La oración, la cosa más inútil del mundo


La oración, la cosa más inútil del mundo
El verdadero sentido de la oración.


“Ola, querido Padre Alberto, le escribo para contarle algo que pueda ser de utilidad para los muchos lectores que atendemos a su mensaje semanal, soy el ingeniero Augusto Otoniel, de 42 años. Hasta hace tiempo yo era cristiano “a mi manera”, que nunca se preocupó verdaderamente de dar a Dios un lugar importante en mi vida. Fui educado con mis hermanos, en la necesidad de la misa dominical y nada más. Recuerdo que mi madre, que murió cuando yo tenía 7 años me hizo prometer que cada noche, ocurriera lo que ocurriera, tendría que rezar un “padre nuestro” cada noche antes de ir a dormir. La verdad es que siempre lo hice, pero mecánicamente, sin dar mayor importancia a las palabras y simplemente por dar cumplimiento a la promesa que le hice a mi madre. Pero hace tiempo, a mí que todo me sonreía en la vida, que pensaba que todo se debía a mi capacidad, a mi inteligencia y mi trabajo, fui designado para hacer el trabajo preparatorio para la construcción de la gran presa que el gobierno de mi país había decidido construir en una de las partes más pobres de toda la comunidad. Hubo que asentar la tienda de campaña en las inmediaciones de una de las poblaciones indígenas más alejadas de toda civilización. Y fue para mí un choque emocional muy grande ver cómo los indígenas que vivían en la más absoluta de las pobrezas, pudieran vivir tan sencillos, tan alegres y tan religiosamente su existencia. Me invitaron un día a conocer en el día de fiesta patronal, su iglesia que databa de tiempos de la colonia. Ese día fue para mí el despertar de algo que estaba dormido en mí desde que yo era niño. Veía a los indígenas celebrar con todo el corazón su Eucaristía, ajenos a la pobreza que les acompañaba de día en día. Y eso hizo fluir en mí, a borbotones, una serie de interrogantes: “Cómo es posible que estas gentes vivan así, cómo es posible que nuestros gobiernos puedan decirnos que todo va bien, que hay oportunidades para todos, que hay suficiente para todos los ciudadanos…”. Pero también surgieron en mí otras interrogantes que iban al fondo de mi conciencia: “¿Cómo puedo seguir indiferente ante la situación de tremenda injusticia que viven estas gentes? ¿Cómo puedo vivir aunque sea provisional en mi tienda de campaña con agua purificada cuando estas gentes toman agua de los charcos, cómo puedo alimentarme opíparamente mientras estas pobres gentes arañan el suelo para sacarle ávidamente a la tierra los frutos que tan raquíticamente les proporciona?

Y esto encendió otra serie de preguntas que nunca se me hubieran ocurrido, y entonces entendí el sentido de lo que mi madre me hizo prometerle en su lecho de muerte. ¿Por qué estuve rezando inútilmente por muchos años el “padrenuestro” sin adivinar su sentido? ¿Cómo podía yo llamar “Padre nuestro” a Dios si yo tenía condenados a esos hermanos nuestros a una situación infrahumana? ¿Con qué derecho podía yo llamar hermanos nuestros a esas pobres gentes si desconocía todo sobre ese Padre nuestro tan olvidado en mi propia vida? Bendita de mi madre que colocó un tesoro en mi corazón, que llegó a tiempo, justo cuando lo necesitaba, para entender a esas gentes y a hacer los cambios y los ajustes en mi vida, para sentirme verdaderamente solidario con mis hermanos, para tender puentes y ayudarles a que pudieran salir de su terrible situación.

Y así fue como me puse en obra, y abriendo el Evangelio de San Lucas fui descubriendo la gran riqueza, y gran tesoro que significa en los labios y en el corazón de los hombres, la enseñanza de Jesús. Éste, aunque era el Hijo de Dios, no podía desentenderse de su condición humana, y como tal, como hombre, sentía la necesidad de la oración para darle sentido a su vida y para preparar el camino para llegar a los hombres, teniendo de su lado al Dios de todos los cielos. Comencé a sentir una gran emoción con solo comenzar a saborear las primeras palabras: “Padre nuestro”. Ya no tendría que llamar a Dios con otras palabras, rimbombantes, esmirriadas, chocantes. Desde entonces habría que decir simplemente Padre mío, Padre nuestro, papacito, Papi como dicen los niños hoy. Dios no necesita que le agreguemos títulos basta con que le llamemos Padre, para que él vuelva los ojos a nosotros sus hijos, para poder colgarnos de su cuello. Con cuánta razón la Iglesia siempre que ora con sus hijos, siempre se dirige al Padre, casi nunca directamente a Cristo o al Espíritu Santo y nunca a los santos, pues es el Padre el dador de todos los bienes.

Qué bien hizo Cristo al dejarnos un modelo de oración, algo que al Padre le agrade oír de sus hijos, y recordé, yo que soy padre, cómo mi hija, siempre que quiere conseguir algo de mí, primero me pregunta sobre mi trabajo, o sobre el último partido de mi equipo favorito, y ya la puerta está abierta para recibir su petición, por eso Cristo nos invita, antes de entrar a pedirle a Papá Dios lo que necesitamos, que nos interesemos por él mismo: “santificado sea tu nombre, venga tu Reino”, o sea que todos los hombres te amen, que todos los hombres te conozcan y que todos los hombres lleguen a sentir lo maravilloso y misericordioso de tu corazón de Padre.

Y después ya todo son peticiones, ya sabemos que el Padre nos quiere, y por eso le pedimos el pan de cada día, el pan y la subsistencia pero no solo para mí, sino para todos los hombres. En la explicación que Cristo hace para que entendamos mejor su “oración”, pone a un hombre que viene de noche a pedir panes para poder atender a un visitante que llegó de improviso y al que no podría socorrer si no recurría precisamente al vecino. Insiste oportuna e inoportunamente en pedir panes y ante la insistencia, se le conceden, pero no para él precisamente sino para su invitado. Yo no puedo pedir comodidades cuando veo que mi hermano sufre de hambre, y no puedo pedir el pan para mi mesa cuando a mi hermano le falta aún una sencilla y humilde tortilla.

Pero no sólo es el pan el que se necesita en la mesa del hombre, también está la necesidad del perdón, primero para nuestro prójimo, el que nos ha ofendido, pero también la súplica de perdón a los que hemos lastimado, para poder después levantar la vista y pedir perdón al Buen Padre Dios, pero de la misma manera en que nosotros hemos perdonado.

Y finalmente, está también la súplica, pidiendo fortaleza, pues en nuestra vida tenemos tropiezos y dificultades para seguir los caminos del Señor y para conseguir una sociedad en la que haya oportunidades para todos, donde no haya personas de segunda o de tercera categoría, donde no tengamos personas desecho, donde no tratemos de deshacerlos de las gentes que ya lo dieron todo y que no ha guardado nada para sí: “no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”.

Me permito comentar, finalmente, Padre Alberto, que no entiendo porqué no incluyó Cristo en su oración del Padre nuestro algo que él mismo dice en su comentario: Si ustedes que son malos saben dar cosas buenas a sus hijos, con mayor razón mi Padre les dará a ustedes el don del Espíritu Santo, el fruto más exquisito de la Redención y de la Mediación de Cristo Jesús”.

Danos tu comentario