INSTITUTOS SECULARES SIRVIENDO A DIOS COMO LAICOS
Autor: Germán Sánchez Griese Fuente: Catholic.net
El reto de los laicos
El verdadero apostolado se presenta como un movimiento del corazón del hombre hacia el corazón de Dios, para desde ahí amar a los hombres
El reto de los laicos
Aclarando términos: ¿voluntariado o apostolado?
El Concilio Vaticano II, a través del decreto Apostolicam actuositatem dio un espaldarazo definitivo al apostolado de los laicos. Fuerza y motor de varias iniciativas dentro de la Iglesia, los laicos juegan un papel definitivo para su futuro. No ha sido algo casual, sino inspiración del Espíritu Santo, la forma en que los laicos van tomando conciencia de su misión dentro de la Iglesia, actuando siempre en comunión con la jerarquía y de acuerdo con el magisterio y la tradición. Ha sido, sin lugar a dudas, un despertar provisto de grandes expectativas y no pocas dificultades. Vemos hoy un pulular de iniciativas que confluyen siempre en la edificación de la Iglesia.
Muchas de estas iniciativas, por su misma proveniencia divina, toman formas y características originales, inesperadas y en no pocos casos han causado la perplejidad de algunos. Iniciativas por la paz, por los derechos humanos, por los enfermos de AIDS, por los toxico-dependientes, por las nuevas formas de esclavitud como la prostitución o el trabajo infantil. Da gusto ver familias y jóvenes que renunciando a unas merecidas vacaciones las dedican a la evangelización de los pobres en barriadas, aldeas y puntos a los que el sacerdote difícilmente puede llegar. Movidos por la caridadb>1 , origen de todo apostolado dentro de la Iglesia, los laicos comienzan a ser ya protagonistas en primera persona del devenir de la Iglesia.
Impulsadas también por el Concilio Vaticano II, en el decreto Perfectae caritatis2 , y más concretamente a través de los documentos Vida fraterna en comunidad y Vita consecrata, las religiosas y mujeres consagradas se han dado a la tarea de impulsar a los laicos en numerosas obras de apostolado, siempre de acuerdo con el propio carisma y respetando el estado propio de los laicos, tomando en cuenta que los laicos pueden también recibir el carisma de la propia congregación, adaptándolo a su estado de vida y a sus propias posibilidades. “El Espíritu Santo no sólo confía diversos ministerios a la Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e impulsos particulares, llamados carismas. Estos pueden asumir las más diversas formas, sea en cuanto expresiones de la absoluta libertad del Espíritu que los dona, sea como respuesta a las múltiples exigencias de la historia de la Iglesia. La descripción y clasificación que los textos neotestamentarios hacen de estos dones, es una muestra de su gran variedad: «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para la utilidad común. Porque a uno le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia por medio del mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, el don de profecía; a otro, el don de discernir los espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, finalmente, el don de interpretarlas» (1 Co 12, 7-10; cf. 1 Co 12, 4-6.28-31; Rm 12, 6-8; 1 P 4, 10-11). Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo. Incluso en nuestros días, no falta el florecimiento de diversos carismas entre los fieles laicos, hombres y mujeres. Los carismas se conceden a la persona concreta; pero pueden ser participados también por otros y, de este modo, se continúan en el tiempo como viva y preciosa herencia, que genera una particular afinidad espiritual entre las personas.”3 Las religiosas pueden por tanto hacer partícipes a los laicos del propio carisma para ayudarlos en su compromiso apostólico.
Para darse esta comunicación o participación el carisma en el apostolado, es necesario que la religiosa comprenda específicamente en qué consiste el apostolado de los laicos, puesto que pudieran caerse en varios defectos que inutilizarían esta participación del carisma. Debemos partir del presupuesto que un apostolado o actividad apostólica por parte de los laicos se concibe como resultado de un solo fin: propagar el Reino de Cristo en toda la tierra. “La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo Místico, dirigida a este fin, se llama apostolado, que ejerce la Iglesia por todos sus miembros y de diversas maneras; porque la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Como en la complexión de un cuerpo vivo ningún miembro se comporta de una forma meramente pasiva, sino que participa también en la actividad y en la vida del cuerpo, así en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, "todo el cuerpo crece según la operación propia, de cada uno de sus miembros" (Ef., 4,16).”4
Esta extensión del Reino de Cristo empeña distintos medios y se materializa en distintas formas. El Reino de Cristo 5 al materializarse ya en este mundo requiere de hombres y mujeres que dediquen sus fuerzas para que las realidades temporales queden también impregnadas del reino de Cristo: “Por tanto, la misión de la Iglesia no es sólo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico.” 6
Apostolado es por tanto toda acción que tienda a hacer que llegue el Reino de Cristo, de forma que todas las actividades temporales estén vivificadas por el evangelio. Las realidades temporales abarcan una gama inmensa y por lo tanto las actividades para impregnar de espíritu evangélico dichas realidades, son bastísimas. En esta variedad, entra sin duda alguna la ayuda de la mujer consagrada, quien con su carisma específico puede aportar una metodología, una visión del mundo, una espiritualidad y unos instrumentos específicos para iluminar el apostolado de los laicos. Un laico guiado de la mano del carisma puede hacer maravillas. Metido en el mundo, conoce y tiene acceso a medios y personas a las que la religiosa no podría, no sabría o incluso no convendría que llegara.
