La traición no llega de repente


La traición no llega de repente.
Testimonio de un esposo que encuentra en el diálogo frecuente y sincero la herramienta eficaz para mantener su fidelidad al matrimonio.

Me casé el 30 de diciembre del año 1989 aquí, en Teocaltiche, Jalisco, en la templo de Nuestra señora de los Dolores. Fue una boda sencilla, pero en mi concepto, muy hermosa.

Contaba entonces con 30 años de edad y mi esposa con 29. Como ve ya “no nos conocíamos del primer hervor”, como vulgarmente se dice. Nuestro noviazgo fue breve, unos seis meses y otros tres para prepararnos para el matrimonio. Mi esposa y yo nos conocíamos desde la infancia porque vivíamos en el mismo barrio, el de San Pedrito.

Creo que el momento más hermoso y más feliz fue cuando dimos nuestro consentimiento de aceptarnos mutuamente como esposos. Cuando esto ocurre, algo corre por todo el cuerpo. Pienso que ésa es la gracia divina porque es inexplicable. En ese instante se hace un gran propósito y una gran promesa: la de amar a una persona humana para toda la vida. Es, en verdad, un compromiso muy hermoso, porque es como cumplir con el primer mandamiento: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo”. Y en verdad uno ama al otro como a uno mismo o tal vez más.

El día 11 de octubre de 1990 nació nuestro primer hijo. Fue un día difícil, pero todo salió bien gracias a Dios. Mi hijo tenía luxación de cadera: le tuvieron que poner un cojín en sus piernitas por tres meses. Pero teníamos el gozo enorme de ser padres. Ahora nuestro hijo cuenta con seis años, ya está en primer año de educación primaria; dice la maestra que va aventajado, pero es muy flojo. Batallamos mucho para que se ponga a hacer sus trabajos de tarea. Eso sí, puede durar viendo las caricaturas todo el día y hasta olvidarse de los alimentos.

Después vino nuestro segundo hijo, que nació el 28 de mayo de 1992. Le pusimos el nombre de Jarim, más vago que el primero. Ése sí que nos saca canas verdes, pero esperamos en Dios poderles educar cristianamente. Ah, el primero de nuestros hijos se llama Nahum.

Hace poco, el 11 de diciembre de 1996, nació el tercero de nuestros hijos, se llama Josué, y de cariño le llamamos “Pepito”. Estamos muy contentos.

Pero no todo ha sido felicidad. Recuerdo que al principio de nuestro matrimonio existían pequeños roces. Si alguna cosa no me parecía bien, yo me la callaba. Si mi esposa se disgustaba, ella lo manifestaba con gestos o con llanto. Yo me callaba, guardaba silencio, como el de una tumba. Así era siempre hasta que ya no era posible aguantar todo lo que se iba guardando y es tan volitiva la mente que una idea y una idea más, y otra tras otra, y otra... Parecía que todo se conjeturaba para hacer aparecer fantasías tan extrafalarias..., ¡fuera de la realidad! Parecía que no había manera de salir de ese laberinto que había tejido la mente.

Sólo pudimos superar esa crisis cuando se inició el diálogo. Recuerdo que en aquella ocasión, mi esposa me dijo: “¿Qué es lo que nos pasa?” (Porque siempre que me preguntaba: “¿Qué te pasa?” -parecía la inquisidora- y mi respuesta era siempre: “¡Nada! ¡No tengo nada! No me pasa nada”, pues sentía algo dentro de mí que no podía manifestarlo). Sin embargo cuando la pregunta era: “¿Qué nos está pasando?” Enseguida iniciaba el diálogo:

-Te he visto enojada.
-Y tú... ¿por qué no hablas? Dilo no lo calles. ¿Hice algo malo? ¿En qué te fallé? ¿Qué es lo que te ha disgustado?
-Pues, haces demasiadas preguntas... Me disgusté porque...

Y así cada uno abría su corazón verdadero. Entonces ella me comentaba sus razones, yo las mías, y así poco a poco, aprendimos a dialogar, a comunicarnos lo que realmente sentíamos.

Yo creo que es muy importante aprender a comunicarnos, no sólo con el lenguaje oral, sino también con el escrito y además por medio del mímico, que va desde el guiño de un ojo, un movimiento de labios, la nariz, las manos, los pies... todo aquello con lo que se pueda comunicar una idea.

