¿Crisis matrimoniales?


¿Crisis matrimoniales?
Una crisis conyugal, grande o pequeña, real o más o menos ficticia, puede presentarse cuando quiera o, más bien, cuando la dejemos presentarse.

1. ¿En broma o en serio?

Pues ni una cosa ni otra.
O, más bien: en guasa lo de que «haberlas, “háylas”… e incluso tiene que haberlas»; y de forma menos festiva la exposición del modo de no caer en ellas o el de superarlas cuanto antes, si las hubiera… ¡que no tiene por qué haberlas!

Causa y (sin) sentido de las crisis

Se dice que la crisis conyugal llega a los siete o a los ocho años de casarse.

(A mí me vaticinaron que sería a los diez, por eso de que los dos íbamos a tener un sueldo fijo —¡sic!—, y hace unos días oí mencionar la de los dieciocho años —no sé si de casados o de edad—, de la que jamás me habían hablado.
Parece que cada uno «coloca» las crisis según se lo exige su biografía.
Gracias a Dios, cuando mi hija mayor ha cumplido los 30 años ¡y ya somos abuelos!, la bendita crisis no ha hecho acto de presencia en nuestro matrimonio.)

Y es que, evidente y gozosamente, no estamos ante un suceso así de matemático.
Una crisis conyugal, grande o pequeña, real o más o menos ficticia, puede presentarse cuando quiera (más bien cuando «la dejemos presentarse o la provoquemos»). También en el mejor matrimonio, aunque, y esto debería quedar muy claro —por eso lo repito—, no es ni mucho menos inevitable.

La crisis, la crisis seria, puede tener lugar muy pronto, al cabo de los diez o quince meses de casados, de los quince o veinte días, o incluso antes, cuando el impulso sentimental pierde fuerza… que tampoco tiene por qué perderla, sino todo lo contrario.
Si una pareja se descuida y no logra superar este período o ese momento crítico, el matrimonio embocará una especie de precipicio descendente.

El interés y el respeto recíproco empezarán a languidecer; las discusiones y los enfrentamientos se irán haciendo más frecuentes; comenzará un proceso de progresivo alejamiento entre los cónyuges, que algún tiempo después podrá desembocar en una ruptura irreparable.

Una crisis conyugal, grande o pequeña, real o más o menos ficticia, puede presentarse cuando quiera… o, más bien, cuando la dejemos presentarse o la provoquemos
Dificultades añadidas

Con todo, conviene tener en cuenta que en la actualidad, apenas despuntan las primeras contrariedades, hay quienes experimentan la tentación de pensar que han escogido mal a su pareja.
Por el contrario, a menudo no es la elección del cónyuge, sino la propia falta de temple y maduración personal o la evolución del matrimonio lo que no ha seguido las pautas oportunas.

José Pedro Manglano lo resume en un par de párrafos que alcanzan magistralmente el fondo de la cuestión.
Para entenderlos en toda su hondura y significado, es conveniente volver a recordar:

1. Que la esencia del matrimonio es el amor.
2. Que el momento resolutivo de todo amor es la entrega.
3. Y que esta se configura de una manera muy peculiar e intensa en la vida conyugal, donde el propio yo se ofrenda por completo y sin condiciones a la persona amada, al tiempo que también ella resulta acogida plenamente y sin reservas.

Por tanto, y como apunté:

La clave del éxito de la convivencia matrimonial consiste en liberarnos de las ligaduras que nos atan al propio yo, de modo que se torne viable una dádiva cabal y cada vez más intensa a nuestro cónyuge.
Y, a la par, en ir desprendiéndose de uno mismo (del famoso ego) para dar en nuestro interior cabida al ser querido

Aclarado lo cual, sean bienvenidos los textos.

Lo propio del amor-enamorado —escribe Manglano, refiriéndose a lo que yo suelo llamar «amor sentimental»— es hacer «sentir al principio, como un destello, el amor que se alcanzará al final. Esta situación es simultáneamente real e irreal. Es real en el corazón, en el ámbito de los deseos y de la afectividad: realmente se siente así. Pero no es real en la vida, en el sentido de que esos deseos, afectos, entrega… todavía hay que hacerlos efectivos, habrá que llevarlos a cabo en el día a día. No es real en el sentido de que el “yo” que se proclama muerto para ensalzar el tú… resulta que de hecho no está tan muerto como siente estarlo.»

Y unas páginas después:

«Los encendidos sentimientos del amor-enamorado van remitiendo en la medida en que el antiguo “Yo” vuelve a manifestarse vivo y a reclamar sus “derechos” y preferencias, su egoísmo. En los primeros momentos, el yo se postraba y sometía voluntaria y alegremente ante el amado, pero pronto vuelve a levantarse. Parecía vencido y muerto por el arponazo del amor, pero resulta no estarlo tanto.»

Hay crisis… ¡y crisis!

Desde la atalaya así conquistada —apego o desprendimiento del propio yo—, podemos contemplar con más agudeza lo que de manera un tanto indiscriminada y desenvuelta suele hoy conocerse como crisis.

1. Las hay que efectivamente merecen ese nombre, con el dramatismo que suele acompañarlo. Y así, algunos matrimonios enferman porque uno de los componentes cede a la bebida, a la droga, a la más plena holgazanería, al juego o al sexo extraconyugal: cesiones que, en el fondo, no constituyen más que una fuga.
Fuga, ¿de qué? A menudo estas dependencias son debidas a conflictos interiores no reconocidos, a debilidades que se arrastran acaso desde la juventud o la niñez y nunca se han abandonado.
Semejantes circunstancias influyen muy negativamente en la vida familiar. Hacen surgir nuevos conflictos y depresiones, que impulsan complementariamente a la evasión siguiendo un camino equivocado.

2.Pero también nos topamos con abundancia de crisis más bien aparentes, derivadas de una creencia tan falsa como difusa según la cual, cuando el amor existe, no deberían presentarse ni dificultades ni obstáculos; o bien de otra convicción, todavía más falsa y más difundida: la de que un matrimonio pasa —«debe» pasar, es lo normal— por crisis (de modo que si en el mío no las hay, parece que «algo anda mal» y «habría que arreglarlo»… ¡con una buena crisis!).
De esta suerte, al sobrevenir los enfrentamientos, incluso leves, se interpreta que el amor está perdiendo fuerza y calidad. Pero en realidad un conflicto ¿es signo de falta de cariño o una llamada para hacerlo madurar, para quererse más y mejor? Pues habrá que verlo en cada caso.

Bastantes crisis matrimoniales derivan del error de imaginar que, cuando dos personas se aman, entre ellas no deberían surgir roces ni dificultades

Prevenirlas y aprovecharlas

En lo que ahora nos atañe, si deseamos prevenir los desaguisados, primero hay que aprovechar a fondo, como repito hasta el hartazgo, las mil y una alegrías de todo tipo que proporciona un buen matrimonio; porque, así pertrechados, nos resultará mucho más sencillo superar o convivir con aquello que nos molesta: el mal (presunto o real, correctamente percibido o indebidamente magnificado) puede ahogarse en la abundancia de bienes que la existencia proporciona siempre a dos esposos que luchan por amarse más cada día.
Eso no impide, pues somos humanos, que surjan dificultades. ¿Qué hacer con estas? Ante todo, interpretarlas del mejor modo posible. Y es que un pequeño roce puede ser el síntoma de la conveniencia de un nuevo y más íntimo reencuentro, fruto del acrisolamiento interior y de la intensificación y purificación del amor —¡y del progresivo olvido de sí!— de quienes componen el matrimonio.