Pero, ante la diversidad de actividades que pueden darse para lograr este advenimiento del Reino de Cristo, puede suceder que el esfuerzo sólo quede a medio camino, es decir, que el laico se quede solamente en el saneamiento de las realidades temporales, sin pasar a la evangelización de las mismas. Pensemos por ejemplo en el mundo de la prostitución. Es ésta sin duda alguna, una realidad en contra del mensaje evangélico. Una realidad que hay que combatir y que hay que evangelizar. Quien se queda únicamente en el combate, de forma que desaparezca este tipo de esclavitud y de corrupción, hace el bien, pero puede que se quede meramente en este aspecto humano. Combatir la prostitución es una obligación de la sociedad civil. Pero evangelizar a quienes han caído en la prostitución, o en aquellos que la promueven o la usufructúan forma ya parte de un apostolado.
En los últimos años, por una lectura incompleta o parcial del Concilio Vaticano II, se ha querido reducir la labor de la Iglesia en ciertos sectores a una labor meramente social. Parte de este problema se ha dado por no entender lo que el Concilio Vaticano II deseaba y en parte también por desdeñar la eficacia del evangelio en la solución integral a los problemas del hombre. Se ha hecho una división neta entre bienestar humano y espiritualidad, siendo que ambas realidades son únicas y complementarias.
Benedicto XVI lo ha hecho notar al clarificar la diferencia entre la caridad en la Iglesia y la mera acción social. “Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una « formación del corazón »: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).” 7
Apostolado no es voluntariado, en dónde la acción viene centra únicamente en el hombre. Quien hace voluntariado realiza el bien, pero sólo a nivel humano, es una acción que beneficia a los individuos, a la sociedad. Beneficia a quien la realiza pues su conciencia queda tranquila y contenta. Beneficia a quien recibe la acción, pues logra un mayor bienestar en cualquier nivel. Beneficia a la sociedad por el bien material que se realiza con aquella obra, aliviando alguna necesidad específica. Pero no se hace apostolado. El apostolado parte del hombre, llega a Dios y vuelve a los hombres. Porque el apostolado es un acto de amor que sale del corazón de un hombre y se dirige, en primer lugar a Dios, para luego llegar a los hombres. Se hace el bien, no a los hombres, sino a Dios que se encarna en las necesidades de los hombres. Y la necesidad primordial de un hombre es la de ser evangelizado, es decir, la de ser llevado al encuentro con Cristo, conocer el evangelio y salvar su vida.
No cabe duda que a través de la acción social, del voluntariado se puede encontrar a Dios. “La doctrina de la Iglesia, en efecto, pone de relieve siempre con mayor evidencia los lazos profundos existentes entre las exigencias evangélicas de su misión y el empeño generalizado de los pueblos en favor de la promoción de la persona y de una sociedad digna del hombre. "Evangelizar", para la Iglesia, es llevar la Buena Nueva a todos los estratos de la humanidad y, gracias a su influjo, transformar desde dentro a la humanidad misma: criterios de juicio, valores determinantes, modos de vida, abriéndolos a una visión integral del hombre.” 8 Pero es necesario discernir para no quedarse simplemente en una labor de voluntariado, sino ejercer un verdadero apostolado, de forma que las almas puedan encontrar a Dios. Ya sea las almas que hacen el apostolado y las almas que se benefician del apostolado.
Enseñar a hacer apostolado o formar apóstoles.
En algunos lugares de Occidente, como en Italia, asistimos a un florecimiento de iniciativas de voluntariado tremendo. Las ganas de trabajar y de hacer algo por los demás, especialmente por los más necesitados ha suscitado en todos, especialmente en los jóvenes, iniciativas de diverso género. Pero existe una diferencia fundamental entre voluntariado y apostolado. En el voluntariado, el joven o el adulto se compromete en una acción buena, de ayuda al prójimo, pero que parte del hombre para llegar al hombre mismo. No es, si lo podemos llamar de este modo trascendental, es decir no inicia más allá del hombre, no llega más allá del hombre y utiliza medios humanos.
Ha sido éste quizás uno de los errores que con más frecuencia han cometido los agentes de la pastoral de la caridad. Se han quedado quizás en el hombre, pero no han pasado a la humanidad del hombre, es decir a su parte espiritual, que forma parte integrante de la humanidad del hombre. “Por lo que se refiere al servicio que se ofrece a los que sufren, es preciso que sean competentes profesionalmente: quienes prestan ayuda han de ser formados de manera que sepan hacer lo más apropiado y de la manera más adecuada, asumiendo el compromiso de que se continúe después las atenciones necesarias. Un primer requisito fundamental es la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial. Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una « formación del corazón »: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).” 9 El verdadero apostolado se presenta como un movimiento del corazón del hombre hacia el corazón de Dios, para desde ahí amar a los hombres.
No se trata por tanto de enseñar a hacer apostolado. Si bien es cierto que las necesidades son muchas y que siempre urgirá la posibilidad de hacer el bien, la obra de apostolado no se reduce a una acción. Podemos afirmar que el apostolado es el reflejo, la manifestación concreta de toda una experiencia espiritual, suscitada por Dios en la persona y de la que se desprende, de una forma casi natural y obligada, diversas manifestaciones concretas, entre las que sobresalen las obras de apostolado. Se trata por tanto no de hacer apostolado, sino de ser apóstoles.
Y este ser apóstoles, es producto de la experiencia del espíritu que para las religiosas se traduce en el propio carisma: “El carisma mismo de los Fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (Evangelica testificatio, 11), transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne.” 5 La posibilidad de que la vida consagrada pueda vivir de esta manera el amor y el ejercicio de la caridad se debe, nuevamente, a su origen carismática. La realidad para el fundador no es otra cosa que la necesidad apremiante en la Iglesia, que Dios le ha hecho ver. Vemos aquí también como la vida consagrada cumple con lo que la carta encíclica establece sobre la caridad: “la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros visitados, etc.” (DCE, 31 a).
