Nada menos que todo un Dios


Nada menos que todo un Dios.
¿Quién es Jesús?

Si el lector -que lleva ya leídos varios centenares de páginas de esta obra- saliera por un momento del anonimato y preguntase al autor qué es lo que, ante todo, siente al escribir una vida de Cristo, éste, tratando de resumir sus sentimientos en una sola palabra, diría: vértigo. Si, vértigo; la sensación de que uno puede girar libremente en torno a la figura de Jesús, pero que, si se decide a asomarse a su fondo. la cabeza comenzará a dar vueltas y el corazón sentirá, al mismo tiempo, atracción y terror. Si, nada más hermoso que esta tarea; nada más empavorecedor también. El escritor podría usar las palabras como el albañil los ladrillos: sin mirarlos siquiera. Pero, si se detiene a contemplar lo que está diciendo. cuando, por ejemplo, escribe que Jesús era «nada menos que todo un Dios» entonces experimenta esa mezcla de júbilo y espanto que deben sentir los enamorados, los locos o los místicos cuando comprenden que están viviendo sobre una verdad que. por un lado, no puede dejar de ser verdadera y, por otro, les resulta tan alta, hermosa y terrible, que temen habérsela inventado. Entonces el escritor siente la tentación de callarse, de dejar sus páginas en blanco y abandonar al lector ante la pura lectura de los textos evangélicos. Luego vence su miedo y comienza a escribir humildemente, renunciando a todo esfuerzo demostrativo, sabiendo que sus palabras nada pueden añadir para clarificar el misterio, sino que son simples trampolines desde los que el lector tiene que atreverse, o no, a dar el salto hasta la fe, que no se construye ni cimienta sobre palabras. El escritor sabe muy bien que hay un lugar y un momento en que los libros y la ciencia concluyen y sólo queda descender de lo que uno ha visto y vivido y proclamar, como el centurión al bajar del Calvario: Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios (Mc 15, 37).


La visión de los racionalistas

RENAN/V-DE-J: Aquí es donde el hombre debe tomar la gran opción: o Jesús era como querían los racionalistas -un hombre magnífico, un genio excepcional, un profeta del espíritu, pero nada mas. O era y es Dios en persona, el Dios a quien amamos y adoramos. El racionalismo del siglo pasado tejió una complicadísima tela de araña para autoconvencerse de que todo en el evangelio tenia una explicación «razonable» que no obligase a realizar ese vertiginoso «salto». Jesús sería -desde su punto de vista, tal y como lo resumió Renán- un hombre excepcional que caló como nadie en el concepto de la divinidad. De ahí sacó su fuerza. El más elevado sentimiento de Dios que haya existido en el seno de la humanidad fue sin duda el de Jesús. Pero no era sólo un concepto: Jesús vivía y se sentía en relación con Dios como un hijo respecto a su padre, una relación que es para Renán puramente moral. Su encuentro con el Bautista será el detonador de esa vocación de Jesús. Al oir a Juan hablar del reino de Dios que viene, Jesús -escribe- siente que la persuasión de que él haría reinar a Dios se apodera de su espíritu; se considera a sí mismo como el reformador universal. En su heroico acceso de voluntad se cree todopoderoso. La predicación de Jesús tendría, así, origen en un complicado esfuerzo de autosugestión religiosa. La gente comenzaba a ver maravillas en todo lo que Jesús decía y hacia y él, según ·Renan, dejaba que la gente se lo creyera porque esto servia a su obra. Iba progresivamente aceptando los títulos mesiánicos que la gente le atribula. Y poco a poco se los iba creyendo él mismo. En aquel esfuerzo, el más vigoroso que haya hecho la humanidad para elevarse sobre el barro de nuestro planeta, hubo un momento en que olvidó los lazos de plomo que la ligan a la tierra. Progresivamente Jesús habría ido creyéndose que tenia poderes sobrehumanos, ya que, en realidad, el eminente idealismo de Jesús no le permitió nunca una idea clara de su personalidad. Por eso, poco a poco, fue creyendo que él y ese Padre a quien tanto amaba eran una misma cosa.

Se atribuía la posición de un ser sobrenatural y quería que se le considerase respecto a Dios en una relación más inmediata, más intima que los demás. Embriagado de amor infinito, olvidaba la pesada cadena que retiene cautivo al espíritu, y franqueaba de un solo salto el abismo para muchos infranqueable, que la pobreza de las facultades humanas traza entre el hombre y Dios.

En los últimos días de su vida, escribe Renán: Arrastrado por esa espantosa progresión de entusiasmo y obedeciendo a las necesidades de una predicación cada vez más exaltada, Jesús ya no era dueño de si mismo. Hubiérase dicho a veces que su corazón se turbaba. Su apasionadísimo temperamento le llevaba a cada instante fuera de los limites de la naturaleza humana.

Ya sólo faltaba su trágica muerte para terminar de sugestionar a los que le rodeaban. Al faltar él, tan profunda era la huella que había dejado en el corazón de sus discípulos y de algunas amigas adictas, que por espacio de varias semanas Jesús permaneció vivo, siendo el consolador de aquellas almas. Si a eso se añade la imaginación de María de Magdala ya era suficiente para que naciera la leyenda de su resurrección. Y así -escribe Renán- ¡Poder divino del amor! ¡Sagrados momentos aquellos en que la pasión de una alucinada dio al mundo un Dios resucitado! De ahí nació media historia del mundo. ¿Qué pensará el futuro? Renán no lo sabe. Pero está seguro -y así concluye su obra- de que cualesquiera que sean los fenómenos que se produzcan en el porvenir nadie sobrepujará a Jesús. Su culto se rejuvenecerá incesantemente; su leyenda provocará lágrimas sin cuento; su martirio enternecerá los mejores corazones y todos los siglos proclamarán que entre los hijos de los hombres no ha nacido ninguno que pueda comparársele.


Una hermosa novela

Ha pasado sólo un siglo y hoy nos maravillamos de que esta hermosa novela psicológica pudiera producir tan hondo impacto en quienes entonces la leyeron. La historia de Jesús había quedado reducida a la leyenda de un loco pacífico, un loco magnífico eso sí, pero loco: un enfermo mental seguido por unas docenas de también estupendos enfermos mentales. Ello no obstante, ese loco habría sido lo mejor de la historia y esas docenas de enfermos habrían desencadenado el movimiento más puro conocido por la humanidad. Los milagros no habrían existido, según Renán, pero, milagrosamente, todo el mundo se los habría creído. Habrían sido una mezcla de fraude y santidad, pues Jesús habría engañado a los hombres guiado por sus altísimos ideales éticos de llevar a los hombres a Dios... aunque fuera a través de la mentira de que él era Dios. Mentira, que, por otro lado, lo habría sido sólo a medias, pues ese hombre excepcional habría terminado, a pesar de su excepcionalidad, por creérsela. ¡En verdad que la vida de Cristo es mucho más milagrosa en Renán que en los evangelios! Su afán por negar lo sobrenatural en la vida de Jesús le lleva a dar explicaciones que son, en rigor, mucho más difíciles que la simple aceptación del milagro. Son, en verdad, mucho más coherentes las posturas de quienes pintan a Jesús como un farsante. Porque, además, todo el complicado tinglado psicológico montado por los racionalistas, tiene bien poco que ver con los datos que nos ofrecen los evangelios que en parte alguna muestran esa famosa evolución progresiva de la conciencia de Jesús en lo substancial. Convendrá, por ello, que, antes de comenzar la narración de la predicación y obras de Jesús, nos detengamos aquí para hacernos una pregunta fundamental para conocer quién era él: ¿Qué decía Jesús de sí mismo? ¿Qué conciencia tenía de su personalidad? ¿Cómo se definió con sus palabras y con su modo de vivir y de obrar? En rigor sólo él podía dar la explicación clara y definitiva a la gran pregunta de quién era Jesús.


El mensajero del Reino

La primera sorpresa en nuestra investigación nos la da el hecho de que Jesús no parece tener gran interés en explicarnos quién es. Su predicación no se centra en la revelación acerca de su propia persona, sino en el anuncio de la buena nueva de la proximidad del reino de Dios. En ningún momento tuvo -como otros taumaturgos- la angustia de explicarse a si mismo y de demostrar quién era. Si algo dice y si algo demuestra, será sobre la marcha, con la más soberana naturalidad, como si en realidad no necesitase demostrar nada. Su evangelio -para desesperación de los inteligentes- es lo más lejano a una apologética escolástica. Se pregunta Greeley:

¿Por qué no se preocupó Jesús de darnos por anticipado respuesta a las preguntas que nosotros juzgamos hoy importantes? ¿Por qué no nos dejó unos profundos razonamientos sobre la Trinidad, la encarnación, la infalibilidad pontificia, la colegialidad de los obispos o muchas otras importantes cuestiones teológicas? Las cosas nos hubieran resultado así mucho más fáciles, o al menos así lo creemos nosotros.

