Amor de Padres....amor de hijos


Amor de Padres....amor de hijos



I. La familia, institución natural

Repetidas veces ha explicado Juan Pablo II que, «en su más íntimo misterio», el Dios Uno y Trino «no es soledad, sino familia» . Para quienes llevamos ya algunos años empeñados en una tarea más o menos fecunda de reflexión metafísica, no puede haber indicio más determinante de que la familia constituye una auténtica institución natural.

Nada más natural, podríamos decir, que lo que surge inevitablemente de los principios configuradores de algo: de su núcleo ontológico más íntimo, propio y constitutivo. Y como el ser es el principio radical y primigenio, el fondo energético original del que dimana cuanto encontramos en un existente, lo natural acabará siendo, en última instancia, lo que para cada uno se deriva del propio ser. En este contexto, la referencia a la Trinidad con que he abierto estas páginas viene a decirnos: cuando el ser alcanza la categoría suficiente para convertir a su sujeto en persona, esta no puede permanecer aislada, sino que tiende a configurarse, irremediablemente, como familia.

Dios, lo sabemos por la Revelación, no podía ser sino una Trinidad familiar: para el Ipsum Esse subsistens de los filósofos, Ser es ser Familia. Como consecuencia, la persona humana, hecha a imagen y semejanza de este Absoluto, resulta incapaz de alcanzar su plenitud como persona si no surge, crece, se desarrolla y muere en el seno de una institución familiar… o de «algo» que haga eficazmente sus veces. La familia sigue, pues, necesaria e inmediatamente, a la condición personal de la persona.

a) Familia y persona. Persona y familia: ¡nunca se insistirá lo suficiente en el nexo indisoluble que liga a estas dos realidades! Pero tal vez compense esclarecer los motivos ontológicos de semejante trabazón.

A lo largo de la historia se han propuesto muchas y muy variadas descripciones de lo que es la persona. Las mejores entre ellas poseen una íntima afinidad, hasta el punto de resultar equivalentes. La de Boecio ha sido, durante siglos, la de mayor aceptación: es persona, decía el más ilustre antecesor de la Edad Media, toda substancia individual de naturaleza racional. Empobreceríamos el alcance de esta excelente definición si le achacáramos una especie de singularismo egotista y egocéntrico, que encerraría al sujeto humano en los límites angostos de sus intereses individuales. Para Boecio, y para quienes se sitúan en su misma tradición especulativa, la naturaleza racional no solo implica el entendimiento, sino también la voluntad (y, como consecuencia, la libertad, el amor, la afectividad, la necesidad de las dimensiones corpóreas, etc.). Santo Tomás lo afirmaba de manera explícita, en relación al primer extremo: todo ser dotado de inteligencia se encuentra por fuerza provisto de esa inclinación al bien en cuanto bien que denominamos voluntad, y cuyos frutos naturales son la libertad y el amor.

No extraña por eso que quienes, poseyendo la inspiración clásica, se encuentran sin embargo urgidos por las aspiraciones y los intereses del mundo moderno, en lugar de calificar al hombre como animal racional, al estilo de Aristóteles, lo describan de forma estricta y rigurosa como animal libre.

No hay cambio de perspectiva, pero sí un adelanto en la explicitación de los implícitos. La libertad es, como ya apuntó Agustín, la propiedad esencial de las dos potencias superiores de la persona: el entendimiento y la voluntad. E incluso define intrínsecamente a su mismo ser: la persona, toda persona, posee un ser libre. La persona humana, en concreto, es participadamente libertad.

Pero como el amor es el fundamento y el sentido último de la libertad, su acto más radical y propio, un avance definitivo en la línea instaurada por Boecio es el que define a la persona como principio o término, como sujeto y objeto, de amor. De hecho, y según he explicado en otras ocasiones , esta descripción se aplica a todas las personas y solo a ellas: tomando el amor en su sentido más alto, como un querer el bien en cuanto tal, o el bien del otro en cuanto otro, únicamente la persona resulta capaz de amar y únicamente ella es digna de ser amada. La entraña personal de la persona exhibe, pues, un nexo constitutivo con el amor.

Dejando a un lado las afirmaciones repetidas de las Sagradas Escrituras, en las que reiteradamente Dios se califica a Sí mismo como Amor subsistente, quizá nadie lo haya expuesto de forma más vigorosa que Carlos Cardona: «Dios —nos dice— obra por amor, pone el amor y quiere solo amor, correspondencia, reciprocidad, amistad (…).

Así, al Deus caritas est del Evangelista San Juan, hay que añadir: el hombre, terminativa y perfectamente hombre, es amor. Y si no es amor, no es hombre, es hombre frustrado, autorreducido a cosa» .