Habiendo hecho la experiencia del Espíritu y habiendo comprendido el evangelio o el misterio de Dios desde esa experiencia del Espíritu, el fundador experimenta que es Cristo quien sufre de una manera muy especial en la necesidad apremiante. Este aspecto es característico de los fundadores y pieza fundamental para entender el carisma. No se trata de dar una solución humana a la necesidad apremiante. Esto podría hacerlo cualquier persona desde diversos puntos de vista. Se trata más bien de salir al encuentro del Cristo que sufre en la necesidad apremiante. Surge así una transformación de dicha necesidad apremiante. Sigue siendo una necesidad real, encarnada en hombres, mujeres, niños o adolescentes. Pero la transformación que opera la experiencia del Espíritu en esa necesidad apremiante, permite que el fundador penetre espiritualmente dicha necesidad, dicha realidad, y vea a Cristo en esa misma necesidad apremiante de la Iglesia.
Este proceso de ver a Cristo en los hombres tiene su raíz en la necesidad apremiante. Ahí el fundador se siente interpelado por Dios para dar una solución, una respuesta a dicha necesidad que experimenta la Iglesia. La primera transformación a la que da origen la experiencia del Espíritu es la capacidad de ver dicha necesidad apremiante bajo un prisma sobrenatural. El fundador no es sólo un filántropo que busca hacer el bien a la humanidad, poniendo remedio a una necesidad específica en un tiempo determinado. El fundador, bajo la inspiración de Dios, ve en la necesidad específica a una parte de la Iglesia que necesita ayuda. Logra ver en cada persona una parte del Cristo que sufre en esta tierra. A partir de la experiencia personal espiritual lee el evangelio y entiende el misterio de Dios desde un prisma específico. Las órdenes hospitalarias, por ejemplo, captarán el Cristo que busca ser acogido en la figura del samaritano, o se identificarán en la parábola de Dios cuando el Señor reconoce a los que le hicieron el bien entre los “más pequeños”. Y así, cada uno de los fundadores verá que es a Cristo, a través de la necesidad apremiante, a quien se ayuda, a quien se le hace el bien, a quien se quiere servir11 .
Esta relación personal con Cristo, que se verifica a través de la necesidad apremiante, en una realidad concreta, permite al fundador establecer una escuela de apostolado muy específica en la que sus métodos, sus directivas, sus indicaciones no deberán ser consideradas como emanadas de su inventiva o genio humano, sino que serán producto de la experiencia espiritual personal, y de la comprensión específica del evangelio o del misterio de Dios. De esta manera, el fundador logra abstraerse de la dimensión del tiempo y del lugar en la que ha nacido la necesidad apremiante, para pasar a la dimensión sobrenatural de dicha necesidad apremiante, dando origen a la misión del Instituto religioso o Congregación12 . Las personas con sus necesidades humanas o espirituales pasan a ser partes del Cristo que sufre, ya sea en el cuerpo o en el alma, a lo largo del tiempo y en diversas circunstancias. El fundador comienza así a desarrollar una nueva faceta del carisma: su relación con Cristo.
La fuerza, el motor, el detonante que permite ver en la necesidad apremiante al Cristo que sufre, no es otra que el amor a Dios13 . Si el fundador no hubiera desarrollado este amor a Dios, bajo el prisma específico de su experiencia espiritual personal, no podría haber desarrollado un apostolado específico. Su trabajo se hubiera quedado circunscrito a un paliativo humano para ese tiempo y esa circunstancia específica de la necesidad apremiante de la Iglesia. El amor a Cristo en esa realidad apremiante y con las características propias de la experiencia espiritual personal, permitirá al fundador y a sus seguidores, encontrar siempre a un Cristo que sufre en la forma específica en que lo contempló el fundador, a pesar de lo que puedan cambiar las circunstancias de tiempo y lugares.
Este Cristo que ha encontrado el fundador es el que se presenta bajo diversas circunstancias de tiempos y lugares, escondido en la necesidad apremiante. La necesidad apremiante podrá cambiar de fachada, pero en su esencia siempre será la expresión de una necesidad específica del Cristo que sufre. La labor del discípulo del fundador consistirá en reconocer en las nuevas circunstancias de tiempos y lugares, al mismo Cristo que sufre y que experimentó el fundador. Para guiarse en esta labor, podrá servirse de la experiencia espiritual personal del fundador, aplicada a las circunstancias actuales en las que se debe desarrollar la misión del Instituto. El trabajo espiritual que debe guiar al discípulo del fundador es el de leer en la actualidad las notas esenciales del mismo Cristo sufriente que experimentó el fundador. Podemos afirmar que este Cristo se presenta con un nuevo rostro, pero que en su esencia, no cambia.
Toda esta experiencia del Espíritu que debe realizar la religiosa, puede y debe encauzarse en la formación de apóstoles laicos y no sólo en la enseñanza de hacer apostolado. La religiosa no es una organizadora de eventos sociales o caritativos, sino que, en fuerza de su carisma, es la transmisora de una experiencia del Espíritu que logra formar verdaderos hombre y mujeres, adultos y laicos, que sepan leer los signos de los tiempos y vean en las necesidades más apremiantes de la Iglesia local, la posibilidad de aplicar lo que han experimentado en el espíritu.
Para formar estos apóstoles, la religiosa deberá cultivar en los laicos un celo ardiente por la salvación de las almas, alimentado incesantemente en el trato íntimo y personal con Cristo, de forma que los laicos puedan preguntarse en su interior lo que harán por Cristo y las almas. No se trata de una labor de convicción para que los laicos ayuden en un determinado apostolado o ayuden a la religiosa en una determinada acción. Se trata de llevar al laico para que se ponga delante de Jesucristo y pueda formularse en el interior de su alma la pregunta sobre la que hará por Cristo y por sus hermanos. Si la religiosa no logra que el laico se formule esta pregunta y la responda de cara a Cristo, no estará formando al verdadero apóstol y se deberá contentar tan sólo con el triste y muy humano espectáculo de ver en torno a ella un grupo de almas buenas, piadosas, que realizan obras buenas y piadosas, pero no un grupo de verdaderos apóstoles que trabajan por Cristo al estilo del carisma propio.