Pero a Jesús no parece preocuparle el facilitar las cosas, casi se diría que, por el contrario, ama el dejarlas claras a medias. Quizá porque la adhesión que él pide no es la misma que damos al matemático que demuestra que dos y dos son cuatro; quizá porque pide un amor y una fe que cuentan con unas bases racionales, pero en ningún modo son la simple consecuencia de un simple silogismo. Jesús enfrenta a los hombres con su persona y se siente tan seguro de si mismo que parece molestarle el hecho de tener que ofrecer, además, signos probatorios. Y esto desde el primer momento en que llama a los primeros apóstoles. Este no centrar su predicación en su persona y el no esforzarse especialmente en mostrar su poder son ya dos datos absolutamente nuevos en el mundo de los grandes líderes de la humanidad. Sin embargo, al exponer su mensaje, Jesús hablará inevitablemente de si mismo, especialmente cuando tanta relación pone entre la entrada en el Reino y la adhesión a él. Pero, aun cuando hable de sí mismo, lo hará no como una autodefinición personalista, sino como algo que forma parte -y la sustancial- de su mensaje del reino de Dios que llega, que ya ha llegado.


Maestro y profeta

J/MAESTRO: El primer título que sus contemporáneos dan a Jesús es el de «Maestro» (a veces en la forma de «Rabbi» o de «Rabboni»). Así le llaman antes de oírle siquiera hablar -impresionados, sin duda, por su porte- los primeros discípulos: Maestro ¿dónde moras? (Jn 1, 38). Así le bautizarán las gentes que se quedan admirados de su enseñanza (Mt 7, 28). Y con este titulo de respeto -tanto más extraño cuanto que carecía de toda enseñanza oficial para poseerlo- Ie tratarán siempre los fariseos: ¿Por qué vuestro maestro come con los pecadores? (Mt 9, 11). ¿Por qué vuestro maestro no paga el didracma?´ (Mt 17,23), preguntarán a los apóstoles. Y con este titulo se dirigen a él: Maestro, sabemos que has venido de Dios (Jn 3, 2). Maestro. sabemos que eres veraz (Mt 22, 16). Maestro, ¿cual es el mandato mayor de la ley? (Mt 9, 16). Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en adulterio (Jn 8, 4). Con el titulo de «Maestro» se dirigen a él sus íntimos. El Maestro está ahí y te llama (Jn 11,28), dice Marta a María. Y María le llamará Rabboni cuando le encuentre resucitado (Jn 20, 16). Con ese nombre se dirigirán a él casi siempre los apóstoles. ¿Acaso soy yo, Maestro?, preguntará Judas en la cena (Mt 26, 25). Y con un Ave, Rabbi, le traicionará (Mt 26, 49). Y Jesús aceptará siempre con normalidad ese título que usará él mismo en su predicación: No es el discípulo mayor que el maestro (Mt 10, 24) o cuando envíe a sus apóstoles a preparar la cena les ordenará que digan al hombre del cántaro: El maestro dice: Mi tiempo está próximo, quiero celebrar en tu casa la pascua (Mt 26, 18). Reconocerá incluso que ese título le es debido: Vosotros me llamáis maestro y señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro maestro... (Jn 13, 13). Sólo en una ocasión tratará de quitar a esa palabra todo lo que puede encerrar de insensato orgullo: Ved cómo los fariseos gustan de ser llamados Rabbi por los hombres. Pero vosotros no os hagáis llamar Rabbi, porque uno solo es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. No os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, el Mesías (Mt 23, 7). Palabras importantes por las que Jesús no sólo acepta ese titulo, sino que lo hace exclusivo suyo. El no sólo está a la altura de los doctores de la ley, sino muy por encima de ellos y de la ley misma.

J/PROFETA: El mismo pueblo comprende pronto que el título de Maestro es insuficiente para Jesús: no sólo enseña cosas admirables y lo hace con autoridad (Mc 1, 27), sino que, además, acompaña sus enseñanzas con gestos extraordinarios, con «signos» y «obras de poder» (I Tes 1,5), fuera de lo común. Hoy hemos visto cosas extrañas (Lc 5, 25), dicen al principio. Y enseguida comentan: Un gran profeta ha salido entre nosotros. Y se extendió esta opinión sobre él por toda la Judea y por toda la comarca. (Lc 7, 14). La samaritana se impresionará de cómo Jesús conoce su vida y dirá ingenuamente: Señor, veo que eres un profeta (Jn 16, 19). Y los dos discípulos que caminan hacia Emmaus dirán al peregrino: ¿Tú eres el único que vive en Jerusalén y no sabes lo que ha pasado aquí estos días? Lo de Jesús Nazareno, que llegó a ser profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo (Lc 24, 18). Y junto a estas expresiones que pintan a Jesús como un profeta, encontramos algunas, que aún son más significativas: las que hablan de Jesús como de el profeta. En la entrada en Jerusalén oímos a la gente aclamar a Jesús, el profeta (Mt 21, 10) y mezclar esta exclamación con la de Hijo de David. Tras la multiplicación de los panes escuchamos de labios de la multitud la exclamación: Este es el profeta que ha de venir al mundo (Jn 6, 14). Y, cuando en la fiesta de los Tabernáculos, queda la gente subyugada ante sus palabras exclama: Verdaderamente es él, el profeta (Jn 7, 40). ¿Qué quería decir la multitud con esos apelativos? Algo no muy concreto, pero sí muy alto. En la esperanza mesiánica de la época de Jesús había aspectos muy diversos entre los que no había perfecta coherencia. Se esperaba, sí, un profeta excepcional en el que se cumplirían todas las profecías anteriores. Para unos éste seria un profeta diferente a todos los demás, para otros se tratarla del regreso de alguno de los grandes profetas de la antigüedad: Moisés, Enoch, Elías, Jeremías... Esta espera era general, pero adquiría formas diferentes según las diversas escuelas. Como explica Cullmann: Atribuyendo a Jesús este título con más o menos claridad, la muchedumbre palestinense manifiesta una convicción cargada de sentido. La función del profeta del fin de los tiempos consistía, según los textos judíos, en preparar por la predicación el pueblo de Israel y el mundo a la venida del reino de Dios; y esto, no a la manera de los antiguos profetas del viejo testamento, sino de una manera mucho más directa, como precursor inmediato de la llegada de este reino. Los textos ven a este profeta que viene armado de una autoridad inigualable; su llamada al arrepentimiento es definitiva, exige una decisión definitiva; su predicación tiene un carácter de absoluto que no poseía la predicación de los antiguos profetas. Cuando llega el Profeta que ha de venir, cuando toma la palabra, se trata de la última palabra, de la última ocasión de salvación ofrecida a los hombres; porque su palabra es la única que indica con toda claridad la llegada inminente del Reino.

¿Aceptó Jesús el titulo de profeta que las gentes le daban? Parece ser que sí, pero sin ninguna precisión, responde Duquoc. Efectivamente Jesús explica la incredulidad de los nazarenos diciendo que ningún profeta es reconocido en su patria (Mc 13, 57) y más tarde comenta con sus discípulos que no conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén (Lc 13, 33). Pero la misma vaguedad de estas alusiones señala que Jesús en parte se parece y en parte se diferencia de los profetas. Tiene, como ellos, la misión de trasmitir la palabra divina y de enseñar a los hombres a percibir el alcance divino de los acontecimientos.Pero el modo de realizar su misión es muy distinto al de todos los profetas del antiguo testamento. Estos reciben de fuera la palabra de Dios; a veces -como en Jeremías- la reciben a disgusto y quisieran liberarse de ella: otras -como en Amós- el profeta se siente arrebatado de su rebaño humano. Jesús, en cambio, habla siempre en su propio nombre. Trasmite, sí, lo que ha oído a su Padre, pero lo trasmite como cosa propia: «Pero yo os digo..». Es un profeta, pero mucho más.

J/VERDAD: En algo, en cambio, sí asimila su destino al de los profetas: Jesús morirá como ellos a causa de su testimonio (Mt 23, 37). También él será perseguido por sus compatriotas y también su muerte se deberá a su fidelidad al mensaje que trae. Sólo que en el caso de Cristo. ya que es más que un profeta, su muerte en frase de Duquoc- no será solamente un testimonio de fidelidad, sino, además, será la salvación para todos los que crean. Porque la verdad de Jesús no sólo es verdadera, sino también salvadora. Los otros profetas anunciaron; él, funda.