Persona-amor. Esta manera fundamentalísima de considerar la peculiaridad constitutiva de la persona se ha visto avalada, en nuestro siglo, por multitud de afirmaciones magisteriales: no puede entenderse el hombre sin una referencia configuradora al amor y a la entrega en que todo amor culmina.

La más relevante de esas definiciones, la contenida en la Gaudium et Spes, está provista de toda la autoridad que detenta un Concilio Ecuménico. «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma —nos dice esta Constitución, recordando pensamientos de Tomás de Aquino—, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» : en el amor llevado a su perfección conclusiva como dádiva.

Juan Pablo II ha profundizado en esta verdad, situándola en el contexto exquisitamente trinitario en el que encuentra su origen: «Ser persona —leemos ahora en la Mulieris dignitatem— significa tender a la propia realización, cosa que no puede llevar a cabo si no es «en la entrega sincera de sí mismo a los demás». A lo que se añade: «El modelo de esta interpretación de la persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a existir “para” los demás, a convertirse en un don» .

b) Persona, don, familia. Las disquisiciones anteriores permiten calibrar en toda su hondura el alcance de la pertenencia mutua de la persona y la familia. Hacen posible entender por qué y con qué fundamento allí donde existe una Realidad Personal plena, que encarna acabadamente la condición de Persona, tienen lugar las Relaciones que la configuran como Familia. Y comprender también los motivos de que entre las personas participadas, que necesitan completar su propia índole personal, la existencia de la familia represente un requisito ineludible para que se lleve a término ese cumplimiento perfectivo. Sin familia no hay persona —ser personal— ni posibilidad de crecimiento en cuanto persona.

Atendamos a la primera de estas dos afirmaciones. Considerando la cuestión en su más estricta radicalidad, la familia no solo es necesaria para que la persona se perfeccione, para que acrezca su condición personal. La familia es imprescindible, más bien, y antes, para que la persona sea, en cuanto persona: para que encarne su propio ser personal.

Desde esta perspectiva fundamentalísima, la existencia de la familia no proviene de indigencia alguna: es correlativa, simple y llanamente, a la persona como tal. Y, así, en el seno de la Trinidad, el Padre, que desde ningún punto de vista puede considerarse indigente, no sería Persona sin el Hijo y el Espíritu Santo: no podría encarnar su esencial y constitutiva condición de Don, sin un correlato, también personal, capaz de acoger íntegra y libérrimamente la propia Dádiva.

Y lo mismo, con las oportunas adaptaciones, habría que decir del Hijo y del Espíritu Santo. No hay donación posible sin recepción. Y, en virtud de la simetría que rige las actividades más estrictamente metafísicas, la realidad que acoge tiene que «estar a la altura» ontológica de la que se entrega: también ella, en nuestro supuesto, ha de ser Persona.

De esta sumarísima consideración de la Vida intratrinitaria cabe concluir: considerada en sí misma —en cuanto donación-recepción recíproca—, la comunicación amorosa que define esencialmente a la familia es consecuencia y requisito ineludible de la estricta índole personal: sin familia no hay persona.

En el caso del hombre, que es persona participada, cuanto acabamos de ver se mantiene substancialmente, pero exige ser matizado. Ahora, el ser humano no solo reclama un hogar para instaurarse inicialmente en su entraña personal, sino que lo necesita también para completarse, para lograr su cumplimiento como persona.

En el seno de una familia humana, el hombre es (nace) y crece en cuanto persona. Pero ¡cuidado!: porque, según acabamos de afirmar, también en estas circunstancias conserva su vigencia participada lo que descubríamos en el interior de la Trinidad. El ser personal humano no solo tiene radicalmente necesidad de otras personas —de la familia— para recibir algo de ellas. Las exige fundamentalmente, al contrario, para poderse dar y, dándose, realizar su vocación esencial.

Lo que sucede es que, en efecto, y por una muy notable paradoja, al darse el hombre se perfecciona: recibe un incremento de humanidad.

Es más, solo cuando se entrega, cuando ama generosa y liberalmente, acrece su propio temple personal: mejora en cuanto persona. Únicamente des-viviéndose adquiere la integridad de su propia vida humana.

¿En virtud de qué «mecanismo»? La cuestión podría resumirse como sigue: al contrario de lo que sucede en Dios, el hombre, por su condición de criatura, necesita perfeccionarse.

Pero justo porque alcanza ontológicamente la categoría de persona, porque ha sido instaurado en ese sublime grado de ser, solo la operación más noble entre las existentes, la del amor que se entrega, que se da, resulta capaz de engrandecerlo.

Cualquier otro tipo de actividad, incluso la del entendimiento, desligada del amor, lo mejoraría sectorialmente, pero no en su estricta médula personal.

Por su misma nobleza, solo el obrar de más rango —el amor, que lo equipara formalmente al Absoluto— tiene el vigor suficiente para acrecer la enjundia personal del ser humano.