Los apóstoles se forman mediante la oración, de forma que en el trato íntimo con Jesucristo el laico pueda preguntarse cuál es el compromiso que el mismo Cristo le pide. Es una oración que viene muchas veces ilustrada con la predicación de parte de la religiosa, de forma que ilustre al laico sobre las necesidades más apremiantes de la Iglesia. No deberá presentar las urgencias de la congregación, sino las necesidades de la Iglesia, es decir, hacerle ver al laico que es la Iglesia que sufre o que tiene necesidad en las urgencias específicas de la congregación. De esta forma, la ayuda a los pobres, la evangelización de los niños o adolescentes, la construcción de una escuela o la ayuda económica a una nueva comunidad de vida consagrada que surge en un país de misión, son vistas como necesidades de la Iglesia y no sólo como necesidades de la congregación. El laico debe saber llevar a la oración, guiada por la religiosa, dichas necesidades, de forma que las vea cómo parte del Cristo que sufre en la actualidad. La respuesta del laico debe surgir primero en la oración, no como una respuesta material, sino como una respuesta de amor al amor de Cristo que está sufriendo en dichas necesidades. Se entrevé en todo este discurso la necesidad de guiar en la oración a los laicos para que puedan llegar a establecer esta forma de diálogo con Cristo de forma que surja en ellos el compromiso de ser apóstoles, no de hacer apostolado.
Si el laico no siente que su corazón se hace pedazos al contemplar la necesidad de los hombres, podemos decir que no se habrá formado aún al apóstol. El compromiso del verdadero apóstol nace cuando ve su vida irremediablemente comprometida, en su estado laical, en la construcción de la Iglesia, a través del carisma, es decir, a través de la experiencia del Espíritu que le presenta la religiosa.
Con una metodología propia del tercer milenio.
Hoy en día los laicos pueden resultar más eficaces que las religiosas en muchos campos. La profesionalidad en sus actividades les ha hecho desarrollar habilidades insospechadas, pero que pueden fácilmente aplicar al apostolado. Es una cuestión de inteligencia de la caridad.
El ser apóstol en forma eficaz, en forma profesional, como el laico se desempeña en su vida ordinaria, no está reñida con el ejercicio de la caridad cristiana, al contrario, la eficiencia puede ser el signo de una exquisita forma de ejecutar el apostolado. Formar el corazón del apóstol significa también, buscar lo mejor para el amor, no tener miedo a escoger los medios más eficaces para llevar a cabo el apostolado que mejor responde a la experiencia del Espíritu. En consecuencia, lo mejor para el apostolado podría ser la acción más eficiente en el tiempo y con profundidad. No tener miedo de ponderar las obras que se deben poner en pie, que mejor expresen el amor a Dios y al prójimo, a través de la experiencia del Espíritu. Pero siempre convendrá, en igualdad de circunstancias irse formando en el criterio de eficiencia, que es escoger aquella obra que puede ofrecer mejores frutos para el amor. Muchos de los apostolados, bajo este tamiz de la eficiencia no responderían plenamente a la experiencia del Espíritu y convendría cerrarlos o transformarlos verdaderamente en apostolados que expresaran mejor el carisma. “Existe la tentación de querer hacerlo todo. Existe la tentación de abandonar obras estables, genuina expresión del carisma del instituto, por otras que parecen más eficaces inmediatamente frente a las necesidades sociales, pero que dicen menos con la identidad del instituto.” 14
Es necesario aprender a diferenciar entre la eficacia, que se reduce a hacer bien las cosas y la eficiencia, que es hacer bien las cosas que convienen hacer. Esta conveniencia dependerá lógicamente de muchas circunstancias, pero quien es apóstol debe convencerse, especialmente en algunas regiones del planeta que los tiempos no están para hacer y llevar a cabo cualquier obra. Deberá poner en pie aquel apostolado que le lleve a hacer más por el amor en menos tiempo. Ello nos lleva a ponderar la importancia del tiempo en el ejercicio de la caridad. Siendo el tiempo un don que Dios da para realizar el amor, como uno de los talentos de la parábola, es conveniente aprender el arte de utilizar el tiempo para hacer más y mejor en menos tiempo, lo cual comporta una adecuada programación, auspiciada por la encíclica Deus caritas est.
Al ver los campos en los que el hombre se afana por conseguir un bien material o un placer efímero y constatar como ese afán lo lleva a sofisticaciones y preparaciones minuciosas en la administración y programación del tiempo, resulta paradójico que, quienes deberían dar lo mejor al amor, se contentan con darle las migajas del tiempo. Migajas, no porque sea poco el tiempo que dedican a las actividades caritativas, sino porque no lo saben utilizar con inteligencia. ¿Por qué hacer en una semana lo que podría hacerse en pocas horas? Aprender a programar el tiempo para ser apóstol es una forma de ejercer la caridad. Podríamos llamarla también, la inteligencia de la caridad.
De esta forma una de las labores más importantes en la transmisión del carisma aplicado al apostolado es la formación del apóstol, no sólo de la formación del corazón del apóstol, sino de la formación de la manera de hacer apostolado.