Mesías sin espada

J/MESIAS: De todos los titulas referidos a Jesús el que la Iglesia primitiva enarbolaba con más orgullo era el de Mesías, que es la castellanización del Mashiah (ungido) hebreo, sinónimo del Xristos (Cristo) griego. Veinte siglos después, esta forma griega se ha convertido en nombre propio de Jesús y se ha hecho tan común que hasta los cristianos ignoran que el nombre que ellos llevan significa exactamente «los mesiánicos», «los del Ungido». En tiempos de Jesús esta palabra estaba cargada de significados. Y no siempre unívocos. El nombre de Mesías, aplicado al representante de Yahvé en los días de la llegada escatológica de su reino, aparece por primera vez en el Salmo 2, 2 (se reúnen los reyes de la tierra... contra Yahvé y su ungido), pero ya antes se había aplicado al rey de Israel (I Sam 2, 10), a los sacerdotes (Ex 28, 41) y al mismo rey Ciro, como instrumento de Yahvé para librar al pueblo de Israel de la cautividad de Babilonia (Is 45, 1 ). Es en tiempo de la cautividad, destruida la ciudad santa, cuando la figura del Mesías va a crecer en el horizonte del pueblo judío como la gran figura escatológica que inaugurará la nueva historia, restaurará la dinastía de David y abrirá los tiempos del dominio universal de Israel La dominación romana ayudará a que esta esperanza crezca como el gran sueño colectivo de los judíos. Y esa figura se irá cargando con el paso del tiempo de sentido político y guerrero. En los «Salmos de Salomón» nos encontraremos dibujada con claridad esa figura con un planteamiento triunfalista que señala la hora de «la gran revancha» de los oprimidos:

Suscítales un rey, el Hijo de David, en el tiempo que habrás elegido, para que reine sobre tu siervo Israel; cíñele de tu poder para que aniquile a los tiranos y purifique a Jerusalén de los paganos que la pisotean con los pies...; que los destruya con una vara de hierro; que aniquile a los paganos con una palabra de su boca; que sus palabras pongan en fuga a los gentiles y que castigue a los pecadores a causa de los pensamientos de sus mentes. Entonces reunirá un pueblo santo que gobernará con equidad y juzgará a las tribus del pueblo santificado por el Señor su Dios y repartirá entre ellos el país... y los extranjeros no tendrán derecho a habitar en medio de ellos... Someterá a los gentiles bajo su yugo para que le sirvan y glorificará públicamente al Señor a los ojos del mundo entero y convertirá a Jerusalén en pura y santa, como era al principio.

Esta era la mentalidad que imperaba entre los contemporáneos de Jesús: una mezcla perfecta de lo religioso y lo político, de la piedad y el nacionalismo. Todo, evidentemente, menos la posibilidad de un Mesías que predique un Reino que no es de este mundo (Jn 18, 36) y que salve a su pueblo, no con la espada, sino con su propia muerte. Se entiende bien que Jesús tuviera recelo ante la utilización de una palabra que evocaba en la mente de sus contemporáneos imágenes tan diversas a las del Reino que él anunciaba. Sin embargo, es evidente que Jesús tiene conciencia clara de su mesianismo. Y esto no sólo al final de su vida -como quisieron los racionalistas- sino desde el primer momento de su vida. El mismo Loisy se verá obligado a confesar que el sentimiento religioso y la esperanza de Israel debieron apoderarse de su alma desde la edad más tierna y dominar su juventud, puesto que se le ve a los treinta años, libre de todo compromiso, presto a seguir su vocación que le empujaba fuera de su taller, del hogar paterno y de su país natal. Efectivamente veremos a Jesús, en su primera presentación a sus convecinos en la sinagoga de Nazaret, atribuirse con absoluta naturalidad el texto mesiánico de Isaías (61, 1): El Espíritu santo está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió para predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor (Lc 4, 18).

Y añadir, para que no quede duda alguna, que este programa, tan claramente mesiánico, se cumple este día en él. Y, más tarde, cuando los enviados del Bautista le interrogan sobre si es él «el que ha de venir» (es decir, el Mesías) vuelve a señalar sin rodeos que, en él, se están cumpliendo esos mismos signos mesiánicos de los ciegos que ven, los cojos que andan, los pobres que son evangelizados (Mt 11, 5). Aún será más tajante hablando con la samaritana. Cuando la mujer dice: Yo sé que el Mestas está a punto de venir y que cuando él venga nos aclarará todas las cosas, Jesús responde sin rodeos: Yo soy, el que habla contigo (Jn 4, 26). Más tarde, en Cesarea de Filipos, al preguntar él directamente a los apóstoles quién creen que él es y al responder Pedro: Tú eres el Mesías (Mt 16, 16), Jesús, lejos de reprenderle o corregirle, felicita a Pedro por haber recibido del Padre esta revelación.


El secreto

Hay, sin embargo, un recelo de Jesús ante ese titulo que a tantas confusiones podía prestarse. No rehúsa ese titulo -dice Cullmann- pero tiene, respecto a él, gran reserva porque -como añade Stauffer- considera como una tentación satánica las ideas específicas que a ese titulo iban vinculadas. Por eso nos encontramos en el evangelio nada menos que once ocasiones en las que Cristo pide que no se divulguen sus signos mesiánicos, que los apóstoles no cuenten lo que han visto y trata de cortar las frases en las que los endemoniados proclaman su mesianismo. Es lo que se ha llamado el «secreto-mesiánico». Monloubou resume así las principales razones de este secreto que Jesús se esfuerza en mantener: La primera es que Jesús quiere evitar una falsa interpretación de su doctrina. En estos momentos de espera febril del Mesías ante muchedumbres con expectativa mezclada de auténticos elementos bíblicos y de consideraciones políticas o militares menos puras, Jesús trata de evitar que su doctrina sea ocasión de un entusiasmo que falsearía su verdadero significado. La segunda razón es aún más profunda: Hay acontecimientos que deben producirse en la hora y según el orden prefijado por el Padre únicamente, y la revelación total depende de estos acontecimientos decisivos, es decir: de la muerte y resurrección de Jesús. Entusiasmar a las gentes presentándoles un Mesías que no fuese el Mesías muerto y crucificado falsearía la revelación de los misterios de Dios y colocarla a los oyentes en un camino equivocado. Jesús rechaza esta ambigüedad. Aún podríamos señalar hoy una tercera razón: la experiencia nos está demostrando cómo la tendencia a politizar el mensaje de Jesús -hoy que el mundo está lleno de cristos de «derechas» y cristos de «izquierdas» es una tentación permanente de la humanidad, que parece destinada a pasarse los siglos oscilando entre un cristo-emperador, que protege el orden social establecido, y un cristo-guerrillero, que lo revoluciona política y económicamente. No era infundado, evidentemente el temor de Jesús.


El hijo de David

Algo muy parecido ocurría con el otro titulo mesiánico de «hijo de David». Según la profecía de Isaías (7, 14; 9, 1; 11, I ) el Mesías sería descendiente de la dinastía de David. Y las palabras de Miqueas (5, 1) sobre su nacimiento en Belén lo confirmaban. Y los evangelistas, tanto en las genealogías como en todo el evangelio de la infancia, parecían tener un muy especial interés en recordarlo. Más tarde veremos que muchas veces en su vida pública, Jesús es proclamado «hijo de David» sin que él se oponga a ello. Los ciegos piden su ayuda invocándole con ese nombre (Mt 9, 27). Así le llama Bartimeo (Mc 10, 47). Y la misma conclusión sacan las muchedumbres tras la curación del endemoniado ciego y mudo (Mt 12, 23). Pero es, sobre todo, en la entrada de Jesús en Jerusalén, cuando toda la turba convertirá el grito de «hijo de David» en una aclamación entusiasta (Mt 21, 1; Mc 11, 10). Y, nuevamente, encontramos la misma postura ambigua de Cristo ante esta aclamación. En algunos momentos parece rechazar el titulo, en otras -como en la famosa polémica con los fariseos en Mc 12, 35- parece hasta poner en duda la ascendencia davídica del Mesías; en otros -como en la entrada en Jerusalén- parece agradarle el recibir ese titulo como homenaje. Y es que también aquí nos encontramos ante un titulo que podía resultar confuso para quienes lo oían entonces, al unir también los aspectos religiosos con los políticos.


El Hijo del hombre

Jesús parece tener, en cambio, especial amor a otro titulo, que es el que casi siempre usa para denominarse a si mismo: Hijo del hombre, una extraña locución que él cargará de nuevo sentido. En rigor «Hijo del hombre» quiere decir simplemente «miembro de la raza humana» y podría traducirse por «un hombre cualquiera» o más sencillamente por «hombre». Pero en los escritos apocalípticos de la época anterior a Cristo este titulo se habla cargado de un nuevo sentido, a partir, sobre todo, del libro de Daniel (7, 15) en que se nos describe un «hijo del hombre» que viene de las nubes en contraposición a las bestias que vienen del mar y que simbolizan los imperios del mundo. De ahí que los israelitas más piadosos comenzasen a aplicar esa frase a la misteriosa personalidad que un día vendría a rescatar a su pueblo. La autenticidad de este titulo (frente a algunos críticos racionalistas que la ven como un añadido atribuido a Jesús por la Iglesia primitiva) la demuestra el hecho de que desaparece totalmente de los escritos de la Iglesia primitiva y de las mismas epístolas paulinas. Y el otro dato significativo de que. apareciendo más de ochenta veces en el texto evangélico, ni una sola vez es usada por los amigos o enemigos de Jesús; tampoco aparece en los comentarios hechos por los evangelistas; siempre y sólo aparece en labios del mismo Cristo. ¿Por qué razones prefirió Jesús esta denominación? Parecen ser varias: La primera es -según Obersteiner- su carácter encubridor. Es una frase que, a la vez, vela y revela. Llama la atención sobre el carácter misterioso de la personalidad de Jesús, descubre su carácter mesiánico, pero no se presta a interpretaciones politizadas. A ello se añade la plenitud de contenido de la misma frase en si: señala, por un lado, la total pertenencia de Cristo a la raza humana y abre, por otro, pistas para juzgar su tarea mesiánica. Era en frase de García Cordero una expresión ambivalente que servia a la táctica de revelación progresiva de su conciencia mesiánica. Por eso sólo ante el sanedrín, la víspera de su muerte, descorrerá Jesús la totalidad de significación de esa frase al hablar del Hijo del hombre que viene entre nubes a juzgar a los hombres (/Mt/26/69).