En el extremo opuesto, cualquier tipo de egoísmo, que equipararía al hombre con los animales y con las realidades aún inferiores, se demuestra del todo impotente para incrementar su valía en cuanto persona.

Más aún: por fuerza lo envilece, lo deshumaniza y, como se nos decía antes, lo reduce a la condición de cosa.

El ámbito familiar humano se advierte, así, imprescindible para que, dándose, el hombre pueda responder a su vocación esencial de persona. Sin familia, el ser humano no podría nacer como persona, pero tampoco crecer, hasta conquistar su plenitud personal.

Lo advirtió maravillosamente, con aguda penetración poética, Pedro Salinas. La aspiración a la entrega, a la cabal donación amorosa —cuyo ámbito primordial es la familia que se funda o la familia en la que se nace—, compone la más substancial exigencia de la condición personal del ser humano. El hombre y la mujer se afirman como tales en la ofrenda plena de su ser más íntimo. Es este el que postula y exige la entrega amorosa, y el que, desde el hondón primordial de la propia alma, empuja a la dádiva sin reservas. Leemos en La voz a ti debida:

«¿Regalo, don, entrega?
Símbolo puro, signo
de que me quiero dar.
Qué dolor, separarme
de aquello que te entrego
y que te pertenece
sin más destino ya
que ser tuyo, de ti,
mientras que yo me quedo
en la otra orilla, solo,
todavía tan mío.
Cómo quisiera ser
eso que yo te doy
y no quien te lo da» .

¡Cómo quisiera ser eso que yo te doy y no quien te lo da! No estamos ante una efusión romántica más o menos sensiblera, propia de adolescentes. Este anhelo representa, desde una perspectiva de metafísica estricta, la aspiración más radical de todo hombre o mujer, lo que lo funda íntima y definitivamente como persona.

II. La familia, ámbito de confluencia de amores

Abandonando la perspectiva trinitaria, correspondería ahora detenernos en los caracteres específicos de la familia humana, la que durante siglos ha sido conocida como «familia de fundación matrimonial». Y, por tanto, en la consideración del matrimonio. Puesto que, en efecto, una de las diferencias estructurales más notables entre la Familia intratrinitaria y cualquier familia natural humana, es que en el inicio de esta última se encuentra la unión amorosa de dos personas de sexo diferente que deciden unirse de por vida. La disimilitud de origen marcará hondamente la índole más íntima de las dos realidades en juego.

En el caso que nos ocupa, el de la institución humana, la calidad del amor de los cónyuges determinará en gran medida el temple de la relación de los miembros de la familia que de ellos se sigue. Por eso, y en atención a los fines que perseguimos con este escrito, interesa reflexionar ahora sobre algunas de las notas discriminadoras del amor entre los hombres.

Solo entonces podremos advertir en qué medida el compromiso conyugal abre las puertas a una de las más plenas y fecundas realizaciones de ese amor.

En sus líneas más generales, la cuestión podría plantearse como sigue: si, de acuerdo con lo que sugeríamos en las páginas que anteceden, el amor constituye «la vocación fundamental e innata de todo ser humano» , el hombre mejorará como persona en la misma proporción en que instaure efectivas y eficaces relaciones de amor.

Con cada una de ellas acrece su condición personal. Pero, precisamente porque estamos ante una realidad finita, participada, la plenitud divina del Amor —a la que en seguida aludiremos— se fragmenta y multiplica, entre los hombres, en un sinnúmero de subespecies del amor, distintas e incompletas. El incremento de la fibra personal del sujeto humano se juega, entonces, en lo que cabría calificar como una progresiva intensificación que, a la par, integre los distintos géneros de amor.

a) La «fragmentación» de los amores. En la sugerente obra que dedica a este asunto, Clive Staples Lewis enumera cuatro especies de amor. Su clasificación no aspira en absoluto a ser exhaustiva y, en verdad, no lo es; pero puede resultar suficiente.

Más aún, cabría incluso prescindir de la expresión cimera entre las cuatro, el amor sobrenatural o caridad, y centrar las propias reflexiones en los otros tres subgéneros: los que Lewis llama, respectivamente, afecto, amistad y eros.

El primero —escribe Lewis— es «el más sencillo y más extendido de los amores, el amor en que nuestra experiencia parece diferenciarse menos de la de los animales». «Los griegos llamaban a este amor storgé (…). Aquí lo llamaré simplemente afecto.

Mi diccionario griego define storgé como “afecto, especialmente el de los padres a su prole”, y también el de la prole hacia sus padres. Y esta es, no me cabe duda, la forma original de este afecto, así como el significado básico de la palabra» .

Del segundo tipo de amor leemos: «La amistad es —en un sentido que de ningún modo la rebaja— el menos “natural” de los amores, el menos instintivo, orgánico, biológico, gregario y necesario» .