Hay que aprender a entender de este modo las señales que establecen la oportunidad de empezar de nuevo y desde mayor altura. No despreciemos estas llamadas, aunque dolorosas, al crecimiento y a la maduración: son parte esencialísima de la vida conyugal y de cualquier proceso humano de desarrollo.

Así lo sugiere Guitton:

«En el fondo de todo amor [yo diría: no de todo amor… sino del que no se renueva minuto a minuto] existe sin duda una eterna repetición, una monotonía implacable. Para que el automatismo que lo acecha no pueda destruirlo, necesita cambios de tiempo, de lugar, de estructura, alternativas de partida y de retorno, descubrimientos sucesivos, crisis inofensivas. Y la fidelidad consiste en integrar en sí todos estos accidentes y nutrirse de ellos. El amor de la pareja no puede subsistir sin superarse, sin elevarse, sin volver a encontrarse en un plano más elevado».

Me atrevo a decir (a estas alturas, ¡a quién podría importarle lo que yo diga!) que, de hecho —con independencia de las impresiones subjetivas—, la mayoría de las crisis que afectan a un matrimonio normal se sitúan dentro de las coordenadas no dramáticas que acabo de describir.
Y que, por tanto, exigen sencillamente un crecimiento y una intensificación del propio amor, en la línea apuntada a lo largo de todo el libro y reiterada en estos últimos párrafos. Ese progreso puede sin duda ser costoso, pero siempre resulta hacedero. No hay que complicarse más, intentando descubrir o inventando problemas donde solo existe una necesidad de maduración del propio cariño.

Con esta perspectiva conviene leer cuanto a continuación expongo.

El amor de la pareja no puede subsistir sin superarse, sin elevarse, sin volver a encontrarse cada día en un plano más elevado

2. ¡Qué bien, ya «en crisis»! Y ahora… ¿qué hacemos? El «primer principio» de toda crisis que se precie

¿Puede un matrimonio sobrevivir a un grave período de crisis real? Sí, pero…
Si llegara el momento de la prueba, cada uno de los cónyuges tiene necesidad, antes que nada, a pesar de los defectos de él o de ella, de un motivo de peso para ser leal al otro y para exigirse la perseverancia.

Y la primera condición para que esto se dé, el requisito ineludible, según vengo sugiriendo, es que la persona se olvide un poco de sí misma, del estado o situación en que ahora se encuentra y reviva y ponga en primer plano las razones que le llevaron a casarse. Es decir:

1. La maravilla entonces entrevista del otro cónyuge.
2. Y, además, el compromiso nupcial por el que se entregó de por vida a su pareja, transformando su amor en deuda, haciéndose capaz de amar… y decidiéndose a desaparecer progresivamente en beneficio del ser querido.
Los momentos felices de la vida pasada en común deben servirnos de auxilio. Los hijos, por su parte, son una suerte de apoyo y un impulso puesto por la naturaleza para hacernos salir de nosotros mismos y mantener los lazos con el cónyuge.
Pero, más allá o más acá o dentro o fuera o alrededor o antes de todo esto, existe una especie de principio básico para afrontar e incluso prevenir cualquier crisis, que cabe resumir en estos tres párrafos de Borghello, repletos de sentido común y, sin embargo —¿o tal vez por eso?—, difíciles de entender y de vivir:

1. ¿Quién debe cambiar? (De actitud, no de pareja):yo mismo (es decir, el lector o la lectora que ha tenido la paciencia de llegar hasta aquí, cosa mucho más difícil y costosa —aunque no se haya dado cuenta— que aguantar a su cónyuge).

Ante cualquier dificultad en la vida de relación todos deberían saber que existe una única persona sobre la que cabe actuar para hacer que la situación mejore: ellos mismos. Y esto es siempre posible. De ordinario, sin embargo, se pretende que sea el otro cónyuge el que cambie y casi nunca se logra.

2. Ese es «mi» problema… ¡no el suyo!

«Resulta decisivo tener una voluntad radical de entrega de sí al otro. A menudo los cónyuges juzgan y “miden” el amor del otro, el don del otro, perdiendo de esta manera el don de sí incondicionado. El don de sí solo puede exigirse a uno mismo. El del cónyuge es un problema suyo, de saber amar. Pero no se logrará exigiéndoselo, sino creando un clima de donación.»
El amor llama al amor

3. ¿Porque usted lo dice…?

Más bien porque usted no lo diría nunca… y, si no llega a decirlo, siempre fracasará:

Es inútil y contraproducente —asegura Borghello— pretender en nuestro interior que el otro o la otra cambien del modo en que yo lo digo y porque yo se lo digo. Cabe favorecer y ayudar la mejora, pero no “pretenderla”» ni, mucho menos —añado, que algo tendré decir—, exigirla.
Lo que haya de ocurrir ha de valorarlo el otro o la otra; no es suficiente con amar y tener cariño, es preciso que el otro se sienta amado y estimado.

Con lo que nuestro autor concluye:
«Puede afirmarse sin miedo a errar que muchas familias fracasan porque», movido a menudo por un orgullo semiconsciente, «cada cual está convencido de que es el otro quien debe cambiar o por lo menos el que debe hacerlo en primer término.»

También aquí Aguiló confirma y completa lo que sostiene Borghello (o viceversa: Borghello lo de Aguiló):

Todos tendemos a pensar que la solución a los problemas está en cosas que están fuera de nues¬tro control. Casi siempre uno piensa que la culpa es de no sé qué, de no sé quién, o de no sé cuán¬tos. Y eso, la mayoría de las veces, es un plantea¬miento que significa una deficiente educación sentimental y es demoledor para el resultado de la vida de cualquier persona. Lo fundamental para que una vida salga bien, es que cada uno aborde las soluciones a sus problemas, buscando den¬tro de su ámbito de influencia. Y que tenga el valor, como dice Lloyd Alexander, de ver lo que hay malo en la propia vida, mirarlo cara a cara y llamarlo por su nombre. A partir de entonces, el poder de ese defecto quedará enormemente dis-minuido.

Muchos matrimonios fracasan porque cada cónyuge está convencido de que es el otro quien debe cambiar o por lo menos el que debe hacerlo en primer término.

Algunos consejos de andar por casa (¡que no de caza!)

Centrada así la cuestión, podrían enumerarse una serie de consejos más o menos prácticos e inmediatos que ayudan a resolver la tan (tontamente) añorada como temida, y después sufrida, crisis.
Enrique Rojas reúne hasta quince en su libro Remedios para el desamor, con el fin de que las parejas seleccionen —¡viva la libertad!— los que les parezcan más oportunos para su caso concreto.
Recojo algunos de ellos… ¡y me invento otros!