El Siervo de Yahvé

Además, aún matiza más Jesús el sentido de esa frase uniéndola con frecuencia a otra complementaria: la de «siervo de Yahvé» que trazara Isaías. Efectivamente, junto a las visiones triunfalistas del Mesías que nos trasmiten muchas páginas del antiguo testamento, no podemos olvidar los capitulas 42, 49, 50, 52 y 53 de Isaías que nos ofrecen la otra cara de la medalla. En ellos se nos describe a un «siervo de Yahvé» que es profeta como Jeremías y rey como David, que resume en síntesis todos los ideales de futuro, pero que los consigue a través de la muerte. En el capitulo 52 vemos a ese siervo que, ante los ojos atónitos de las naciones, camina hacia una muerte infame, la de los criminales e indignos y marcha como un cordero inocente destinado al matadero. Marcha solo porque, al hacerse solidario de un pueblo pecador, llega a cargar con los pecados de todos. Y muere, no solo «por» su pueblo, sino «en lugar» de su pueblo. Curiosamente, esta figura del «siervo» había sido casi totalmente olvidada por la enseñanza rabínica en tiempos de Jesús. Y, cuando se comentaban esos capítulos era para deformar, suavizándolas, sus expresiones. Jesús, en cambio, tendrá siempre presente esa figura en el horizonte de su vida. En Cesarea de Filipo, tras la confesión mesiánica de Pedro, Cristo parece precipitarse a aclarar ese mesianismo: Comenzó a enseñarles cómo era preciso que el Hijo del hombre padeciese mucho y fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los escritas y que fuese muerto y resucitado después de tres días. Y, en no pocos apartados de la vida de Cristo, abundan las alusiones a esa figura del Siervo que pintara Isaías. En su bautismo, Jesús es proclamado Cordero de Dios que quita los pecados del mundo (Jn 1, 29). Y en la última cena Jesús se aplica directamente el texto de Isaías (53, 12) al anunciar su muerte: Porque os digo que ha de cumplirse en mi la Escritura: fue contado entre los malhechores (Lc 22, 37). Así, uniendo los dos títulos de Hijo del hombre y siervo de Yahvé, Jesús ha dibujado lo sustancial de su misión, sin peligro de confusión alguna. Abre la puerta a su misterio, desconcierta a quienes le oyen. Ese desconcierto puede llevarles a la verdad total.


La gran pregunta

La verdad total. ¿Cuál es la verdad total? Hasta ahora hemos girado en torno al misterio, nos hemos aproximado a él. Y produce, efectivamente, vértigo. Sabemos ya que Jesús era más que un maestro, más que un profeta, que se sentía realizador de las promesas mesiánicas, que era más que un hombre, que era «el» hombre que un día vendrá entre nubes para juzgar a la humanidad. Pero aún no hemos hecho la gran pregunta: Este hombre, que en tan intimas relaciones está con Dios ¿se siente distinto a él o se identifica con él? Este Jesús que se coloca a si mismo al lado de Dios ¿es simplemente un ser celestial enviado por Dios o es el mismo Dios en forma humana? Más radicalmente: ¿es una simple criatura -todo lo altísima que se quiera- o es Dios? Sin duda no hay entre todas las preguntas que un hombre puede formularse a si mismo otra más vertiginosa que ésta. Ante nuestros ojos tenemos -escribe Karl Adam- a un hombre de carne y hueso, con conciencia, voluntad y sentimientos humanos, y nos preguntamos: ¿Este hombre es Dios? Teóricamente es una pregunta absurda. Y, sin embargo, es una pregunta necesaria: porque lo que en él vemos no puede ser explicado y comprendido desde un punto de vista humano y porque todo parece apuntar hacia Dios. Si no buscamos en esa dirección, la personalidad histórica de Jesús permanece para nosotros un enigma insondable. Efectivamente: o nos atrevemos a plantearnos con toda claridad esa pregunta o tendremos que prepararnos para no entender nada de la persona y la vida de Jesús. La corriente de la escuela liberal -Renán, Sabatier, Loisy- partirá del supuesto de que una respuesta afirmativa a esa pregunta es imposible. Y buscará explicaciones coherentes. La persona histórica de Jesús -resumirá Loofs- ha sido una persona sólo humana, pero enriquecida y transformada por la inhabitación de Dios, de modo que pudiera llamarse Hijo de Dios. Como tal es el Mediador entre Dios y los hombres, es su revelación, y en este sentido es algo divino. Sobre la base de esta especial presencia de lo religioso en Jesús las primitivas comunidades cristianas habrían vivido un proceso de progresiva divinización de Jesús, llevados de su entusiasmo por el maestro. Algo parecido vienen a sostener algunas cristologías de hoy que actualizan ese planteamiento liberal. Para estos teólogos Jesús sería un hombre «divinizado» en sentido afectivo, no entitativo. Por eso, en lugar de hablar de la divinidad «de» Cristo, prefieren hablar de la presencia de la divinidad «en» Cristo y, en lugar de adorar «a» Cristo, prefieren adorar a Dios «en» Cristo. Jesús, entonces, sería alguien invadido por Dios, pero no sería Dios verdaderamente, sería un hombre religioso excepcional, alguien que sintió más que nadie la vinculación que todos tenemos con Dios, nuestro Padre. Pero una lectura radical de lo que Jesús dice sobre sí mismo en los evangelios y del modo en que actúa en toda su vida, obliga a reconocer que esa unión que Jesús proclama con su Padre va mucho más allá de un simple afecto, de una simple presencia de Dios en él. Y así lo reconocen los cristólogos más coherentes. Indudablemente Jesús creía que Dios era su Padre en un sentido único y excepcional escribe Higgins. Lo cierto es que llamó a Dios su Padre en un sentido único y que estaba convencido de ser hijo de Dios en un sentido especial, único, y predicó y se comportó en consecuencia, señala Fuller. Y Greeley llega a una conclusión: Si se lee el nuevo testamento con la idea de hallar una justificación exacta a las fórmulas de Efeso, y Calcedonia, el resultado será decepcionante. Pero si se busca descubrir lo que Jesús pensaba de si mismo, se impone con fuerza abrumadora la evidencia de que tuvo conciencia de ser Hijo de Dios en un sentido único y excepcional. O era lo que decía o estaba loco. Tendremos, pues, que rastrear atentamente qué dice y qué demuestra Jesús de si mismo.


El escondite

Y la primera comprobación es la de que Jesús actúa respecto a su divinidad como ante su mesianismo: vela y revela. Nunca le oímos llamarse directamente «Dios», ni oímos esas afirmaciones que a nosotros nos encantaría para que todo quedase definitivamente claro: «Yo soy la segunda persona de la santísima Trinidad» o «yo tengo verdaderamente una naturaleza humana y otra divina». Deja esa tarea a los teólogos. El, que pide fe de los hombres, prefiere jugar al escondite con ellos, dejarse ver lo suficiente para que puedan creer y ocultarse lo suficiente para que esa fe tenga el riesgo de los que se atreven a creer. Además, una afirmación totalmente clara de su divinidad, hecha desde el primer momento, no sólo hubiera sido considerada blasfema por quienes le oían, sino que, simplemente, no hubiera podido ser entendida en absoluto. Hemos de situarnos en la mentalidad de un judío de la época que diariamente rezaba en sus oraciones: Escucha Israel, el Señor tu Dios es un Dios único. Los contemporáneos de Jesús -y Jesús mismo- vivían el más rígido monoteísmo. Alguien que se proclamase Dios o Hijo de Dios habría sido visto, no sólo como un loco, sino como alguien contagiado del politeísmo pagano. Nadie hubiera podido comprender que Jesús pudiera ser verdaderamente Dios, sin, por ello, ser «otro» Dios distinto de Yahvé. Jesús tendría que descubrir progresivamente a los suyos que él era verdaderamente Dios, pero que era esencialmente igual a Yahvé, que era Yahvé mismo. Romper o dañar la fe monoteísta de sus contemporáneos -creencia fundamental del pueblo judío y del cristianismo- hubiera sido un daño incurable y fatal. Y ¿cómo hubiera podido comprender entonces alguien que Jesús podía ser hombre a la vez que el Dios único, creador del cielo y la tierra? Jesús tenía tanto interés en mantener ese concepto de la unicidad de Dios como en que se descubriera que él era ese mismo Dios único y vivo. Por ello Jesús -como señala García Cordero- en sus primeras manifestaciones evita declarar su naturaleza superior divina, porque no quiere precipitar los acontecimientos. Sólo al final de su vida pública, cuando se acerca ya el desenlace previsto, empieza a desvelar el misterio de su personalidad divina. No obstante, aunque evita esas formulaciones explícitas de su categoría superior divina, empieza a actuar de un modo que trasciende y supera el modo de obrar y hablar de los más grandes profetas de la tradición bíblica. El gesto, el modo de ser y obrar, van en Jesús -como en casi todos los grandes hombres- por delante de su palabra.