Debe darse en primer lugar la formación de unas virtudes características, las mismas virtudes que el Fundador aplicó al llevar a cabo las primeras obras de apostolado. Sin el ejercicio de dichas virtudes se corre el riesgo que el apóstol termine por ser un mercenario que trabajo sólo bajo paga o sólo por complacer a la religiosa. Bien sabemos que los tiempos que corren son duros y que están hechos para personas que sepan llevar el peso de las dificultades. Por ello, además de las virtudes específicas de cada carisma, la religiosa deberá buscar formar a los apóstoles en la virtud de tenacidad, consciente de que uno de los males que más daña a los apóstoles es la debilidad de la voluntad, la sensualidad, el sentimentalismo y la inconstancia en el trabajo de la santificación y en la actividad apostólica. Hay que ayudarle a los laicos a reflexionar con seriedad y profundidad en la obra en la que se quieren empeñar de forman que perseveren en sus empresas hasta culminarlas del todo, esforzándose por evitar las derrotas en los campos espiritual, intelectual y apostólico. Como base de esta tenacidad y constancia, la religiosa deberá ayudar a los laicos a formar una voluntad firme y bien disciplinada, fundada sólidamente en las virtudes teologales y en el dominio de los propios sentimientos, emociones e impresiones. Da pena contemplar a tantas obras de apostolado que han quedado incompletas por falta de una voluntad perseverante de quien la debía llevar a cabo.
Otro aspecto en el que la religiosa debe formar al apóstol será en el orden y la eficacia, enseñándoles el arte de la programación, en forma tal que el apostolado no se lleve a cabo a base de golpes de buena suerte, sino con un programa previamente trazado de acuerdo a un plan concreto, una guía y un calendario. ES enseñarles el arte de la eficacia, de la realización completa, de ganar tiempo al tiempo, de hacer más en menos tiempo. Es enseñar a los laicos la parábola de los talentos, de forma que sus posibilidades de hacer el bien vayan consumiéndose día a día, de manera infructuosa, por la improvisación, la pereza, el adocenamiento y el desorden. El apostolado no es un sentimiento, sino un arte.
La religiosa debe ayudar al laico a considerar que la vida es una y sólo se vive una vez, enseñándole a adquirir un espíritu esforzado, de laboriosidad, de conquista y de perseverancia, enraizado en un apasionado amor a Jesucristo y en un ardiente celo por las almas, de la misma manera que el fundador consumó su vida. Los laicos están llamados también a reproducir en sí mismos la misma creatividad, la misma santidad y la misma audacia que los fundadores15 . Esta audacia y creatividad debe llevarles a extirpar toda forma de pereza espiritual, intelectual, apostólica y física, que acabe con las cobardías, la falsa prudencia y la comodidad, que les anime a estar permanentemente en actitud de servicio, desechando toda amargura, insatisfacción o lamentación estéril, y les haga desear el desgastarse por Cristo y por su Reino.
La religiosa debe animar y motivar constantemente a los seglares para hacerles ver la grandeza de la misión, del apostolado, de forma que los laicos vayan plasmando en sí mismos al hombre líder cristiano, guía de sus hermanos, eficaz en su labor, atento a las oportunidades, magnánimo de corazón, luchador infatigable, realista en sus objetivos, tenaz ante las dificultades, sobrenatural en sus aspiraciones. Debe ayudarlos a desterrar en el apostolado cuanto tenga que ver con la irresponsabilidad, el egoísmo, la pusilanimidad, la pereza, la cobardía, la timidez y el desaliento.
Por último, si la religiosa quiere en verdad inculcar todas estas virtudes en la formación de los apóstoles, se dará cuenta que debe transformarse en una verdadera formadora de apóstoles, a ejemplo de su fundador. Por ello deberá aprender a hacer, entregándose totalmente a su misión de transmisora del carisma y formadora de apóstoles, en forma organizada y eficiente. Deberá también aprender a hacer hacer, logrando corresponsabilizar a los laicos, cultivando su celo apostólico, su amor por Dios, la Iglesia y las almas y propiciando la participación activa de ellos en los diversos apostolados. Por último, como San Juan Bautista, aprenderá a dejar hacer, no poniendo obstáculos, fomentando y estimulando la iniciativa y la acción de los laicos, sin abdicar a su propia responsabilidad de formadora de apóstoles, ni pretender realizar todo por sí misma.
Citas Bibliográficas
1 “El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia particular, hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad. También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor.” Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, 25.12.2005,n.20
2 “ “Promuevan los Institutos entre sus miembros un conocimiento adecuado de las condiciones de los hombres y de los tiempos y de las necesidades de la Iglesia, de suerte que, juzgando prudentemente a la luz de la fe las circunstancias del mundo de hoy y abrasados de celo apostólico, puedan prestar a los hombres una ayuda más eficaz.” Concilio Vaticano II, Decreto Perfectae caritatis, 28.10.1965, n.2d.
3 “Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Chrsitifedelis laici,30.12.1988, n. 24
4 “Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, 18.11.1965, n. 2.
5 “Para una mayor profundización en este tema, recomendamos la lectura del libro del Papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, Gesù di Nazareth, Ed. Rizzoli, 2007.
6 “Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, 18.11.1965, n. 5.
7 “Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, 25.12.2005, n.31a.
8 “Sagrada congregación para los religiosos e institutos seculares, Religiosos y promoción humana, 25 -28.4.1978, introducción.
9“Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 25.12.2005, n. 31ª.
10 “Sagrada Congregación para los religiosos e institutos seculares, Mutuae relationes, 14.5.1978, n. 11.
11 “Antonio Maria Siccari lo expresa de la siguiente manera. “La misma herencia espiritual viene muy seguido recordada y transmitida a través de símbolos e imágenes: aquella luz particular irradiado por el Espíritu sobre el misterio de Cristo, y su consecuente “ardor del corazón” en el Fundador carismático, se transmiten también por medio de ciertos textos evangélicos más insistentemente citados y nombrado, así como por ciertas devociones particularmente celebradas. Antonio Maria Siccari, Gli antichi carismi nella Chiesa, Editoriale Jaca Book, Milano, 2002, p.31.