1. Esforzarse por comenzar de nuevo, cancelando la lista de agravios recibidos hasta el presente… cuando ha faltado la previsión de olvidar cuanto antes esas ofensas y ni siquiera elaborar la lista fatídica.
(Iba a escribir La lista de Schlinder, pero quizá sea ir un poco lejos).
2. Evitar por todos los medios, incluso en momentos de especial nerviosismo, las ofensas de palabra, acción o gestos.
(Mejor, prevenir con tiempo estos imprevistos: los nervios son muy traicioneros… y hay que saberlo de antemano).
3. Procurar resolver —cuanto antes, mejor— los conflictos que nos hacen estar mal con nosotros mismos.
(No es fácil establecer una relación estable y gratificadora con otro si uno no acaba de saber por qué se encuentra interiormente tan a disgusto y desazonado.)
4. Remozar (o —si no te tuvo la previsión de hacerlo— inventar ahora) los motivos, proyectos e ilusiones que dan atractivo a la vida en común.
Cosa que puede traducirse así: evitar por todos los medios el aburrimiento; establecer algún día especial en el que se procure complacer de forma particular las expectativas del otro componente del matrimonio; esforzarse por hacer de nuevo presentes, con todo su relieve, los aspectos positivos de la convivencia pasada, que ahora tienden a difuminarse e incluso a trocarse en sus opuestos.

A este respecto, conviene saber lo que explica Gottman:

Cuando una relación queda inmersa en la negatividad, no solo corre peligro el presente y el futuro de la pareja. También el pasa¬do corre un riesgo. Generalmente pregunto a las parejas sobre la historia de su matrimonio. He visto en repetidas ocasiones que los cónyuges que mantienen un punto de vista negativo sobre su pareja y su relación suelen reescribir su pasado. Si les pregunto sobre el noviazgo inicial, la boda, el primer año que pasaron juntos, puedo predecir sus perspectivas de divorcio incluso cuando ignoro sus sentimientos actuales.
La mayoría de las parejas se casan con grandes esperanzas y expectativas. En los matrimonios felices, los cónyuges miran atrás con cariño. Aunque la boda no saliera bien, tienden a recordar los momentos buenos en lugar de los malos. Recuerdan lo positivos que se sentían al principio, lo emocionante que fue conocerse y lo mucho que se admiraban. Cuando hablan de los tiempos difíciles, glorifican las luchas que han mantenido y sienten que sacaron fuer¬zas de la adversidad que soportaron juntos.
Pero cuando un matrimonio no va bien, la historia se escribe de nuevo, para peor. Ahora ella recuerda que él llegó media hora tarde a la ceremonia, o él insiste en el tiempo que ella pasó hablando con el padrino de la boda, o “coqueteando” con sus amigos. Otra triste señal es cuando les resulta difícil recordar el pasado: se ha convertido en algo tan poco importante o tan doloroso que han dejado que se desvanezca.

¿Un ejemplo positivo?

Recordaba una buena esposa tras dejar atrás períodos menos agradables:

En las dos ocasiones en que nuestro matrimonio pasó por momentos difíciles, mi marido y yo logramos superarlos, a mi juicio, porque los dos nos aferramos a los buenos momentos del pasado. Aunque ahora estemos fatal —le decía yo a mi marido—, no vas a conseguir que olvide al hombre excepcional, cariñoso y comprensivo que siempre fuiste, por más que ahora me reproches tantas cosas. Esta actitud positiva le hacía cambiar.

5. Aprender a callar cuando fuere necesario, evitando las discusiones inútiles y el más mínimo asomo de ironía.

Hay que saber prever las consecuencias futuras —y difícilmente corregibles— de esas palabras que se escapan en momentos de exaltación y de las que uno después repite sin parar que «… nunca debería haberlas pronunciado.

Esforzarse por mejorar la comunicación y el diálogo, de acuerdo con lo que expuse en páginas anteriores.

6. Instaurar una vida de relación íntima sana, positiva y centrada en la entrega-comunicación, previendo cuanto pueda cooperar a que la buena pasión por nuestro cónyuge nunca decaiga.

Aun cuando debe evitarse que las relaciones sexuales constituyan el argumento fundamental y casi exclusivo de la existencia común, tampoco hay que minusvalorar la importancia que el trato íntimo (personal y normalmente sin necesidad de efectos especiales) presenta para el amor entre los esposos.

7. Empeñarse, con sentido del humor, en pulir los detalles que hacen más difícil la convivencia.

Traduzco de nuevo, para los más despistados: descubrir qué es lo que de nosotros molesta a nuestra pareja y luchar deportivamente para evitarlo… más y antes que pretender que él o ella eliminen lo que a nosotros nos fastidia.

8. Aprender a remontar, sin que el cónyuge ni siquiera los advierta, momentos, días o situaciones difíciles.

Un mínimo dominio de sí mismo y de resistencia a las frustraciones resultan imprescindibles para hacer amable la vida en común (aunque igual o más importante es, cuando la situación nos supera, saber pedir ayuda… sin por eso sentirse un fracasado o una fracasada).

9. Evitar, con mano izquierda, y sin hacerlo pesar, todo tipo de enfrentamientos directos.

Complemento ineludible (que ya expuse): esforzarse porque se lleven a término todos los enfrentamientos indirectos que sean necesarios. Es decir: aprender a sacar a la luz, con delicadeza y tacto —y, si fuera oportuno, preparando un ambiente especialmente amable y romántico— lo que pensamos que debemos aclarar con nuestra pareja: ¡no porque llevemos razón, sino porque muy probablemente no la llevamos y, sobretodo, porque la armonía del matrimonio y la familia lo reclaman!

10. Cuando esta exista, frenar la tendencia a controlar, vigilar e inspeccionar al cónyuge.

Incrementar la confianza en él y el respeto por el despliegue de su propia vida y personalidad.
1-10… y muchos más. Y, en cualquier caso —¿a ver quién lo adivina?— aprender a ponernos entre paréntesis.

No están de más en este instante las reflexiones de Lukas: «Las reservas de fuerza existentes en el ser humano son sorprendentes. Normalmente están escondidas, pero cuando se alumbra un sentido abren sus compuertas. Y no es menos sorprendente la cantidad de problemas banales que se solucionan cuando no se les presta atención.»

Ergo…
En resumen, se trata de:
Conceder más importancia a la felicidad del cónyuge y a la de los hijos que a un presunto bienestar individual conseguido al margen de nuestras obligaciones familiares

3. ¿Y si el otro es infiel?

Lo primero… ¡no echar balones fuera!
¡No tendría usted que ponerse así! ¡Mira qué preguntas!
Pero en fin, lo primero… mirar hacia uno mismo; a continuación… mirar hacia uno mismo; después… mirar hacia uno mismo; por fin… mirar hacia uno mismo.
(Cambio de tono, para desengrasar… y le pido perdón si se ha molestado por el consejo que precede. Aunque le advierto que, muy probablemente, si se ha enfadado… es que tiene que mirar hacia sí mismo).
Un día, para él o para ella, tiene lugar una prueba difícil, que pone en serio peligro la fidelidad y confianza recíprocas.

Nadie puede aislarse de tal manera en la sociedad que evite cualquier contacto con personas del otro sexo.