Alguien mayor que Moisés

J/D-O-LOCO: Jesús comienza por presentarse como alguien mayor que todos los profetas: Aquí hay uno mayor que Jonás, mayor que Salomón (Mt 12, 41). Muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros véis y no lo vieron (Lc 10, 24). El mismo Abrahán se regocijó pensando ver mi día (Jn 8, 56). Juan Bautista es más grande que todos los profetas del antiguo testamento y, sin embargo, el más pequeño de los que participen en el reino que Cristo inaugura es más grande que él (Mt 11, 11). Pero Jesús no sólo se pone encima de las personas del antiguo testamento, sino de la misma ley que anunciaron. Quienes le escuchan lo descubren enseguida: Habla como teniendo autoridad y no como los doctores, dicen quienes le escuchan (Mt 7, 29). Efectivamente, los escribas de su época cuidaban siempre muy mucho de apoyar sus palabras en testimonios o de la palabra de Dios o de otros maestros. Jesús, jamás cita autoridad humana alguna. Se contrapone incluso a lo que otros enseñan: Habéis oído que se dijo a los antiguos... Pero y o os digo... (Mt 5, 21; 5, 27; 5, 38). Y se coloca por encima de la ley puesto que la corrige como si fuera un nuevo Moisés. Da, sin más, por abolidas la ley del talión y la del divorcio; prohíbe los juramentos; rechaza el odio al enemigo. Ningún profeta -comenta García Corde- no se había atrevido a corregir la ley mosaica. Jesús se considera superior a ella y declara que, aunque no ha venido a abolirla, sí a completarla. Estas afirmaciones -podemos concluir con el mismo autor- son o de un megalómano paranoico o de una personalidad excepcional que rebasa todos los módulos de los genios religiosos de la historia de Israel. Y subrayemos que, al corregir la ley, ni siquiera apela a poderes especiales que Dios hubiera podido concederle, sino que lo hace como en virtud de su derecho propio. Nunca usa las palabras que decían los profetas para señalar que eran enviados por Dios: Así habla el Señor. Al contrario, subraya que obra por cuenta propia, por su autoridad: Pero y o os digo...


Señor del sábado y mayor que el templo

Daremos dos pasos más si vemos que Jesús se considera y se presenta como superior a las dos instituciones más altas y venerables de la sociedad judaica de su época: el templo y el sábado. Sobre ambos temas habremos de regresar con más detención. Baste aquí señalar este dato sorprendente de que Jesús se estima superior al templo, morada de Dios para sus contemporáneos. Lo proclama sin vacilaciones: Pues yo os digo que aquí está uno mayor que el templo (Mt 12, 6). Presenta su cuerpo como el mismo templo (Jn 2, 19) y a la samaritana explica que, al llegar él, ha venido la hora en que ya no será necesario acudir al templo, sino que bastará rezar a Dios en espíritu y en verdad (Jn 4, 24). Lo mismo ocurre con el sábado. Siendo como era institución de Dios, se presenta a si mismo como señor del sábado (Mt 12, 8) que puede, por tanto, dispensar de su cumplimiento y afirmar que, desde él, el sábado está ya al servicio del hombre y no a la inversa (Mc 2, 27). Aún más sorprendente el hecho de perdonar los pecados, privilegio absolutamente exclusivo de Dios y que Jesús se atribuye a si mismo como poder propio del Hijo del hombre (Mt 9, 1; Mc 2, 1; Lc 5, 17). Nunca ningún profeta del antiguo testamento se abrevió a llegar tan lejos. Sabían bien que, siendo el pecado una ofensa a Dios, sólo él puede perdonarlo. Pero Jesús lo hace -y repetidas veces- con la más absoluta naturalidad.


El taumaturgo

No vamos a detenernos aquí ni en el hecho, ni en el sentido, ni en el valor apologético que puedan tener los milagros. Pero subrayaremos un dato: el asombroso modo en que Jesús realiza esos signos. En el antiguo testamento se nos cuentan numerosos milagros hechos por los profetas. Elías y Eliseo resucitan incluso muertos (I Re 17, 19; 2 Re 4, 32). Los mismos rabinos echaban demonios como afirma Jesús (Mt 12, 27). Pero todos estos prodigios se realizan expresamente en nombre de Dios. El profeta taumaturgo es un puro intercesor o intermediario. No así en Jesús. Las curaciones que realiza no son el fruto de su oración que ha sido oída, sino algo que él hace directamente, actuando en nombre propio. Jesús ora al Padre antes de muchos de sus milagros, pero es él y no el Padre quien realiza la curación. Quiero, sé limpio, dice al leproso (Mc 1, 41). Levántate, muchacha, ordena a la joven muerta (Mc 5, 41). Epheta, ábrete, dice a los ojos del ciego (Mc 7, 34). Toma tu camilla y vete a tu casa, ordena al paralítico (Mc 2, 11). Y así lo entienden quienes ven los prodigios. ¿Quién es éste, a quien los vientos obedecen? se preguntan los apóstoles después de la tempestad calmada (Mt 8, 26). Y todos ven su absoluta serenidad, la ausencia de toda crispación, de toda inseguridad o duda antes de hacerlo, la falta de todo asombro o extrañeza cuando los ha hecho. Esta misma naturalidad percibimos en el modo en que Jesús se atribuye a si mismo textos del antiguo testamento referidos a Dios: se llama esposo de Israel (Jer 3. 14: Ez 16, 8), se presenta como el Señor de los ejércitos (Mt 11. 10), como ese Yahvé que obra maravillas (Mt 11, 5). Se atribuye a si mismo una absoluta impecabilidad cuando lanza ese desafío que sólo él se ha atrevido a poner en la historia: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? (Jn 8, 46).


El mensajero es el mensaje

Aún hay algo más sorprendente: Jesús se convierte a sí mismo en centro de su propio mensaje. En todas las religiones históricas el fundador ha tenido un papel preponderante en el contenido religioso de la misma. Pero en ninguna como en el cristianismo ha ocupado tan absolutamente el centro e incluso la totalidad. En rigor puede decirse que el cristianismo es Jesucristo y que todo el mensaje cristiano se resume en la proclamación de que Jesús es el Cristo.

J/CENTRO: Jesús se presenta a si mismo como el comienzo y la plenitud del Reino que anuncia, como la fuente de la que salen todas las energías de la nueva comunidad. El es la viña de la que los demás son sarmientos y éstos vivirán en la medida en que estén unidos a él. Por eso pide una adhesión sin reservas a su persona, con términos como jamás se abrevió a usar hombre ninguno: El que ame a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que ame a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí (Mt 10, 37; Lc 14, 26). El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí (Mt 10, 38). Creed en Dios y en mí (Jn 14, 1). El que no cree ya está juzgado (Jn 3, 18). Aprended de mí (Mt 11, 29) Jamás hombre alguno se ha atrevido nunca a exigir una tal adhesión y entrega a su persona como una obligación de la humanidad entera. Esta «pretensión de Jesús» o esta «conciencia de majestad» -como dicen los exegetas modernos- son algo que se impone con una simple lectura de las fuentes. Podremos revelarnos contra esa pretensión, pero no ignorarla. Jesús evidentemente tenía conciencia de ser mucho más que un hombre, mucho más que un superhombre. Obraba como sólo puede obrar quien se siente y se sabe uno con Dios. Podrá acusársele de loco, de orgulloso, de megalómano, de falsario, pero lo que nunca cabrá es la postura de quienes tratan de elevarle como hombre negándole al mismo tiempo su divinidad. La verdad es que la vida de Jesús desaparece o se convierte en simple locura si se la despoja de esa seguridad que él tiene de ser esencialmente uno con Dios.


