comprometerse en empresas que merezcan la pena, superar el exagerado sentido del ridículo propio de muchos ambientes.
El riesgo del fracaso es un condimento que da sabor al éxito. La vida es un juego maravilloso en el que hace falta apostar por las cosas en las que creemos y por las personas a las que amamos, con valentía e invirtiendo con generosidad los propios bienes y talentos. Que no sea buenecito pero apocado, de ésos que se acobardan ante el ambiente contrario y se dejan influir demasiado por él.
La audacia
enriquece enormemente
el carácter.
Señores de sí mismos
Combatir contra uno mismo es la batalla más difícil y, junto a ello, vencerse a sí mismo es la victoria más importante. A la inteligencia corresponde regir la conducta humana, y esto constituye una pelea diaria contra todo lo que en nuestra vida debe mejorar. Una batalla contra lo que nos aleja de los objetivos que nos hemos marcado.
—¿Pero no es poco natural eso de marcarse objetivos contra uno mismo...?
Ya hablamos de eso antes, a propósito del carácter. Sin excesiva formalidad, pero tanto nosotros como el chico debemos conocernos un poco y saber cuáles son nuestros defectos dominantes para ir superándolos.
Debemos otorgar, en definitiva, a la inteligencia y a la voluntad, ese señorío sobre los actos todos de nuestra vida. Repasemos, como antes, unos cuantos detalles prácticos sobre ese señorío personal, aplicables al chico de esta edad.
Serenidad y equilibrio. Tiene múltiples manifestaciones en la vida diaria. Que sepa mantener la atención en varios frentes sin aturdirse. Que sea capaz de tener dos cosas a la vez en la cabeza. Que no se enfade y patalee cuando no le salen las cosas, o si sufre un pequeño contratiempo. Que no pierda la cabeza por cualquier tontería.
Paciencia. Que aprenda a esperar, a dar tiempo al tiempo. Como siempre, además, suelen ser precisamente los más impacientes y los que más exigen a los demás, quienes luego más transigen consigo mismo y con más facilidad justifican todo lo que hacen, incluso aquello que verían mal si lo hicieran otros.
Elegancia ante el fracaso o el triunfo. Que no sea de ésos que se les suben a la cabeza los primeros éxitos, y se hunden luego al mínimo contratiempo. Si se viene abajo lo que está haciendo, que vuelva a empezar sin nerviosismos. Que conserve la calma cuando todo va mal y los demás pierden los papeles.
Nobleza. Lealtad. Señorío ante el agravio. Que sea leal con sus amigos. Que mantenga su palabra. Que no recurra al insulto o a la venganza ante lo que le afrenta. Que aprenda a defenderse del agresor sin entrar en su juego de injurias y de mentiras. Ha de evitar la murmuración, que tiene unos efectos demoledores en cualquier ambiente, y más en el familiar.
Acostumbrarse a hablar bien de los demás, en cambio, es una costumbre muy recomendable. Todavía recuerdo con emoción el funeral de aquel viejo amigo, excelente profesional fallecido en accidente de tráfico; al terminar, uno de sus compañeros comentó: "Mira, le tenía una gran estima porque sabía hablar bien de la gente; llevo dieciocho años trabajando a su lado y jamás le he oído murmurar de nadie".
Control de la imaginación. A lo mejor empieza a leer una página y tiene que volver a leerla porque no se entera de lo que dice..., por falta de atención. Quizá, ante algo con lo que sueña, muestra una inquietud grande, que raya en la ansiedad. O es distraído y fantasioso, o con tendencia al desánimo.
Todos son posibles síntomas de falta de un sano control de la propia imaginación. Una difícil batalla personal contra esa potencia nuestra que a veces se convierte en un enemigo íntimo que nos hace daño.
A todo el mundo le llegan momentos más o menos largos de desánimo o de pesimismo, y el chico debe saber que él no es una excepción. En muchos casos esas crisis provienen del excesivo dar vueltas alrededor de sí mismo con la imaginación. Y desaparecerían con un poco de disciplina mental, sabiendo orientar –como un guardia de circulación– esos pensamientos inútiles que a veces tanto estorban.