Más aún: en las circunstancias actuales, en que los dos cónyuges suelen trabajar fuera de casa, si la relación matrimonial languidece —¡que no tiene por qué!—, es muy posible que por razones profesionales y de otro tipo el marido o la mujer acaben teniendo más puntos en común con uno o más colegas, también con alguno de distinto sexo, que con el propio consorte.

De todas formas, es bueno saber que la desconfianza infundada y unos celos excesivos podrían dañar el matrimonio más incluso que una ocasional y no buscada falta de lealtad.

No perder la paz

Pero ¿qué hacer cuando efectivamente otro u otra amenazan con dañar el amor y la fidelidad entre vosotros?

Un buen consejo podría ser este: quien se da cuenta de que en su pareja nace un sentimiento amoroso hacia un extraño, debería antes que nada… no perder la paz (más fácil de decir que de lograr, lo sé, pero tengo que decirlo y luchar por hacerlo), y a continuación examinarse a sí mismo, dar un repaso a su comportamiento como marido o mujer.

En semejantes crisis, hay que evitar la tentación de endosar toda la responsabilidad al cónyuge y al intruso, en lugar de atender a la parte de culpa que también nosotros pudiéramos tener en el desaguisado… y que es la única sobre la que, directamente y en principio, podemos influir.

En toda crisis, hay que evitar la tentación de endosar toda la responsabilidad al cónyuge y al intruso o a la intrusa.
Sí buscar las causas

Con sentido común, sin caer en el victimismo ni en el extremo contrario, es conveniente reconocer las posibles propias faltas, que, como acabo de recordar, son las más fácilmente remediables y las únicas sobre las que de manera inmediata podemos intervenir.


Por ejemplo:
1. Hemos dejado solo al otro.
2. No lo hemos escuchado como merecía.
3. No le hemos abierto nuestra intimidad, dejando un hueco en la suya.
4. Hemos permitido que nos absorba el quehacer profesional, las tareas de la casa o el trato con colegas y amigos.
5. El silencio se ha adueñado desde hace tiempo de nuestras relaciones.
6. ¡Hemos descuidado —¿por falta de prevención?— la necesidad de hacer crecer a diario un poco el cariño recíproco…!

Un nuevo resumen:

Reconocer la propia culpa, junto con las eventuales del cónyuge, es comenzar a prepararle el camino de regreso.
No debe interpretarse como «falta de dignidad» la acogida amorosa a quien nos ha engañado (así: nos ha engañado), cuando este se arrepiente de veras (así: de veras).
Quien piensa de tal modo confunde la dignidad…con la vanidad ofendida.
Después, ¡perdone!

Volveré muy despacio sobre este extremo, que merece toda la pena.
Ahora quiero adelantar que quien perdona al otro, se perdona a sí mismo.
En el perdón, el amor se muestra de una forma nobilísima. Por el contrario, atender en exceso a la magnitud de la culpa es propio del calculador, pero no del verdadero enamorado.
Realmente, nosotros no sabemos ni podemos perdonar como Dios lo hace. Cuando Él perdona, la culpa desaparece, queda reducida a nada.
Los hombres, no tenemos semejante capacidad. Pero nuestro amor, y en especial el amor entre los esposos, deben inspirarse en el que Dios nos dispensa.

Y ese Amor —que se muestra muy particularmente en el perdón, en el perdón continuo— quiere que volvamos a estar contentos y retornemos a Él con confianza renovada.

Así debería ser, así habríamos de obrar, también en el matrimonio: poder estar de nuevo contentos y reconstruir una nueva y más acentuada confianza y fidelidad.

¡Y olvide!

Entre tantos dichos desafortunados figura el de: Perdonar, sí, pero olvidar… ¡nunca!
Uno se imagina de esta suerte que está siendo generoso sin realmente serlo; más aún, inflige una humillación al cónyuge.

El triunfo tácito o manifiesto del que así perdona se yergue entre los esposos… más ácido e insuperable que la misma culpa.
Pero ¡ojo al parche!

1. Hay veces en que admitir una situación objetivamente injusta puede resultar contraproducente para quien la sufre, para los hijos… y para quien actúa con deslealtad o le es del todo imposible, a causa de una debilidad extrema o de una cuasi-enfermedad o de una enfermedad auténtica, rectificar su conducta.
2. Habrá entonces que tomar medidas, incluso drásticas, por el bien de todos.
3. Pero esto no debe confundirse con la renuncia al perdón ni establecerse por principio como solución definitiva.
4. Porque eso sería tanto como rechazar al amor, con todo el vigor que este lleva consigo.

[Sí, lo lleva. Siiiiiií, lo lleva. ¡Siiiiiiiiiií, lo lleeeeeeeva!
¿Que por qué lo repito? Porque es difícil advertir, en toda su entereza, la fuerza transformadora, propia y ajena, del amor.]
Para tales casos, y aunque el contexto y el tono sean muy distintos del que ahora nos ocupa, copio un sucedido narrado en Liberare l’amore.

El amor cristiano —leemos— salva el mundo porque llega a amar al enemigo, superando de entrada el problema de los obstáculos que los otros proponen.

Un episodio de la persecución comunista a la religión, en Rusia, puede hacernos ver la fuerza inaudita del amor.
En un campo de concentración cercano a Moscú internaban a todos los que practicaban alguna religión: ortodoxos, católicos, protestantes. El comandante que dirigía aquel centro era un auténtico verdugo que torturaba a los detenidos. Cierto día, un niño de unos 10 años llamó a la puerta de la cárcel llevando una rosa en la mano. Preguntó por el capitán y entró en su despacho diciendo: hoy es el cumpleaños de mi madre y mi padre me ha enseñado a regalarle a mamá una rosa el día de su aniversario. Pero mi madre está en la cárcel porque tú la has metido allí. También lo está papá, por el mismo motivo. Yo vivo con mi abuela, que me enseña a rezar y me dice que los cristianos no solo debemos perdonar a los enemigos, sino también amarlos. Por eso estoy aquí, para amarte; y la rosa que no puedo dar a mi madre te la entrego a ti.
Y se fue.
El comandante quedó traumatizado. Intentó no pensar en el episodio, olvidarlo. Pero no lo logró. Después de un mes, presentó la dimisión y se convirtió.
Caído bajo sospecha, se le siguió y fue descubierto y encerrado en su misma cárcel, porque pensaban que los detenidos lo despedazarían, mientras que, al contrario, lo recibieron con los brazos abiertos.
Escribió un diario con los testimonios heroicos de tantos cristianos torturados por él. Y murió pronto a causa de los malos tratos de los carceleros.

He aquí la fuerza del perdón y del amor cristiano. Bastaría una gota de ellos para hacer un paraíso de cada familia.»

¡Y, por fin, razone! (y haga razonar al otro, si se lo permite)
O a la inversa… ¡mejor a la inversa!: no por fin.

Razone, por favor, antes de (y,consecuentemente, en lugar de) cometer el desaguisado.

Me dirijo a ti —al otro, al que engaña o está a punto de hacerlo— para que razones.

¿Sobre qué?