Hijo de Dios

Si ahora pasamos de las obras de Jesús a sus palabras tenemos que preguntarnos cómo expresa esa unión con Dios. No podemos esperar lógicamente que lo haga con conceptos filosóficos (que nos hable de unidad de esencia o de distinción de personas). Jesús tiene para expresar esa relación una forma constante: Dios es su Padre, él es su Hijo. Para Bultmann estas expresiones tienen que ser forzosamente añadidos de la comunidad cristiana tomadas de la cultura helenística tras la muerte de Jesús. Piensa que resultaría inconcebible tal expresión dentro del ambiente monoteístico de Israel. Y sin embargo ese titulo de Hijo de Dios existía ya en el antiguo testamento, aunque con significado muy distinto del que le dará Jesús. Israel es mi hijo, mi primogénito se lee ya en el Éxodo (4, 22). Yahvé dice: Yo he llamado a mi hijo fuera de Egipto, se lee en el libro de Oseas (11, 1) y otras varias veces se llama hijo de Dios al pueblo de Israel y éste llama Padre a Dios. Igualmente se llama hijos de Dios a los reyes, a los ángeles y, sobre todo, al Mesías. Pero en todos estos casos no se trata de una unión sustancial del Padre con sus hijos y ni siquiera de una gran intimidad. A lo que esa frase alude es a la condición de elegido para cumplir una misión divina, como señala exactamente Cullmann. Mas en Jesús esa palabra pronto adquiere un sentido absolutamente distinto. Empieza por hablar siempre de «mi» Padre en distinción con «vuestro» Padre que usa cuando habla de los discípulos. Nunca Jesús habla de «nuestro» Padre refiriéndose a él y a los discípulos; solo en el caso del Padre nuestro usa esta forma y eso poniéndolo en boca de los apóstoles. El sabe bien que la paternidad que Dios tiene respecto a él es bien distinta de su paternidad referente a los demás. Sabe también que su filiación es distinta de la de los demás. Y esta conciencia la tiene ya desde niño: ¿No sabíais que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre? dice a María y José cuando le encuentran en el templo (Lc 2, 49). Luego toda su vida será un permanente ensartado de alusiones a «su» Padre. Habla de «mi» Padre que está en los cielos y oye las oraciones de los hombres (Mt 18, 19). Anuncia que en el juicio final dirá a los elegidos: Venid, benditos de mi Padre (Mt 25, 34). Anuncia que ya no beberá el fruto de la vid hasta que beba el vino nuevo en el reino de su Padre (Mt 26, 29). Confiere poderes a sus apóstoles y son los que él ha recibido del Padre celestial: Y yo dispongo del Reino en favor vuestro como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío (Lc 22, 29). En la última cena dice a los apóstoles: Todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer a vosotros (Jn 15, 15). Y, después de resucitado, dice a la Magdalena como recalcando esa distinción de paternidades: Subo a mi Padre y vuestro Padre, y mi Dios y vuestro Dios (Jn 20, 17). Cuando se le pregunta si debe pagar tributo responde que el Hijo no está obligado (Mt 17, 25). Afirma que sus verdaderos hermanos son los que cumplen la voluntad de su Padre que está en los cielos (Mt 12, 50). Esa filiación tiene otras manifestaciones en boca de los demás sin que Jesús la contradiga. En el Jordán la voz de lo alto dice: Tú eres mi Hijo muy amado (Mc I, 11). Los posesos le proclaman Hijo del Dios altísimo (Mc 5, 7). Pedro le confiesa: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 17). Los dirigentes judíos le quieren lapidar porque se consideraba Dios, porque llamaba a Dios su padre, haciéndose igual a Dios (Jn 5, 18). Y Caifás le preguntará directamente si es el Hijo de Dios, el Hijo del Bendito (Mc 14, 62; 26, 63; Lc 22, 70). Un buen resumen de toda esta problemática es el que nos ofrece Oscar Cullmann cuando escribe:

La convicción de ser Hijo de Dios de una manera muy particular y única debió de ser un elemento esencial de la conciencia que Jesús tenía de si mismo. El titulo de Hijo de Dios contiene, efectivamente, también una afirmación de soberanía, de dignidad divina excepcional. Pero ésta pertenece a los más intimo de la conciencia de Jesús, a un más alto grado de soberanía que la implicada en el titulo de Hijo del hombre o en la de Mesías: ella afecta a la constante certeza de una congruencia perfecta entre su voluntad y la del Padre y la alegría de saberse plenamente conocido del Padre. Aquí hay mucho más que la conciencia profética de un hombre que se considera instrumento de Dios... Pues Dios no sólo obra por él, sino con él. Por eso puede arrogarse el derecho de perdonar pecados... Sin duda, él ejecuta también el plan de Dios, como profeta y como apóstol. Pero en todo eso se siente uno con el Padre. Esta unidad es un secreto de Jesús, su secreto más intimo.

Mi Padre y yo somos una misma cosa Esta unión con el Padre, que queda mil veces insinuada a lo largo de toda su vida y de los textos de los evangelios sinópticos, se hace expresa, sin ambages, en las últimas horas de su vida y especialmente en el evangelio de Juan. De hecho -escribe García Cordero- la idea central de este evangelio es la de que Jesús es realmente Hijo de Dios pues ha salido del Padre. Es precisamente esa conciencia de ser unigénito del Padre (Jn 3,16) la que causa las grandes disputas de Jesús con los doctores judíos en las últimas semanas de su vida. Ella es la que le empuja a exclamar: Mi Padre y yo somos una misma cosa (Jn 10, 30) y a proclamar abiertamente: Yo soy Hijo de Dios (Jn 10, 36). Porque yo he salido de Dios y vengo de Dios (Jn 8,42). Yo no estoy solo, sino que el Padre que me ha enviado está conmigo (Jn 8, 16). Si me conocierais a mí conoceríais también a mi Padre (Jn 8,18). Quien me ve a mí ve al Padre (Jn 14, 10) y nadie va al Padre sino por mí (Jn 17, 25) porque todo lo que tiene el Padre, mío es (Jn 16, 11). Eso es lo que cree y proclama. Por decirlo, morirá. Y no se muere por un sueño.


Abba, Padre

Pero aún hay otro dato que nos introduce más en las entrañas del misterio. Joachim Jeremías ha dedicado largas investigaciones a un dato que es testimoniado unánimemente por todas las fuentes que existen: Jesús usa para invocar a su Padre una fórmula absolutamente suya, original, no usada por nadie en todo el mundo judío anterior o contemporáneo. Jesús al invocar a su Padre no sólo usa la fórmula «Padre mío» sino que la usa siempre, con la única excepción del «Dios mío, Dios mío» de la cruz (Mc 15,34), pero, en este caso no hace otra cosa que citar un salmo. En el judaísmo antiguo había una gran riqueza de formas para dirigirse a Dios. Pero en ninguna parte del antiguo testamento se dirige nadie a Yahvé llamándole «Padre». Y en toda la literatura del judaísmo palestino anterior, contemporáneo o posterior a Jesús no se ha encontrado jamás la invocación individual de «Padre mío» dirigida a Dios. Pero aún hay más: tenemos la certeza de que Jesús usaba la fórmula hebrea Abbá como invocación para dirigirse a Dios. Esto es aún más extraño. En el judaísmo helenístico llega a encontrarse algún caso en que se invoca a Dios como «pater», pero -como señala Jeremías- en toda la extensa literatura de plegarias del judaísmo antiguo no se halla un solo ejemplo en el que se invoque a Dios como Abbá, ni en las plegarias litúrgicas ni en las privadas. Incluso fuera de las plegarias, el judaísmo evita conscientemente el aplicar a Dios la palabra Abbá. En cambio Jesús usa siempre esta palabra. Abbá (con el acento en la segunda sílaba) es, por su origen, una ecolalia infantil con la que el bebé, en sus primeros balbuceos, llama a su padre. Es el equivalente a nuestro «papá». En los tiempos de Jesús la palabra había saltado del lenguaje infantil al familiar y no sólo los niños sino también los muchachos y adolescentes llamaban Abbá a sus padres, pero sólo en la máxima intimidad y nunca en público. Llamar con esa palabra a Dios les hubiera parecido una gravísima irreverencia carente de todo respeto. Sin embargo, esa palabra es la que siempre usa Jesús y define perfectamente -señala Jeremías- el meollo mismo de la relación de Jesús con Dios, Jesús habló con Dios como un niño habla con su padre, lleno de confianza y seguro y, al mismo tiempo, respetuoso y dispuesto a la obediencia. Este hecho -el de que alguien se atreva a hablar a Dios así- es algo nuevo, excepcional, algo de lo que nunca se había tenido sospecha.

PATER/ATREVIMIENTO: La misma Iglesia expresará su asombro ante este fenómeno cuando, al comenzar a usar esa palabra como inicial del Padre nuestro, tal y como Jesús ha mandado a sus discípulos, la hará preceder siempre de oraciones que subrayan la audacia de dirigirse a Dios así. Haz -dice una de las oraciones más antiguas de la Iglesia- que seamos dignos de atrevernos a decir, con alegría y sin presunción, al invocarte como Padre, Dios de los cielos: Padre nuestro... Aún hoy repetimos en nuestras misas esa antiquísima expresión (del siglo I: nos abrevemos a decir. Porque, evidentemente, dirigirse a Dios llamándole «papá querido» es algo tan absolutamente sorprendente que debía aterrarnos como una osada blasfemia. Sin embargo, así habló Jesús con plena naturalidad. Porque se sabia maestro, pero más que maestro; profeta, pero más que profeta; hijo del hombre; pero mucho más que un hombre. Se sabia hijo queridísimo de Dios, uno con él e igual a él. Por eso se volvía confiado hacia sus brazos llamándole «papá».


El árbol y sus frutos

¿Podemos dar ya una respuesta -aunque aún sea provisional e incompleta- a la pregunta que abría este capitulo? Sí, podemos. Y la respuesta es muy simple: cualquier lectura imparcial de los evangelios muestra, sin duda alguna, que Jesús se presenta a si mismo como mucho más que un hombre; como la plenitud del hombre; como alguien igual a su Padre, Dios; como Dios en persona. Sin aceptar estas afirmaciones, no puede entenderse una sola página evangélica. Jesús actúa y habla como alguien que tiene poder sobre la naturaleza, sobre la ley, sobre el pecado, sobre la salvación y condenación. Y sus discípulos -aunque no acabaron de entender nada de esto mientras él vivía- así lo confesarán abiertamente en casi todas las páginas del nuevo testamento. Pero esta respuesta que hoy damos es puramente provisional. Jesús debe ser juzgado por sus frutos y a lo largo de toda su vida. Serán, pues, todas las páginas que sigan en la segunda parte de esta obra quienes respondan a esta gran y decisiva pregunta. Porque es exacta la afirmación de Albert Nolan:

Al igual que el árbol del evangelio, Jesús sólo puede ser conocido por sus frutos. Si sus palabras y actos nos suenan a verdaderos, entonces la experiencia de que tuvieron origen no pudo haber sido una ilusión. Una vez que hayamos escuchado a Jesús sin ideas preconcebidas, y una vez que hayamos sido persuadidos y convencidos por lo que Jesús dice acerca de la vida, sabremos que su pretensión de gozar de una experiencia directa de la verdad no era ninguna baladronada.