12 “ “Vuestra misión específica está armoniosamente concertada con la misión de los Apóstoles, que el Señor envió por todo el mundo para enseñar a todas las gentes, y está unida también a esta misión del orden jerárquico. En el apostolado que desarrollan las personas consagradas, su amor esponsal por Cristo se convierte de modo casi orgánico en amor por la Iglesia como Cuerpo de Cristo, por la Iglesia como Pueblo de Dios, por la Iglesia que es a la vez Esposa y Madre. Es difícil describir, más aún enumerar, de qué modos tan diversos las personas consagradas realizan, a través del apostolado, su amor a la Iglesia. Este amor ha nacido siempre de aquel don particular de vuestros Fundadores, que recibido de Dios y aprobado por la Iglesia, ha llegado a ser un carisma para toda la comunidad. Ese don corresponde a las diversas necesidades de la Iglesia y del mundo en cada momento de la historia, y a su vez se prolonga y consolida en la vida de las comunidades religiosas como uno de los elementos duraderos de la vida y del apostolado de la Iglesia.” Juan Pablo II, Exhortación apostólica Redemptionis donum, 25.3.1984, n. 15.
13 “Para justificar lo dicho hasta ahora, nos conviene traer a colación lo dicho por la encíclica que estamos revisando, en el número 18, sobre la posibilidad que tiene el hombre de amar a Dios en el prójimo: “De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas.” Un amor que se basa siempre en la experiencia con Dios: “Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás.” (DCE, 18).
14“ Sagrada congregación para los religiosos e institutos seculares, Elementos esenciales de la vida religiosa, 31.5.1983 n. 27
15 “ “Se invita pues a los Institutos a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy.” Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata, 25.3.1996, n. 37
Autor: www.iglesiapotosina.org
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Secularidad y Consagración. Consagración y Secularidad. Son esenciales y complementarias en nuestra vocación
¿Quiénes son los seglares consagrados?
Este es el compartir que estos seglares consagrados te hacen.
"Sobre todo a ustedes, seglares consagrados, vanguardia del laicado, les corresponde la tarea de hacer que la enseñanza de Cristo no caiga en el vacío, sino que se convierta en proyecto operativo, social y político, para construir un mundo de fraternidad, de paz, de comunión entre los hombres". Mons. Juan José Dorronsoro.
Nosotros como miembros de Instituto Secular, estamos llamados a manifestar la apertura real a los valores del mundo actual (auténtica secularidad) y la plena y profunda entrega de corazón a Dios (espíritu de consagración).
Estamos llamados a desempeñar un papel en la evangelización del mundo siendo sal y luz, levadura que fermenta la masa. Y hacerlo desde la vida, desde la sencillez, desde lo cotidiano, desde lo pequeño, lo imperceptible; desde donde cada uno haya sido llamado, desde donde cada uno pueda; desde donde cada uno llegue.
La nuestra es una vocación específica para manifestar el Evangelio en nuestra vida y hacerlo presente en la realidad del mundo en que vivimos y trabajamos. No lo llevamos desde fuera sino que lo aportamos desde dentro. No lo miramos, lo contemplamos, desde fuera sino que lo percibimos y sentimos desde dentro. No es algo añadido a nosotros, sino que es parte de nosotros mismos.
Y todo con los ojos de Dios, los sentimientos de Dios, la presencia de Dios, la voluntad de Dios, la libertad que nos da sabernos en las manos de Dios.
Y para ser fiel a nuestra misión es necesario:
- Una verdadera vivencia del seguimiento de Cristo
- Un gran equilibrio entre la consagración y la secularidad
- Un radicalismo en el compromiso de los consejos evangélicos
- Vivir la secularidad y la consagración desde el exigente compromiso en el mundo y por el mundo
Una consagración que impregne toda nuestra vida y actividades diarias, creando una total disponibilidad al Espíritu
- Ser verdaderamente competentes en nuestro campo específico para ser verdaderos testigos
- Vivir la inserción como una actitud interior
Ser conscientes de la necesidad de una formación permanente que nos lleve a una mayor plenitud, a una mayor responsabilidad, a una mayor presencia, a una mayor apertura.
Secularidad y Consagración. Consagración y Secularidad. Son esenciales y complementarias en nuestra vocación.
"Los tiempos actuales requieren una profundización de nuestra vocación según las exigencias de esta época"
Nuestra vida es un "estar con" Cristo y un "estar con" las mujeres y los hombres de nuestro tiempo, con quienes, la vocación recibida, nos propone vivir, conocer y amar, con el deseo en el corazón, con la esperanza, de que un día ellos mismos reconocerán a Aquel que les da la vida y dignidad.
Se trata, por tanto de que "estemos con Cristo" de un modo inteligible para nuestros contemporáneos, porque "no se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa" (Mt 5,15). Nuestro estar con Cristo se concreta en este mundo, esta sociedad, que está en continuo cambio, transformación.
Un mundo brillante, abigarrado, sorprendente, cruel también en muchas ocasiones...; pero un mundo en ebullición y desbordante de vida; un mundo en el que los progresos de la ciencia y de las técnicas posibilitan maravillosas realizaciones al servicio de la vida humana, de la comunicación y del desarrollo de los pueblos. Progresos de la ciencia y técnica que al mismo tiempo manipulan y destrozan la vida humana, la naturaleza; que hacen mayores las diferencias entre los pueblos; que rompen la comunicación.
Un mundo en constante avance y cambio, que abre espacios a la invención y a la úsqueda de equilibrios deseados.
Vivimos en un mundo de sobreabundancia. Sobreabundancia de conocimientos, de informaciones, de solicitaciones en todos los terrenos, y al mismo tiempo falta cubrir las necesidades vitales, existe marginación, pobreza, carencia de lo más elemental...
Es este el contexto en el que vivimos, estamos y participamos. Somos muy de este mundo y también estamos marcados por las corrientes que lo atraviesan.