El (posible) infiel

Quien está en peligro de cometer adulterio —resulta duro, pero así se llama… y eso es—, debería reflexionar detenidamente sobre esta batería de preguntas:

1. ¿Quién me da el derecho a construir mi presunta felicidad personal sobre las ruinas de las de mi cónyuge y mis hijos?

2. ¿No es demasiado grande lo que pongo en juego cuando robo el marido a la mujer (o la mujer al marido), o acaso el padre o la madre a uno o varios niños?

3. Un mal de tal calibre, ¿puede justificarse por el hecho de que el otro o la otra se ha refugiado entre mis brazos, lamentándose de ser infeliz en su matrimonio… o yo entre los suyos, haciendo otro tanto?

Y si ya está siendo infiel, ha de considerar:

1. ¿No exige a veces el matrimonio una renuncia que roza con el heroísmo?

2. ¿No debería evitar ciertas ocasiones (y rezar más, si se trata de un creyente) hasta lograr romper este lazo adulterino?

[Y no ser demasiado ingenuo.
Pues, como expuse con detenimiento en Mejorar día a día el matrimonio —te vuelvo a aconsejar que lo leas—, es mucho más fácil imaginar un acuerdo con otra persona cuando solo se pasan con ella los buenos momentos, evitando preocupaciones y disgustos.
¿Resulta entonces válida la comparación entre nuestro cónyuge y el tercero en discordia: él (o ella) es mucho más comprensivo o comprensiva, me dedica más tiempo, me provoca íntima y emocionalmente mayores alegrías?]

Es mucho más fácil imaginar un acuerdo con otra persona cuando solo se pasan con ella los buenos momentos, evitando preocupaciones y disgustos El (más que posible) infidelizado
La persona traicionada —con o sin culpa (normalmente con algo de ella, aunque de entrada no lo parezca), esperándoselo o no, habiendo o no sido infiel a su vez…— experimenta siempre una muy honda humillación. Parece como si el mundo se viniera abajo… incluso aunque él o ella hayan hecho algo parecido. Día y noche se pregunta obsesivamente: ¿por qué yo no le basto?… a pesar de que su cónyuge no le baste a él o a ella.

¿Y qué es lo que «le pide el cuerpo»? Pues… lo que resulta menos eficaz.

Por ejemplo:

1. No sirve de mucho zaherir interiormente a aquel o aquella con quien tu marido o tu mujer te ha engañado (aunque todavía es más insensato tratarlo o tratarla —o seguir tratándolo o tratándola, si ya os conocíais—… como si nada pasara).

2. Y tampoco se adelanta nada con manifestar estos sentimientos al propio cónyuge.
Al contrario. Sin pretenderlo, en cuanto ataques sus sentimientos, por más que estos resulten equivocados y fuera de lugar… lo pones a la defensiva: es decir, lo alejas más de ti y lo empujas en brazos del otro o de la otra.
¿Entonces?

Más bien deberías reflexionar sobre dos puntos:

1. ¿Cuáles son los auténticos motivos por los que tu pareja ha llegado a serte infiel?

2. ¿Qué puedo hacer para perdonarlo sinceramente y recuperarlo, supuesto (y provocado, si hiciera falta) su también sincero arrepentimiento?

Un asunto muy serio

De todas formas, me parece conveniente agregar, por si quedaran dudas, que hay que conceder al adulterio toda la relevancia que posee… que es mucha, muchísima, muchisísima, muchisisísima…
El adulterio ha existido siempre, nadie pretende negarlo. Pero hoy en las películas, en los artículos de revista y en las transmisiones televisivas, la infidelidad a menudo resulta trivializada: se la considera una válvula de escape o una aventura… o incluso algo que ayuda a «recobrar la pasión perdida… ¡hacia el propio cónyuge!» (a mí me lo han dicho así: ¿a usted no?).

Y eso ya es otra cosa: una auténtica idiotez (sin perdón, que es lo que es). Para la sana razón y para la Iglesia de Cristo, el adulterio se ha contado siempre entre los pecados más graves (junto al homicidio y la apostasía).
La infidelidad no es solo una ofensa al cónyuge, sino una traición a la dignidad de la persona, que ya es bastante, y, en su caso, al sacramento. Con la traición y el adulterio, la alianza entre Cristo y su Iglesia resulta comprometida: pues, en efecto, el matrimonio simboliza ese pacto.

Para los esposos cristianos, y para cualquier persona de bien medianamente sensata, una pequeña escapada no es en absoluto algo inocente. Y no debe pensarse que el cambio de pareja o la «relación entre tres» se transforman en un bien solo porque el otro cónyuge lo sabe y lo permite. El adulterio es siempre una profanación.

La infidelidad no es solo una ofensa al cónyuge, sino una traición a la dignidad de la persona y, en su caso, al Sacramento
Con una historia a sus espaldas

No obstante —matizo y recuerdo de nuevo, aunque sin rebajar cuanto acabo de sostener—, cada traición tiene su historia.
Curiosidad, aburrimiento, vanidad, frustración sexual, deseo de estima y aprobación o búsqueda de novedad… pueden constituir el incentivo inmediato.

Mas no olvidemos que el amor se construye o se destruye cada día; en consecuencia, el adulterio viene preparado por las menudas infidelidades previas, es decir, por ese cúmulo de indelicadezas o faltas de interés que hacen que el propio corazón se vaya alejando del de nuestro cónyuge.

Y lo mismo ocurre con el divorcio, como constatan, una vez más, Gottman y Silver.

Tras poner en duda lo que tantas veces se pretende —que La infidelidad es una causa principal de divorcio—, afirman sin vacilar: Sucede más bien al contrario. Los problemas que ponen a un matrimonio en el camino del divorcio impulsan también a los cón¬yuges a buscar relaciones externas a la pareja. La mayoría de los terapeutas sostienen que el objetivo de las relaciones extrama-trimoniales no es el sexo, en la mayoría de los casos, sino la bús¬queda de amistad, apoyo, comprensión, respeto, atención y cariño: es decir, todo aquello que el matrimonio debería ofrecer.

El adulterio viene preparado por las menudas infidelidades previas: por el cúmulo de indelicadezas o faltas de interés que hacen que el propio corazón se vaya alejando del de nuestro cónyuge.
Y ahí es donde, preventivamente, se debe siempre actuar

4. Matrimonios que fracasan y matrimonios inexistentes

Parménides… y el matrimonio (¡quién lo iba a decir!)

Como casi todos los griegos de su tiempo, en lo que atañe al ser-o-no-ser, el viejo Parménides era bastante radical. Lo mejor de su ontología (o metafísica o filosofía, que uno no sabe qué se entiende menos) se resumía en dos o tres frases (lo que es, a su vez, lo mejor: solo dos o tres frases).

1. Y, entre ellas, la más fuerte rezaba así (naturalmente, en griego): lo que es, es, y es necesario que sea; lo que no es, no es, y es necesario que no sea.

2. Esta primera sencilla aseveración la completó con la que sigue: Lo que es no puede dejar de ser, y lo que no es, no puede empezar a ser.