Es decir: la respuesta a la pregunta que este capitulo plantea no puede ser hoy teórica, construida sólo sobre los argumentos de la apologética, una respuesta que concluya «Cristo es Dios» como concluimos que dos y dos son cuatro. Una «verdadera» respuesta, una respuesta de fe, sólo puede darse cuando se ha vivido y convivido con él, cuando se ha descubierto que, sin él, no sabemos ni podemos vivir, cuando hemos visto hasta qué punto él nos es necesario. La respuesta verdadera es la que da ·Ambrosio-san cuando dice: Todo lo tenemos en Cristo. Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar tus heridas, él es el médico. Si ardes de fiebre, él es una fuente. Si estás oprimido por la iniquidad, él es la justicia. Si necesitas ayuda, él es vigor. Si temes a la muerte, él es vida. Si deseas el cielo, él es el camino. Si buscas refugio de las tinieblas, él es la luz. Si tienes hambre, él es alimento.

Sí, sólo cuando hayamos vivido y experimentado personalmente todo esto, seremos dignos de plantear esa pregunta y estaremos capacitados para hallarle respuesta. Pero, entonces, ya no necesitaremos ni preguntas, ni respuestas.


Y LOS SUYOS NO LE COMPRENDIERON

Fedor Dostoievski ha escrito una de las más bellas y terribles páginas de la literatura contemporánea. Es aquella en la que Cristo, vuelto a la tierra en el siglo XVI, se encuentra en Sevilla con el gran inquisidor. Jesús ha llegado al mundo en silencio, sin anunciarse y el pueblo enseguida le reconoce. El pueblo se siente atraído hacia él por una fuerza irresistible, se aglomera a su lado, le rodea y le sigue. El avanza en medio de las gentes, sonriéndoles con piedad infinita. El sol del amor arde en su corazón, sus ojos irradian luz y virtud que se vierte en los corazones, moviéndolos a un amor mutuo. Levanta sus manos para bendecir a las multitudes y de su cuerpo y de sus mismas vestiduras se desprende una virtud que cura al solo contacto. Un viejo, ciego de nacimiento, grita entre la muchedumbre: «¡Señor, sáname y te veré!» y, como si se le cayesen unas escamas de los ojos, el ciego lo ve. La muchedumbre llora y besa las huellas de sus pies, los niños siembran de flores su camino, cantando y gritando «¡Es él! ¡Es él! ¡Ha de ser él, no puede ser sino él!». Es entonces cuando aparece el gran inquisidor, un anciano de noventa años, alto, envarado, de rostro pálido y ojos sumisos, que despiden chispas de inteligencia que la senectud no ha extinguido. Al ver a Cristo su rostro se nubla, frunce sus espesas cejas, brilla en sus ojos un fuego siniestro y, señalándole con el dedo, ordena a la guardia que lo detengan. ¿Por qué has venido a estorbarnos? pregunta el inquisidor, cuando tiene al hombre delante. Y, ante su silencio, el inquisidor acusa a Cristo de haberse equivocado dando a los hombres libertad, en lugar del pan que los hombres pedían. En rigor, dice, tenía razón el tentador. Te dispones a ir por el mundo y piensas llevar las manos vacías, vas sólo con la promesa de una libertad que los hombres no pueden comprender en su sencillez y en su natural desenfreno; que les amedrenta, pues nada ha habido jamás tan insoportable para el individuo y la sociedad como la libertad. Pero ¿ves esas piedras? Conviértelas en panes y la humanidad correrá tras de ti como un rebaño agradecido y sumiso, temblando de miedo a que retires tu mano y les niegues la comida. Decidiéndote por el pan, hubieras satisfecho el general y sempiterno deseo de la humanidad que busca alguien a quien adorar; porque nada hay que agite más a los hombres que el afán constante de encontrar a quién rendir adoración mientras son libres. Pero tu olvidaste que el hombre prefiere la paz y aun la muerte a la libertad de elegir. Nada le seduce tanto como la libertad de conciencia, pero tampoco le proporciona nada mayores torturas. Y tú, en vez de apoderarte de su libertad, se la aumentaste, sobrecargando el reino espiritual de la humanidad de nuevos dolores perdurables. Quisiste que el hombre te amase libremente, que te siguiera libremente, seducido, cautivado por ti; desprendido de la dura ley antigua, el hombre debía, en adelante, decidir por si mismo en su corazón libre entre el bien y el mal, sin otra gula que tu imagen. Pero ¿no sabías que acabará por rechazar tu imagen y tu doctrina, cansado, aniquilado bajo el pesado fardo del libre albedrío? ¡El hombre es más bajo, más vil por naturaleza de lo que tú creías! Mañana verás cómo, a una indicación mía, se apresura ese dócil rebaño a atizar la fogata en que arderás por haber venido a estorbarnos.


El terrible porqué

Si superamos el chafarrinón caricaturesco de la escena, tenemos que reconocer que, en ella, Dostoyevsky pone el dedo en una llaga terrible: ¿Por qué esas multitudes que tan fácilmente se entusiasman con Jesús, en realidad no le comprenden ni le siguen y terminan conduciéndole a la muerte o aceptándola, al menos? ¿Por que sólo después de la resurrección le entendieron sus apóstoles? ¿Por qué atravesó la historia sin que los «inteligentes» se enteraran? ¿Fue sólo un error de los hombres de aquel momento, fue una culpa del pueblo judío en la que no hubieran incurrido otros pueblos? ¿O es que el hombre tiene el corazón demasiado pequeño o que él señaló metas excesivamente altas? ¿Es cierto que el hombre es más bajo y vil de lo que él se imaginaba? En las páginas precedentes hemos tratado de dibujar ese milagro humano y más que humano, que era la figura de Jesús. Y ahora tenemos que preguntarnos si todo eso fue visto por los que le rodeaban, si quienes le oían sospecharon, al menos, que estaban ante Dios en persona. ¿Le vieron sus contemporáneos tal y como realmente él era?


Rodeado por la multitud

La primera constatación es que Jesús -como en la parábola de Dostoyevsky- consigue un primer éxito fácil: la muchedumbre se va tras él. Asombra ver en las páginas evangélicas cómo magnetiza a las gentes que le siguen por doquier. Casi no hay página evangélica en la que no encontremos a Jesús rodeado por verdaderas muchedumbres centenares, miles de personas. ¿Qué sentían ante él? Dos sentimientos reflejan constantemente los evangelistas, mezclados muchas veces: maravilla y temor. Maravilla y admiración ante sus palabras y, sobre todo, ante sus obras. Cuando acabó estos discursos se maravillaba la gente de su doctrina (Mt 7, 28). Los hombres se maravillaban y decían: ¿Quién es éste a quien los vientos y el mar obedecen? (Mt 8, 27). Se maravillaban las turbas diciendo: Jamás se vio tal poder en Israel (Mt 9, 33, 15, 31; Mc 2, 12). Se admiraban diciendo: todo lo ha hecho bien (Mc 7, 37). Y toda la muchedumbre se alegraba de las cosas prodigiosas que hacia (Lc 13, 17). Pero la maravilla va mezclada con el temor. Tras la curación del paralítico las muchedumbres quedaron sobrecogidas de temor y glorificaban a Dios por haber dado tal poder a los hombres (Mt 9, 8). Y sobrecogidos de gran temor se decían unos a otros ¿quién es éste? (Mt 4, 41). Quedaron todos fuera de sí, glorificando a Dios y llenos de temor decían: hoy hemos visto cosas increíbles (Lc 5, 26; 7, 16). Hay, incluso, un caso en el que este temor es más fuerte que su admiración: tras el milagro de los demonios enviados a los cerdos que se arrojan al mar, el evangelista añade una frase terrible: Y le rogaron que se alejase, porque estaban poseídos de un gran temor (Lc 8, 37). Su agradecimiento por el milagro es pedirle que se vaya, porque ese poder les aterra. A esta extraña mezcla de entusiasmo y temor hemos de añadir otro dato oscuro: esa multitud que le sigue y le escucha, en realidad no se convierte, ni cambia de vida. Jesús lo comprueba, con tristeza, cuando increpa a las ciudades donde mayores milagros ha hecho porque no habían hecho penitencia (Mt 11, 20). Y lo subraya más en aquella frase amarga en la que confiesa que los que le han seguido lo han hecho por fines rastreros: En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto milagros, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado (Jn 6, 26). Además su predicación -como hoy la de tantos sacerdotes- parecía sembrar desconcierto y polémicas. Y había entre la muchedumbre gran cuchicheo acerca de él. Los unos decían: es bueno. Pero otros decían. no, seduce a las turbas (Jn 7, 12). Y se originó un desacuerdo entre la multitud por su causa (Jn 7, 43). Nos equivocamos, pues, si pensamos que sólo entre los fariseos estaban sus enemigos. Estaban también entre la misma multitud que le seguía. Juan lo señala con frase tremenda: Aunque había hecho grandes milagros en medio de ellos, no creían en él (Jn 12, 37). Jesús mismo lo dirá un día, con frase bien triste, al comparar esta generación con esos niños a quienes sus compañeros no logran complacer ni cuando entonan cantos de duelo, ni cuando tocan la flauta y danzan alegres para ellos (Mt 11,16). No entendieron a Juan que traía un mensaje de dura penitencia, no entendieron a Jesús que anunciaba la alegría del Reino. Y los dos fueron conducidos a la muerte sin que las entusiastas multitudes de antes lo impidieran.