Inmersos en este mundo, por pertenencia natural y por vocación, debemos manifestar modos de vida en los que la radicalidad evangélica sea inteligible y tangible para los que nos rodean.
En su tenor sociológico, la secularidad es el contexto de vida social, con sus cambios culturales, en los que el laico participa activamente. Pero no se trata de una obra de transformación del ambiente.
En su tenor teológico, el carácter secular del laico conlleva a una triple misión: "participar en la obra de la creación", "liberar a la creación de la influencia del pecado", "santificarse en el mundo".
"La iglesia tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su naturaleza íntima y a su misión, cuyas raíces se hunden en el misterio del Verbo encarnado, y que se realizó de diversas formas por sus miembros" (Juan Pablo II. Discurso a los II.SS. 1.972).
Los II.SS. permiten iluminar más esta constatación. De manera oficial, estos Institutos hacen y están llamados a hacer la experiencia de la secularidad que concierne a toda la Iglesia. Ellos radicalizan las cuestiones que suscitan los ambientes cristianos sobre la relación entre la fe y lo secular.
Nacidos de la determinación a llevar adelante el radicalismo evangélico en el corazón del mundo, los institutos seculares conjugan la problemática de la secularidad y de los estados de vida en la Iglesia. Plantean en primer lugar la delicada cuestión de la vida consagrada in saeculo et ex saeculo.
"Consagrados, en el mundo y desde el mundo, secularidad y consagración constituyen la unidad propia, distinta, esencial, en nuestra vida".
Pablo VI decía: "En un momento como éste los institutos seculares, en virtud del propio carisma de secularidad consagrada, aparecen como instrumentos providenciales para encarnar este espíritu y transmitirlo a la Iglesia entera".
El mundo de hoy necesita con urgencia que los Institutos Seculares demuestren la posibilidad de una perfecta consagración al Evangelio y de una cercanía a la humanidad.
Secularidad consagrada, nos exige vivir en el mundo, en contacto con los hermanos del mundo, insertos como ellos en las vicisitudes humanas, responsables como ellos de las posibilidades y riesgos de la ciudad terrestre, igual que ellos con el paso de una vida cotidiana comprometida en la construcción de la sociedad, con ellos implicados en las más variadas profesiones al servicio del hombre, de la familia y de la organización de los pueblos. Comprometidos sobre todo, a construir un mundo nuevo según el plan de Dios, en la justicia, el amor y la paz, como expresión de una auténtica civilización del amor. No es tarea fácil. Exige discernimiento, generosidad, coraje: Pablo VI los llama los alpinistas del espíritu.
Jesús vivió su consagración precisamente como Hijo de Dios: dependiendo del Padre, amándole sobre todas las cosas y entregado por entero a su voluntad.
Por eso, toda consagración debe entenderse en referencia explícita e inmediata a Jesucristo como una real configuración con Él en una dimensión de su misterio. En consecuencia, allí donde haya una verdadera conformación con Cristo, allí habrá verdadera consagración.
El Hijo de Dios se encarna para consagrar toda esa realidad humana y desde ella, todo el mundo del hombre, asumiéndola, trascendiéndola y sacrificándola.
Cristo se vive y se desvive a sí mismo en sacrificio, en autodonación al Padre y a los hermanos. Esta consagración o unción, sustantiva, debe realizarse también en un orden dinámico, operativo. Y esto no se efectúa de una vez para siempre. Por eso, Cristo vive en sí mismo todo un proceso de consagración que dura toda su vida, hasta que, en la muerte y resurrección, su naturaleza humana adquiere la transparencia que su condición de Hijo de Dios exigía desde el principio.
Cristo en la encarnación y desde la encarnación, renuncia al brillo, al poder, a la gloria y a la majestad, no hace valer sus derechos y se presenta en estado de debilidad. De este modo desanda el camino recorrido por Adán, quien hizo alarde de una categoría que no le correspondía e hizo valer unos derechos que no tenía. Como toda la vida de Jesús fue un estado de virginidad, de pobreza y de obediencia, en realidad toda su vida fue un continuo anonadamiento y vaciamiento de sí mismo –kénosis-, es decir, un perenne sacrificio y un proceso ininterrumpido de consagración.
María Virgen, consagrada ya desde el principio de su existencia por la concepción inmaculada, que supone no sólo la ausencia total de pecado, sino la plenitud inicial de gracia, es consagrada de nuevo por la gracia de la maternidad divina, en la encarnación, quedando toda ella introducida vitalmente en el ámbito de la Trinidad, invadida por el Espíritu, asociada a la Paternidad del Padre y relacionada intrínsecamente con el Hijo, a quien engendra, por una acción generativa propia, según la naturaleza humana.
Y, en ese mismo momento, inicia también ella todo un proceso de anonadamiento –de consagración- que dura toda su vida y que culmina en la muerte física y en la asunción gloriosa a los cielos. María Virgen, al igual que Jesús, no hace alarde de su categoría; se presenta como una mujer cualquiera; se proclama a sí misma sierva, cuando es de verdad y otros la llaman Señora y Reina; no hace valer sus derechos. De este modo, con su Hijo, desanda el camino recorrido por Eva y deshace el nudo de la desobediencia y de la incredulidad que Eva había hecho. María, viviendo en virginidad-pobreza-obediencia, se vivió en sacrificio de sí misma y en autodonación a Dios y a los hombres. Por eso, justamente es llamada "modelo y amparo de toda vida consagrada" (Can. 663,4).
Perpetuar en la Iglesia, de modo sacramental, su misterio de anonadamiento y de sacrificio total de sí mismo. El consagrado representa o sea, hace de nuevo visiblemente presente a Cristo en la Iglesia y para el mundo en estas tres dimensiones esenciales de su proyecto de vida. En esto consiste la identidad y misión de la vida consagrada.