3. Y por fin, para descansar tranquilo, añadió que ser y pensar son uno y lo mismo.

Con lo que quería decir, si no me equivoco, que uno tiende naturalmente (y, hasta cierto punto, debe) adaptar lo que piensa a la realidad… a esa realidad que:

3.1. Si es, es.
3.2. Si no es, no es.
3.3. Y, para acabar de arreglarlo, si es, es, y si no es, no es… obligatoriamente.

Acoger la realidad

Mucho me temo que en este último extremo muy pocos estarían hoy de acuerdo.

¿Qué es eso de que el conocimiento tiene «la obligación» de captar la realidad como es?

¡Hasta ahí podíamos llegar! ¿Dónde quedaría la libertad de pensamiento… y dónde Wikipedia: la encarnación del saber democrático y libre?

¡Pues no quiero ni pensar —y por eso, no lo pienso— lo que ocurriría si el fondo de la metafísica de Parménides lo aplicáramos al matrimonio!

¿Habría que sostener, entonces, que existe algo que realmente es matrimonio… mientras que todo lo demás no lo es? (no me gustaría ofender la inteligencia del lector poniendo ejemplos).

Y, por pura coherencia parmenídea, ¿agregar a ese disparatón que si un matrimonio existe no hay modo de hacer que deje de existir?, ¿o que si no existe, por más que uno libremente quiera, se equivoca cuando sostiene que sí existe y se empeña en que funcione como si sí existiera?

Ser o no-ser del matrimonio

Pues justamente eso es lo que enseña, no la Iglesia católica —¡que también, pero ahora mismo me da igual!—, sino la razón humana cuando se utiliza con un mínimo de cordura. Es decir, eso es lo que sostiene lo que algunos pocos —muy, muy, muy pocos… y muy raros, como ya advertí— llamamos filosofía (o razón natural bien utilizada y hasta el fondo).

De ahí que un matrimonio que ya existe, mientras vivan los dos que lo componen, no hay quien lo deshaga.

A este respecto, las posibilidades son solo dos. Ese matrimonio:

1. O bien existe y seguirá existiendo hasta la muerte (de uno de los cónyuges o de ambos… y del mismo matrimonio, pues los dos «fallecimientos» —el del cónyuge o los cónyuges y el del matrimonio mismo— van aparejados).

2. O bien parecía que existía sin existir, y entonces habrá que asegurarse (en la medida en que es posible) de que en efecto nunca existió… y, como consecuencia lógica y real, declararlo inexistente.
Y no hay más, mientras no cambiemos de tercio.

Y, por ejemplo, Sartre

Para hacerlo y poder continuar la suerte, me arrimo a tablas con Sartre.
Y no porque me caiga ni mejor ni peor, sino porque veía la vida de un modo bastante, bastante negativo. Para él, cualquier existencia humana estaba destinada i-rre-me-dia-ble-men-te al fracaso.

Y el fracaso es lo que sí puede darse en algunos matrimonios… que no por fracasar mucho van a dejar de existir. Lo que sucede es que, si de veras fracasan, viven bastante mal, casi tan mal como decía Juan Pablo Sartre (para que los menos jóvenes no lo confundan con Jean Paul… Belmondo) que te-ní-a-mos que vivir todos.

Algunos afirman, entonces, que el matrimonio, como el amor, ha muerto. Y la verdad es que más les valdría morir que «arrastrar una existencia» como la que arrastran casi todos los que tienen alguna relación con esos matrimonios.
Porque, abandonando el tono de broma,
¡Cuánto dolor, cuánto desgarro y cuánta tragedia lleva consigo el fracaso de un matrimonio!

Las personas interesadas resultan a menudo durante toda su existencia profundamente heridas e íntimamente despedazadas.

El amor abre surcos profundos en los corazones de los esposos. El fracaso de un matrimonio hace daño. Y quienes padecen las consecuencias son, sobre todo, los hijos, los hijos «disputados»… o «abandonados». La catástrofe de los padres no puede pasar junto a ellos, dejándolos indemnes. Por eso, cuando amenaza el fantasma del divorcio, habría que dedicar una especial atención a los hijos.

Un proverbio africano nos dice que cuando luchan dos elefantes la que sufre es la hierba sobre la que se desarrolla la pelea. No está mal pensar en ello: los platos rotos de las disputas conyugales los pagan, a veces durante toda su vida, los hijos inocentes.
Y es de esto de lo que quiero hablar ahora.


¿Son los hijos suficiente motivo…?

Pues, mire por dónde, va a ser que sí, como dicen los malagueños. Pero, para no dejarlos solos, pretendo apoyarlos una vez más con palabras de una especialista.

Sostiene Lukas, sin dudarlo lo más mínimo:

«Un matrimonio se puede conservar de forma absolutamente voluntaria y consciente —consciente de la responsabilidad— por los hijos, y esta no es ni siquiera la peor de las motivaciones. Muy al contrario, contiene un motivo que va más allá de la vanidad y la indiferencia [¡Menuda carga de profundidad!].
Muchas veces el odio es una forma de amor que, aunque desgraciada y frustrada, se deja transformar porque todavía existen sentimientos e intereses hacia la otra persona. El polo opuesto del amor no es el odio, sino la indiferencia, y la indiferencia es más difícil de cambiar que el odio.»

Parecería que para consuelo de los odiosos y «odiantes» y «justificación y tranquilidad» de los indiferentes. Pero esta vez va a ser que no… Pues nuestra experta prosigue:

«Pero incluso cuando dos cónyuges se han vuelto indiferentes el uno con el otro y, pese a ello, ambos reconocen una base compartida en el amor a los hijos, merece la pena por estos conservar la vida en común (no solo por la economía familiar o el reparto de tareas) y evitarse a sí mismos y a los hijos las fatigas y las consecuencias de un proceso de separación. Como mínimo, esto proporciona a los hijos una casa con padre y madre. Puede ser que, en tal caso, los padres no transmitan un modelo óptimo de comunicación interpersonal, pero siguen estando presentes.»

Más vale lo malo conocido…

Y, mientras estén, algo se podrá hacer con ellos o podrán hacer ellos mismos uno con la otra o viceversa.

Pero ¿cómo ayudar a los padres que han dejado de existir como padres por haber abandonado el hogar y a sus propios hijos?; ¿quién apoyará a estos, si sus propios padres-ex-padres no lo hacen?

De ahí que apostille Lukas:

«Según una estadística de los centros de orientación educativa de Alemania del año 1983, dos terceras partes de los niños inscritos por trastornos psicológicos no vivían con sus padres biológicos y más de la mitad no veía a la madre durante el día. Y [entre esos orientadores de padres] surgió la pregunta: ¿a quién se podría orientar en cuestiones educativas?

Desgraciadamente, tampoco está dicho que en el nuevo siglo las cifras sean más halagüeñas para las familias.»
Más bien, a estas alturas, está dicho y escrito y comprobado todo lo contrario.

¿Cómo ayudar a unos padres y madres que han dejado de serlo, abandonando el hogar?

Sin dejarnos engañar falazmente

Aunque ya lo expuse en otro libro, como la objeción está «cantada», copio la respuesta correcta: ¡bingo!
Por lo que atañe a los padres:


«La lógica de que un hogar roto es más humano que las interminables discusiones domésticas es, ciertamente, un razonamiento difícil de rebatir, pero tras él se esconde que la única alternativa a la disputa sería la separación de los padres, cosa que, normalmente, no es cierta.