Pienso que lo que hasta ahora nos mantiene unidos es el amor. Debemos manifestarlo continuamente con detalles, con las palabras, con acciones, con una flor, con una canción, una poesía, un beso, una caricia, un pequeño regalo... De lo contrario la más insignificante muestra de despecho puede meternos en el más grave lío marital, y creer o hacer creer al cónyuge que le estamos siendo infiel, por eso -dicho sea de paso pero con todo el aplomo posible- creo que es sumamente importante mantenerse fieles, como lo hemos prometido en aquel momento sublime de nuestra boda, en presencia de Dios y de los hombres.

Nuevamente, el diálogo es necesario para resolver estos malentendidos, porque si no es así de inmediato se piensa en la puerta que está más abierta, la más fácil: el divorcio. ¡Cúantos hogares deshechos por este motivo! Es que no es fácil llevar un cúmulo de hechos pasados, pero tampoco es imposible deshacerse de ellos y renovar la promesa de fidelidad en el matrimonio.

Yo les aconsejo a los matrimonios que están en crisis que se pongan a ‘dialogar’. Y, cuando estén a punto de pasar lo más agudo, digan a su cónyuge:

“Yo... te acepto a ti... como mi esposa(o) y prometo serte fiel en lo próspero, en lo adverso, en la salud, en la enfermedad. Amarte y respetarte todos los días de mi vida, hasta la muerte”.

Si ahora volviera a casarme lo haría con la misma ilusión de aquel entonces. Y no cambiaría a mi esposa, a pesar de que existen millares en este maravilloso mundo. Yo he encontrado la mejor pareja, la que me viene a la medida, de mi esposa he aprendido a amar y a ser amado.

Yo sé que debemos mejorar nuestro trato diario. Ahora, con mayor razón, por nuestros hijos. Ellos necesitan de mis enseñanzas y yo necesito que ellos me enseñen. A través de ellos, he aprendido que un niño es un ser indefenso, confiado, sin temor a nada, débil e impaciente, delicado y tierno, cariñoso, bueno, soñador,... No acabaría de enumerar tantas y tantas cualidades que un niño posee y que debemos descubrirlas e imitarlas.

Deseo que los años que me queden por vivir, los viva al lado de mi esposa, de mis hijos, de mis hermanos, de mis padres y de mis amigos, todos muy unidos. Pero sé muy bien que es una simple quimera, pues pronto nos separaremos, como los pétalos de las rosas, y cada uno seguirá el rumbo que Dios le tiene preparado en la vida, pero aún así espero y deseo cumplir en todo la Voluntad de Dios. Decía Séneca que los ideales son como las estrellas que aunque nunca los alcancemos, siempre nos señalan el rumbo que debemos seguir, como a los marineros en el mar. Aunque nos separemos físicamente, siempre estaremos unidos en el Señor.


Reflexionemos juntos:

La frescura del amor se manifiesta en los detalles. Un amor que se encierra en sí mismo, ¿puede llamarse amor auténtico? Éste es quizá uno de los puntos más importantes para la perseverancia final en tu matrimonio. La perseverancia final… una virtud excelsa y exigente, pero en la práctica depende de un aspecto particular: ser fiel a los pequeños detalles de amor.
La traición no llega de repente. Todas las grandes defecciones responden siempre a un abandono de los pequeños detalles. No un abandono clamoroso, sino sutil, lento, casi inconsciente, ligado a la infidelidad a lo pequeño -en esos compromisos sencillos de cada día, donde se construye el gran edificio del matrimonio-: infidelidad al omitir un saludo cariñoso, una palabra de gratitud, una alabanza merecida; infidelidad en los tonos ásperos, palabras inconsideradas, discusiones acaloradas, rencores prolongados, envidias ocultas, celos infundados; infidelidad con la mentira, la doblez, la ligereza –gérmen inequívoco de inmadurez porque acusa vaciedad de espíritu que intenta llenarse con motivaciones de sensualidad y vanidades humanas (abono perfecto para la traición...)-.
¡Qué diferente es la persona amorosamente delicada! Para ella la fidelidad es una exigencia, la mediocridad un engaño, la mentira un cáncer que extirpar. Anótalo: el amor busca los detalles y los detalles, a su vez, refuerzan el amor. La fidelidad que no está basada en el amor, termina en traición.

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