La consagración tiene un carácter de totalidad. Comprende a toda la persona y abarca toda su vida. Por medio de los tres votos, el hombre se entrega a sí mismo en totalidad a Dios, realizando una verdadera transferencia de propiedad. No sólo le ofrece los frutos del árbol de su vida, sino el árbol mismo con sus raíces y toda su capacidad de fructificar; y no por etapas, sino de una sola vez y para siempre. En su aspecto de renuncia los votos no quieren remover simplemente lo que se opone a la caridad, sino lo que impide o estorba su perfección, su totalidad y su actualidad. El consagrado pretende vivir ya desde ahora, en la medida de lo posible, la caridad teologal con la totalidad y actualidad con que se vive en el cielo; es decir, en ejercicio vibrante y continuo y en acto ininterrumpido.
En virtud y como exigencia fundamental de la fe en Cristo, el cristiano tiene que estar dispuesto a perderlo todo por Él. Esta disponibilidad no es de consejo, sino estrictamente obligatoria como actitud habitual. Pero el consagrado, como los apóstoles, vive de una manera original y con un especial radicalismo esta disponibilidad total, dejándolo todo de hecho por Jesús.
Ahora bien, la persona no sólo se entrega en totalidad y se deja poseer, consintiendo activamente en la acción de Dios, cuando de verdad ama y cuando es amada. La consagración sólo puede entenderse y explicarse desde la categoría suprema del amor y del amor total. Desde el amor de Dios, primeramente; y desde el amor que Él derrama y crea en la persona. El amor es un don. Y amar es darse.
También la vida consagrada es un acto que genera un proceso. La configuración con Cristo virgen –pobre- obediente debe ir creciendo ininterrumpidamente hasta llegar a ser, de verdad, una pura transparencia de Jesús.
La vida consagrada nace en la Iglesia y para la Iglesia. Los llamados consejos evangélicos y el estado de vida en ellos fundado son un don divino que la Iglesia recibió de Jesucristo y que con su gracia conserva siempre. Este modo de vida pertenece esencialmente a la estructura interior de la misma Iglesia. La consagración redunda a favor de la Iglesia entera, que es el ámbito propio de nuestra inserción en Cristo y de la misma consagración. "Es la Iglesia quien autentiza el don y es medidora de la consagración" (E. E. 8).
La consagración teologal de Cristo, su entera donación no sólo subjetiva, sino objetivo-real en sacrificio al Padre, es el carisma, el don hecho por Él a la Iglesia... Esta consagración es un don. Pero es, consiguientemente y de un modo insoslayable, una ineludible tarea. La Iglesia está obligada a realizar en sí misma esta entera consagración teologal del Señor.
Ahora bien, no es posible que la Iglesia en su totalidad ni por la mayor parte de sus miembros, realice en su plenitud esta consagración teologal, que sólo puede ser como tal, vivida y exteriormente expresada en la práctica de los consejos evangélicos. Desde el punto de vista, la vida consagrada es la que de verdad y por entero cumple en la Iglesia la consagración teologal del Señor, en la cual la iglesia entera fue consagrada. De otro modo la consagración de Cristo sería incompletamente vivida y realizada en la Iglesia.
Nuestra mirada se dirige hoy, en camino hacia el "tertio millennio adveniente" en un encuentro con Jesucristo vivo. Él nos dice: "Yo soy el camino, la verdad y la vida". El está en nuestros corazones de seculares consagrados, mediante la fe y la caridad, por la acción del Espíritu Santo y en la Eucaristía.
Necesitamos la conversión personal, paso imprescindible para recibir y acercarnos a Cristo: "Arrepiéntanse porque el Reino de Dios está cerca" y una total renovación de todo nuestro ser, sentir, juzgar y disponer.
Debemos vivir en comunión entre nosotros y con Dios, para promover en el mundo los "nuevos caminos de comunión y de colaboración, aunando esfuerzos entre personas consagradas y laicos en orden a la misión" (VC 55).
Será necesario por nuestra parte un testimonio de santidad más vibrante y transparente como consagrados/consagradas, con los dones que cada uno hemos recibido, santidad en las ocupaciones y circunstancias de la vida, es el medio más eficaz para ser la "sal" de la tierra y la "luz" que el mundo necesita hoy.
Vivamos la solidaridad cristiana, como puesta en práctica del mandamiento del amor que tiene su origen en la fe en un Dios, siempre solidario, respecto al hombre que crea por amor, que no lo abandona caído en el pecado, sino que le ofrece la salvación (Gen. 3,15), que escoge a un pueblo lo forma y establece con el una alianza de amor y fidelidad.
Para nosotros implica la solidaridad un compromiso religioso y ético, que regula de igual manera la vida espiritual con Dios y la preocupación por los pobres, los deberes para con Dios y las obligaciones con el prójimo.
Nuestros objetivos podrán ser:
- Valorar nuestra secularidad sabiendo que no es un hecho sociológico, sino una forma de asumir el riesgo de optar por el mundo como ámbito de acción.
- Tomar conciencia para seguir creciendo en fidelidad a nuestra consagración en secularidad.
- Potenciar nuestra consagración secular para introducir en la sociedad las energías nuevas del Reino de Cristo, buscando transfigurar el mundo desde dentro con la fuerza de las Bienaventuranzas.
Para terminar, recordemos las palabras del Papa Juan Pablo II: "No tengáis miedo. Abrid de par en par todas las puertas a Cristo".
Esta llamada se dirige a nosotros miembros de Institutos Seculares. Que la fuerza del Espíritu que "renueva la faz de la tierra" nos ayude a abrirnos más y más, nos dejemos invadir por el fuego de su amor, abandonándonos en El, para transformar el mundo desde el interior a guisa de fermento (L.G. 31).
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