En la mayoría de los casos, las alternativas sensatas a las peleas domésticas constantes serían, entre muchas otras, el aumento de la voluntad de paz, del ejercicio del arte de la búsqueda de compromiso, el respeto y la objetividad en las disputas de cualquier índole.»
Y en lo que se refiere a los hijos:

«En general, los hijos resisten mucho más de lo que, según las tesis de la psicología profunda, “tienen permitido”. Soportan bastante bien el hecho de compartir a la madre con el padre sin desarrollas complejos edípicos y, aun con ocasionales dolores de barriga o rechinamiento de dientes, aprenden a compartir a sus progenitores con los hermanos sin acabar cayendo en incesantes histerias de celos. Los hijos dejan de hacérselo en los pantalones sin tener que producir fantasías anales de por vida y sobrellevan los castigos paternos sin que tales represalias del entorno los dobleguen. Incluso la renuncia a los juguetes, la colaboración en las tareas domésticas, el estrés escolar y las peleas con otros niños dejan menos heridas psicológicas de lo que se piensa y robustecen la capacidad infantil de mostrarse seguros ante determinadas pruebas.
Los niños aguantan mucho, pero necesitan un padre y una madre. El amor y la estabilidad de los padres es la columna vertebral de los hijos y, mientras esta permanezca intacta, harán frente a casi cualquier tormenta que el destino les depare. Pero cuando el padre y la madre rompen cruelmente, empieza la aflicción de los hijos, una aflicción mucho peor que el dolor y el hambre.»

La molesta realidad-real

Pero aún hay más… y tendré que intentar abocetarlo.
Lo que pretendo mostrar en estos instantes es que ni siquiera con el divorcio es posible eliminar absolutamente un matrimonio.

1. Sí, en donde las leyes lo admitan, desde el punto de vista jurídico… donde prefiero no entrar.

2. No, como antes sostuve, en la realidad.
Pero tampoco, que es lo que en este momento añado, en el plano «afectivo-sentimental», si es que de veras «hubo» amor y matrimonio. El cónyuge al que en otro tiempo se quiso, jamás se transformará en un extraño, aun cuando a veces se presente como un acusador oculto. Con palabras de Saint-Exupéry: «Eres responsable, para toda la vida, de lo que has amado».
Como consecuencia repito que un divorcio canónico, en el verdadero sentido de la palabra, no existe. La indisolubilidad del matrimonio no depende de una ley eclesiástica o de alguna suerte de moral extrínseca, artificial.

¡Ni tampoco de Parménides, esa es la verdad, ya me han pillado!… sino de Algo-Alguien muchísimo más serio.

El matrimonio participa de la irrevocabilidad de la alianza de Dios con la humanidad y, por tanto, hunde sus raíces en la absoluta fidelidad a Dios

Por eso, como apuntaba, el divorcio y un nuevo matrimonio canónico no son compatibles. El católico divorciado —y, en realidad, cualquier persona que se haya unido realmente en matrimonio (de nuevo la «puñeterita» realidad)— no puede volver a casarse hasta que el cónyuge haya muerto (¡no vale matarlo!) o bien hasta que la Iglesia declare que el antiguo matrimonio fue nulo, que no existió nunca.

¡No que acaba de dejar de existir… sino que nunca existió!

La así llamada «declaración de nulidad» no significa que un determinado matrimonio antes existía y ahora se cancela, sino simplemente que desde el principio fue inválido, es decir, que de hecho ese matrimonio jamás ha existido.
(Con lo cual, con él no puede hacerse nada, ni siquiera declararlo nulo… puesto que en realidad no existe; pero eso se lo dejamos a los filósofos del lenguaje, que a veces disfrutan sacando las cosas de quicio y jugueteando con los argumentos.)

Y la Iglesia y la Rota, que…

Motivos de nulidad

La declaración de nulidad debe ser emanada, al término del proceso canónico, por el tribunal eclesiástico competente, y confirmada por el tribunal de apelación.

En caso de desacuerdo entre los dos tribunales, la causa la decide el tribunal de la Rota Romana.

Existen distintas razones por las que un matrimonio puede resultar nulo. Esos motivos deben ser examinados por cada tribunal contando siempre con las pruebas pertinentes.

Y así, por ejemplo, un vínculo conyugal será declarado inexistente (no ha habido matrimonio… aunque pueda haber habido siete hijos, con toda la extrañeza que eso generalmente provoca):

1. Si se «probara» (¿!) que en el momento de su celebración uno de los contrayentes era incapaz de emitir el consentimiento o de asumir las obligaciones substanciales del matrimonio.

2. Si uno de los dos hubiera excluido un elemento esencial del matrimonio (la unidad, equivalente al compromiso de fidelidad, la indisolubilidad o la generación de la prole).

3. Si a uno de ellos se le engañó con dolo provocado para obtener el consenso, en un punto relativo a una característica del futuro cónyuge que por su naturaleza pudiera perturbar gravemente la vida en común.

4. Si uno de los novios se vio obligado a casarse por un grave temor proveniente del exterior.

¿Que en todo esto cabe mucho gazapo, que a veces los «testigos testifican testaruda y dolosamente» a favor de quien quieren testificar… porque es su amigo o su amiga… o porque les han pagado por ello… o sencillamente porque son un poco idiotas o unos incompetentes?

Pues, mire usted, es muy posible, bastante probable y casi seguro.

¿Y qué le vamos a hacer?

Yo, personalmente, si alguna vez me toca (lo de ser testigo, claro, no lo de intentar separarme —¡que bien a gusto estoy en mi matrimonio!—), intentaré hacerlo lo mejor posible.

Usted, si quiere y le produce satisfacción, puede criticar al esposo o a la esposa crueles e infames, insultar o apalear a los testigos, poner verde a los jueces (los pobres tienen que juzgar según lo que afirman los testigos que usted ha apaleado) y, sobre todo, ahora va en serio, rezar mucho por quien ha sido maltratado o maltratada, por sus hijos, por la Iglesia… y por usted mismo y por mí, que buena falta nos hace (digo yo).

Otras causas de nulidad surgen de un impedimento como, por ejemplo:

1. La impotencia o incapacidad completa, antecedente y permanente, de realizar la unión sexual.

2. O el que uno de los que intentan contraer matrimonio estuviera ya ligado por un vínculo conyugal precedente

3. O no hubiera recibido el bautismo (aunque en este último caso puede obtenerse dispensa).

Fidelidad y ruptura

Dicho esto, hay que insistir en que la Iglesia católica, ligada por una realidad que la supera, no goza de ningún poder para disolver un matrimonio válidamente celebrado entre bautizados y consumado por la unión sexual… como tampoco lo tiene autoridad alguna respecto a un auténtico vínculo conyugal establecido realmente y con todas las condiciones del caso por dos personas aptas para constituir legítimamente esa unión.

Ante este hecho, cabría preguntarse: ¿qué hacer, entonces, cuando por ejemplo uno de los dos es infiel y abandona al otro, o cuando se convierte en un alcohólico grave o contrae una enfermedad mortal?