La incomprensión de los amigos

Si la turba no le entendió, tampoco le comprendieron los parientes y los amigos. La hostilidad de sus parientes la señalan con claridad los evangelios en muchos pasajes. Apenas comienza a predicar, al enterarse sus deudos, salieron para apoderarse de él, pues se decían: Está fuera de si (Mc 3,21). Ni sus hermanos creían en él dice rotundamente Juan (7,5). Y se escandalizan de él, dice Marcos al contar sus predicaciones en Nazaret (Mc 6, 3). Y Lucas nos cuenta que al oírle se llenaron de cólera (4,28). Jesús tendrá que comprobar por experiencia propia que ningún profeta es tenido en poco sino en su patria y entre sus parientes y su familia (Mc 6, 4). Pero aún es más grave la incomprensión de sus elegidos, de sus amigos del corazón. Le siguen fácilmente, sí. No todos, porque hay quienes se niegan a su vocación. Pero sí muchos de ellos: basta una llamada para que dejen las redes (Mt 4, 20). Le siguen, pero tampoco le entienden. Caminaban tras él, pero iban sobrecogidos, siguiéndole medrosos (Mc 10, 32). Se asustan ante cualquier frase desconcertante: cuando Jesús anuncia lo difícil que les será la salvación a los ricos, ellos se quedaron espantados al oir esta sentencia (Mc 10, 24). Y Jesús tendrá que reprenderles con frecuencia. Por su falta de inteligencia: ¿Tampoco vosotros me entendéis? (Mt 15, 16). Llevo tanto tiempo con vosotros ¿y aún no me habéis conocido? (Jn 14,9). Por su falta de fe, por su presunción, por su violencia, por sus ambiciones. Hay momentos en que a Jesús su compañía parece hacérsele insufrible: Oh, generación perversa, ¿hasta cuándo tendré que estar con vosotros? (Mt 17, 16). Y llega a llamar Satanás a Pedro, cuando éste, sin enterarse de nada, trata de alejarle de su pasión (Mt 16, 23).

¿Le comprendieron sus enemigos? Si esta es la incomprensión de sus amigos, se puede imaginar la hostilidad de sus enemigos. También ellos participaban de la maravilla de las multitudes. Tras una de sus respuestas agudísimas, ellos se quedaron maravillados y se fueron (Mt 22,22). Pero pronto superaron esa maravilla, encontrando soluciones condenatorias: Por medio del príncipe de los demonios expulsa a los demonios (Mt 9, 34; 12, 24). O más tajantemente: Está poseído de Beelzebú (Mc 3, 22). Pero hay algo que desconcierta en estas reacciones de los fariseos: generalmente, es después de un milagro de Cristo cuando adoptan sus posturas más hostiles. Tras las curaciones se llenaron de furor y trataban de ver qué podían hacer contra él (Lc 6, 11). ¿Es que no comprendían o es que trataban de perderle... precisamente porque habían comprendido? ¿Le perseguían por sus blasfemias o -como el gran inquisidor de Dostoyesvsky- porque les estorbaba? La respuesta nos la da Juan: Aún muchos de los jefes creyeron en él, pero por causa de los fariseos no lo confesaban, temiendo ser excluidos de las sinagogas, porque amaban más la gloria de los hombres que la de Dios (Jn 12, 48). Sí, defendían sus intereses, su «orden». Caifás lo confesará rotundamente al afirmar que conviene que un hombre muera por el pueblo (Jn 11, 50).


Un revolucionario

Tenemos que preguntarnos ahora por la raíz de aquellas incomprensiones y de este odio. ¿Se debió todo a la maldad del hombre? ¿A una especial malicia de aquella generación corrompida? ¿O a las dificultades que el propio mensaje de Jesús encerraba? No podemos disculpar a aquella generación. Pero sí es objetivo reconocer que el mensaje de Jesús era radicalmente desconcertante. Todo su modo de ser y de obrar iba contra lo establecido y no debemos vacilar al decir que era un revolucionario del orden imperante. Jesús es alguien que apenas valora los lazos familiares. Rompe con las instituciones de la época. La sangre, para él, es algo secundario y sometido, en todo caso, a los intereses del espíritu. No aprecia ninguno de los valores establecidos. No le interesa el dinero. Se preocupa sólo de pedir a Dios el pan de mañana, sin el menor interés por el porvenir. Se salta las leyes fundamentales. No tiene una veneración exclusiva por el templo. Rompe rígidamente con el precepto sacrosanto del sábado. Apuesta, además, por las clases más abandonadas, por todos los marginados: mujeres, publicanos, pecadores, samaritanos. Si atendemos al derecho entonces en vigor, Jesús es alguien que se salta todas las leyes del «orden». Es, según aquellas leyes, un delincuente, alguien que se coloca sobre la legalidad, es decir: al margen de ella. Para los observadores de su época Jesús es un revolucionario, dice con justicia A. Holl. No un revolucionario negativo, sino positivo, pero un verdadero revolucionario. Seria engañarnos confundir a Jesús con un reformador moderado: en toda su postura hay un neto radicalismo. Crea un orden nuevo (y no como la mayoría de los rebeldes, que en el fondo tienen alma profundamente conservadora) y ese orden nuevo supone la destrucción del entonces imperante. Por otro lado, tampoco tiene Jesús la postura tradicional del asceta que podía haber sido más comprensible para sus contemporáneos. Jesús come y bebe con los pecadores y sus discípulos no ayunan como los ascetas (Lc 5, 33). Se entiende que los fariseos le acusen de corromper a las multitudes cuando le oyen predicar el desprecio a las escalas sociales y a las etiquetas. Pone a un niño -el rango más bajo de la sociedad de entonces- como un modelo al que hay que aspirar; desprecia a los doctores de la ley; critica a los sacerdotes; habla con los samaritanos y cura a los leprosos sin preocuparse de su etiqueta de intocables. Para un fariseo de entonces, la parábola del buen samaritano -en la que se elogia a éste y se critica al sacerdote y al levita- debía de sonar como un manifiesto netamente revolucionario, atentatorio contra todas las reglas sociales. Si a eso se añade el que muchas de sus frases no podían sonar entonces sino como blasfemias, podemos entender que los defensores de aquel orden social-religioso se sintieran, en conciencia, obligados a impedir la difusión de ideas que, para ellos, resultaban corruptoras. Porque Jesús, no sólo criticaba los defectos con que entonces se vivía la ley, atacaba a la misma ley y anunciaba otra diferente, más alta, más pura.


La cercanía del sol

Pero debemos decir toda la verdad: no le entendieron porque era Dios. Y le rechazaron precisamente porque era Dios. Es doloroso decir y reconocer esto, pero la historia del mundo está abarrotada de ese rechazo. ¿Acaso no murieron apedreados y perseguidos todos los profetas? ¿Acaso ha sido dulce la vida de los santos? El hombre odia todo lo que le excede. Ya desde el paraíso, hay algo demoníaco en la raza humana que sigue soñando «ser como Dios» y que la empuja a aplastarle cuando comprueba qué pequeña es a su lado, en realidad. Grahan Greene lo dijo -ya lo hemos citado- con palabras certeras y terribles: Dios nos gusta... de lejos, como el sol, cuando podemos disfrutar de su calorcillo y esquivar su quemadura. Por eso es querida la religiosidad bien empapadita de azúcar, bien embadurnadita de sentimentalismo. Por eso están tan vacíos los caminos de la santidad. Por eso, cuando Dios se nos mete en casa, nos quema. Por eso le matamos, sin querer comprenderle, cuando hizo la «locura» de bajar de los cielos y acercarse a nosotros. Por eso empezamos condenándole a la soledad mientras vivió. ¿Cómo hubieran podido sus contemporáneos -sin la luz de su resurrección y la fuerza del Espíritu- comprender que aquel hombre, que vivía y respiraba como ellos, fuera también en realidad el mismo Dios? Todos los hombres viven en soledad. Y ésta se multiplica en los más grandes. En Jesús esa soledad llegó a extremos infinitos. Los que estaban con él, no estaban en realidad con él. Cuando creían comenzar a entenderle, velan que se les escapaba. El era más grande que sus pobres cabezas y mucho mayor aún que sus corazones. Había tanta luz en él, que no le velan. Sus palabras eran tan hondas que resultaba casi inaudible. Sólo el Espíritu santo daría a los creyentes aquel «suplemento de alma» que era necesario para entenderle. Sólo ese Espíritu nos lo dará hoy a nosotros. Porque... ¿cómo podríamos acusar a sus contemporáneos de ceguera y sordera quienes, hoy, veinte siglos más tarde, decimos creer en él y... seguimos tan lejos de entenderle, tan infinitamente lejos?

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