Ese sano control de la fantasía y de la memoria le llevará a ser más abierto, y será también una protección ante los peligros del pesimismo, la tristeza y la vanidad.
Rechazo de la envidia. A muchos chicos les viene la tristeza por las rendijas de la envidia, porque se alegran de los fracasos de los demás y en absoluto sufren con sus dolores o preocupaciones. No les sucedería así si cortaran de raíz cualquier asomo de desazón o de celos por esta causa. Hay que alentar en ellos un espíritu noble y generoso que les lleve a gozarse de las alegrías ajenas.
Borrar el resentimiento. Otro de los peligros de ese mundo interior enrarecido de que hablamos es que sirve de caldo de cultivo de agravios y rencores de todo tipo. Se crea así un ambiente cerrado donde a veces sólo se mantiene el recuerdo de las afrentas y de los desplantes. Hay que enseñarle a perdonar y a olvidar, que son llaves de entrada a esa preciada paz interior.
No rehuir el compromiso. A veces la falta de valor para comprometerse es consecuencia de la mentalidad desconfiada o excesivamente calculadora de los padres, que impide que arraiguen en el chico ideas que impliquen aventurarse generosamente en algo.
Esa actitud es caldo de cultivo para un fenómeno que ha dado en llamarse el escapismo, en el que el chico busca vías de escape frente a los problemas. No los resuelve, se evade. Esquiva la incomodidad a toda costa e ignora sus consecuencias futuras. Si el problema no desaparece, será él quien desaparezca.
"A mí no me gusta comprometerme con nada ni con nadie", escuché una vez a un chico de doce años, con frase lapidaria, impropia de esa edad y seguro que no original suya. Y en otra ocasión: "no sé si está bien o mal, pero me gusta y lo hago". Son estilos aprendidos, ejemplos de chicos que han sido víctimas de algo que bien podría llamarse maltrato moral, porque no se les ha maltratado atándolos con una cadena, pero se les ha esclavizado sumergiéndoles en un mundo irreal, ajeno a la responsabilidad. Y al final acaban comprometidos con su propia debilidad, que será la que en el futuro lleve las riendas de su vida, y contra la que luego apenas podrán hacer nada.
—Me han parecido, como ideas, muy interesantes, pero, claro, el problema es lograr que el chico las lleve a la práctica..., que no es nada fácil.
Estoy de acuerdo en que no es nada fácil, pero el proceso educativo empieza por las ideas.
Se empieza por proponer esas ideas como objetivos de comportamiento en la familia.
Luego, los padres han de dar ejemplo de esfuerzo por mejorar en ellas.
Es útil también hablar sobre esas virtudes, presentando ejemplos y argumentos asequibles a su edad.
Deben irse corrigiendo las manifestaciones de carácter que sean contrarias a esas metas.
Y, sobre todo, prestigiar esas virtudes con los diversos modos de motivación.
El niño consentido. Educación en la sobriedad
Es bastante llamativa la despreocupación con que van por la vida algunos chicos de esta edad.
A uno no le importa perder sus zapatillas de deporte en el vestuario. Casi lo prefiere, porque entonces le comprarán otras.
A otro le da igual llegar a casa y dejar todo tirado por donde pasa, porque sabe que su madre –con mayor o menor queja– irá detrás de él recogiéndolo todo.
Otro quizá llegue a clase y diga que le falta un determinado libro, o el compás, "porque mi madre no me lo ha puesto en la cartera".
Y si un día sale de excursión, será igualmente su madre quien le prepare la mochila, y papá quien se encargue de ir a comprar, cual fiel vasallo, todo lo que el niño precise, mientras él reposa cómodamente.