Incluso entonces hay que vivir la fidelidad, adecuada a las circunstancias del caso

Muchos hombres y mujeres permanecen fieles al compromiso adquirido, y no han olvidado las promesas hechas años antes: «en la prosperidad y en la adversidad…, en la salud y en la enfermedad (y en la mala baba del otro, habría que añadir… aunque suene tremendo y casi blasfemo)».

(Muchos hombres y mujeres heroicamente fieles… aunque no los conozcamos, porque de ordinario no aparecen en la tele… ni en el Hola… alimento habitual y del todo incongruente de quienes protestan airados o airadas por todo lo anterior).

Son personas que, viendo a la otra parte reducida a un triste estado de bajeza o enfermedad, han sabido estar a la altura de las circunstancias, alcanzando niveles casi sobrehumanos de amor.

La lealtad es ante todo con uno mismo, con la palabra dada

Por otra parte, no parece cierto que la Iglesia, al negar en estos casos el divorcio, condene al marido o a la mujer a una vida infeliz. Entramos en un terreno tan elevado, que me siento todavía más incompetente.
Pero la experiencia me enseña —y la fe me asegura— que estas personas no serán desgraciadas, a pesar de las dificultades y los sufrimientos, si saben llevar su cruz en íntima fusión con Jesucristo. Es más, pueden entonces descubrir la hondura de la unión conyugal como forja donde Dios dilata la capacidad de amar de los esposos, con el fin de que gocen más plenamente de Él en el cielo.

En todo caso, repito que cuando alguien estima honradamente que lo que debe afrontar es excesivo o peligroso para sí mismo o para sí misma, o para los hijos (como en el caso de un marido que se emborracha y se torna violento o gravemente inmoral), no solo está permitida, sino que a veces será conveniente o incluso obligada, la separación.

Pero el derecho a la separación entonces reconocido no equivale a la anulación del vínculo. No es una condena a la infidelidad, sino una llamada especial a la santidad. Y hay quienes saben escucharla. Todos conocemos personas —por ejemplo, aquellas a las que inesperadamente se les diagnostica un cáncer— que aceptan la propia situación, elevándose a nuevas alturas en el amor de Dios, mientras otras se desesperan.

La tesis según la cual cuando un matrimonio comienza a ser molesto ha dejado de tener sentido, y hay que darle fin con el divorcio, expresa idéntica actitud de desesperación ante la vida que cuando se declaran sin sentido los sufrimientos de un paciente incurable, y se recurre a la eutanasia para poner término a esa existencia.

Sin embargo, siempre cabe descubrir el sentido del dolor: «Todo sufrimiento es un estímulo para el proceso de ma¬duración: metafóricamente hablando, el hombre aprende a avanzar de lo superficial a lo profundo. Allí se revelan conocimientos que habían estado inconscientes hasta entonces. Como escribió san Agustín: “Si sientes dolor por la pérdida de una cosa, significa que la querías mientras la tenías”. Po¬dríamos completar la frase y decir: “Y si sientes dolor por la pérdida de una persona, significa que ella te quería cuando es¬taba cerca de ti”. La persona que ha madurado en el dolor suele ser más consciente del amor que antes y más agradeci¬da por los lujos de una vida de cuya temporalidad ya es ple¬namente consciente.» (Lukas)

Cuando alguien estima honradamente que lo que debe afrontar es excesivo o peligroso para sí mismo o para sí misma, o para los hijos, no solo está permitida, sino que a veces será conveniente o incluso obligada la separación
Ante las situaciones irregulares

El número de divorciados que vuelven a casarse por lo civil crece de modo continuo. Encontramos a menudo católicos separados y casados de nuevo. Ninguno de ellos puede regularizar, desde el punto de vista religioso, su segundo matrimonio.

¿Cuál es, entonces, el comportamiento correcto respecto a ellos?

Lo correcto, en mi caso, sería… callarme, puesto que de nuevo soy incompetente. Pero apunto:

Concederles toda nuestra comprensión y afecto, aunque su situación sea objetivamente reprobable. Ningún ser humano tiene derecho a juzgar a quienes se encuentran en semejante circunstancia. Aun cuando —leales a la realidad— seamos contrarios al divorcio, hemos de comprender la debilidad y la dificultad en que pueden encontrarse otras personas y, más en concreto, otros cristianos.

Cristo se hizo hombre para los enfermos, para los pecadores. Dios es misericordioso y no reclama lo imposible. Pide solo que «hagas lo que puedas y pidas por lo que no puedas» (San Agustín). Esto vale para todos, también para los divorciados. Dios no abandona a nadie, por más que sus circunstancias pudieran parecer desesperadas.

Además, esos otros cristianos, aun cuando viviendo en un matrimonio irregular no pueden acceder a los sacramentos, han de ser ayudados a descubrir el valor de la participación en el sacrificio de Cristo en la Misa, el de la comunión espiritual, la oración, la meditación de la palabra de Dios; se les debe animar para que realicen obras de caridad y, si tienen hijos, hay que ayudarles en su educación cristiana.

Matrimonios siempre jóvenes
(aunque suene a frase hecha)

A pesar de que ya advertí e insistí en lo contrario, la alusión reiterada a crisis matrimoniales serias y todo este lío de las declaraciones de nulidad pudieran dar la impresión de que las célebres crisis, en nuestros tiempos, resultan poco menos que inevitables o insuperables.

Nada más ajeno a la realidad. Nada más ajeno, sobre todo, a la fuerza arrolladora del auténtico amor (y a la fe y a la confianza en los sacramentos).

Por eso, cuando un matrimonio se esfuerza día a día para hacer que su cariño aumente, se desarrolle y madure, las dificultades y las rencillas tienden a desaparecer o se tornan insignificantes… o trampolines para un nuevo crecimiento.

Leemos también en Construir el amor:

«Las verdaderas crisis son momentos realmente buenos —aunque dolorosos: conforman el camino hacia nuevas emociones, una nueva panorámica, una mayor plenitud del amor, un amor-tranquilo más sabroso y estable. Esa es la realidad: nuestro amor se ha quedado pequeño y chirría ante algunas nuevas exigencias que ahora se presentan; para que nuestro amor sea pleno necesito crecer, necesito que muera algo más de mi “yo”.»

Anclados en la «juventud» de todo un Dios

Para lograrlo, y para concluir este capítulo, tal vez convenga recordar dos extremos fundamentales:

1. Que Dios es la Fuente de todo amor cabal y genuino.
2. Que el amor se despliega en la medida en que uno se empeña en atender a la otra persona, poniendo en sordina los propios gustos e intereses.

Tiene razón quien afirma que la auténtica «causa de la crisis es un defecto de mi forma de amar o una limitación actual de mi capacidad de amar, que no es capaz todavía de vivir dentro del amor esa nueva situación, realidad o circunstancia que ha desencadenado la crisis.»

En consecuencia, para mantenerse siempre jóvenes y eludir o superar posibles períodos difíciles, los matrimonios habrán de esforzarse por:

1. Aprender a quererse en Dios, haciendo de Él el fundamento y como el ámbito y el clima en el que desarrollan sus relaciones.
2. Primar con esmero las necesidades del otro y hacer desaparecer las exigencias del propio yo.

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