Son ejemplos de casos de chicos consentidos. Porque nada impide que un chico de esta edad, por ejemplo:
se haga él mismo la cama;
se ocupe él mismo de mantener ordenada y limpia su propia habitación;
ayude a poner la mesa o a hacer algunas compras o trabajos en la casa;
se cepille sus zapatos;
coma de (casi) todo;
se acostumbre a no comer entre comidas;
prepare las cosas para ir al colegio, o la mochila cuando va de excursión;
ponga cada cosa en su sitio después de usarla;
deje la ropa plegada por la noche;
recoja algo que se ha caído si pasa por delante y lo ve;
explique un problema de matemáticas a su hermana pequeña;
etc.
—Eso me parece muy bien; pero repito que no es nada fácil de conseguir...
Son costumbres que se respiran. El chico tiene una gran capacidad de imitación de costumbres. Es cuestión de ir por delante, y de un poco de autoridad.
Te pongo un ejemplo. Normalmente no hará falta explicarle que debe tratar bien a las personas que nos hacen cualquier servicio. Lo ve, no hay que decírselo. Si los padres se dirigen al dependiente de un comercio, o a la chica de la ventanilla, a la empleada del hogar, o al agente de tráfico, con la debida consideración, como corresponde, no será preciso explicar más.
A lo largo de estos años dedicado a la enseñanza he visto episodios asombrosos de dependencia paterna o materna, y de comodonería consentida. Por ejemplo,
madres que bañan y visten a sus hijos hasta edades que prefiero no consignar;
o que les llevan el desayuno a la cama "porque ha vuelto muy cansado de la excursión de ayer";
o que hacen cola en la ventanilla de la secretaría del colegio porque el niño de doce años está muy ocupado en el recreo y no puede ir;
o padres que pasan noches en vela haciendo láminas de dibujo que el niño no consigue hacer bien "porque el profesor es desproporcionadamente exigente";
y un largo etcétera que el lector o lectora podrían incrementar sin mucho esfuerzo.
Ojo con el exagerado miedo a que se resfríe, a que se canse, a que se separe de papá y mamá... porque queriendo proteger tanto al "pobre hijo" le haremos sufrir mucho en el futuro.
Ojo con mimarle,
que es egoísmo de los padres.
Porque el mimo no es amor;
en el amor te das,
en el mimo te buscas a ti mismo.
El mimo suele encubrir egoísmo.
No le llenéis de comodidades. No queráis evitarle toda clase de imprevistos y dificultades. Bajo el pretexto de protección le negáis hasta las más pequeñas ocasiones de adquirir experiencia.
La palabra no
también la pronuncia el amor.
Con tantos mimos, carantoñas, caricias y besuqueos... a estas alturas..., no le hacéis ningún bien.
La vida resultará
muy difícil
a quien haya tenido una infancia
sofocantemente cómoda.
Otro tema importante es el del dinero. Cuando se habla de dinero enseguida se pasa a la casuística. ¿Cómo se sabe qué es capricho y qué es necesidad? ¿Cuánto dinero debe tener? ¿Qué gastos costea él y cuáles los padres?
Sería demasiado aventurado proponer un sistema concreto. Depende mucho del estilo de cada familia.
Lo que sí parece siempre recomendable es hacer que el niño no disponga de demasiado dinero y no se acostumbre a despilfarrarlo en refrescos, chucherías o máquinas tragaperras.
Es positivo que vaya administrando pronto las pequeñas cantidades que va recibiendo de sus padres, familiares, o pequeños trabajos extraordinarios en la casa. Y que aprenda a ahorrar, sin tacañerías, y conozca el valor de las cosas. Que no acabe sucediendo que sepa el precio de todo pero no conozca el valor de nada. Administrar el propio dinero es una escuela de enseñanzas importantes para la vida.
Pero hay algo que conviene tener en cuenta. Los recados y trabajos ordinarios en la familia son obligación de todos, sin necesidad de que medie el dinero. Premiar o castigar con dinero hace que los hijos se materialicen y acabe siendo necesario incentivar económicamente todo, y esto no es propio de una familia.
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