Y después, en la misma línea argumentativa: «De ahí, si no me interpretan mal, la exquisita arbitrariedad e irresponsabilidad de este amor. No tengo la obligación de ser amigo de nadie, y ningún ser humano en el mundo tiene el deber de serlo mío.

No hay exigencias, ni la sombra de necesidad alguna. La amistad es innecesaria, como la filosofía, como el arte, como el universo mismo, porque Dios no necesitaba crear. No tiene valor de supervivencia; más bien es una de esas cosas que le dan valor a la supervivencia».

Asegurado lo cual, puede nuestro autor concluir: «Este amor, libre del instinto, libre de todo lo que es deber, salvo aquel que el amor asume libremente, casi absolutamente libre de los celos, y libre sin reservas de la necesidad de sentirse necesario, es un amor eminentemente espiritual. Es la clase de amor que uno se imagina entre los ángeles. ¿Habremos encontrado aquí un amor natural que es a la vez el Amor en sí mismo?» .

Aplacemos la respuesta a este interrogante, para considerar brevemente lo que se nos sugiere acerca del eros. «Entiendo por “eros” —escribe Lewis— ese estado que llamamos “estar enamorados”; o, si se prefiere, la clase de amor “en el que” los enamorados están». A lo que agrega, explicitando y precisando lo que en la breve descripción propuesta se encontraba implícito: «La sexualidad forma parte de nuestro tema solo cuando es un ingrediente de ese complejo estado de “estar enamorado”.

Que esa experiencia sexual pueda producirse sin eros, sin estar enamorado, y que ese eros incluye otras cosas, además de la actividad sexual, lo doy por descontado. Si prefiere decirse de otra manera, estoy investigando no la sexualidad que es común a todos nosotros y las bestias, o enteramente común a todos los hombres, sino una variedad propiamente humana de ella que se desarrolla dentro del “amor”, lo que yo llamo eros» .

Podríamos nosotros calificarlo como amor sexual, aunque la expresión no es muy agraciada, siempre que subrayáramos convenientemente los dos elementos que la componen: la intervención de la sexualidad, sin la que careceríamos del elemento discriminador respecto a otros tipos de amores; y la configuración estricta como amor, en su sentido más propio, sin la que el eros de ninguna manera sería humano ni perfectivo.

Hasta aquí Lewis. O, mejor, lo que me ha parecido oportuno transcribir de sus riquísimas observaciones. Lo que sigue es ya elaboración personal, previa en su mayor parte a la lectura de Los cuatro amores, pero que creyó encontrar en este libro una confirmación enriquecedora.

Si prescindimos de momento del eros, al que habremos de atender en el próximo apartado, nos parece advertir, como elemento que diferencia el afecto y la amistad, una inicial contraposición entre lo natural y lo libre.

El afecto sería el amor instintivo y necesario, que se despliega naturalmente en el ser humano; mientras la amistad resultaría engendrada, formalmente, por una decisión espiritual y voluntaria.

No descubro ningún mediterráneo si recuerdo que esta oposición presenta raíces clásicas. Se encuentra ya prefigurada, con distintos matices, en San Agustín o en Santo Tomás, por referirme a las dos figuras cumbre de la especulación cristiana.

La volvemos a descubrir, muchos siglos más tarde, en Pascal y en Kierkegaard. Y ha sido analizada certeramente, en nuestros tiempos, entre otros, por Carlos Cardona .

Santo Tomás, en concreto, habla del amor natural como de aquel que deriva del fondo ontológico más íntimo de cualquier realidad existente, personal o infrapersonal. Este tipo de amor no solo sería común al ángel, al ser humano y al animal irracional, sino también a las realidades inferiores: las plantas e incluso los seres inertes. Para la mentalidad contemporánea, resulta extraño hablar de amor en un vegetal o un mineral.

Pero la cuestión empieza a esclarecerse si entendemos ese amor como impulso al mantenimiento del propio ser, que es el bien fundamental de todo lo que existe. Ese estímulo se configura activamente en los animales como instinto de conservación y, en las realidades más bajas, como simple resistencia pasiva a ser destruido.

Si nos fijamos en los animales, donde la cuestión se observa con mayor claridad, junto a la tendencia a guardarse a sí mismo, advertimos en muchos casos una inclinación, también instintiva, a proteger y promocionar a los demás miembros de la propia especie, particularmente a los que se encuentran ligados a cada uno por lazos de sangre: la prole.

Quizás esto ayude a entender por qué, para Tomás de Aquino, el fundamento del amor natural lo constituye la atracción o afinidad de lo semejante respecto a lo semejante; y a comprender también los motivos de que la expresión paradigmática de semejante afecto sea el amor natural de sí: ya que, como es obvio, en tales circunstancias la similitud es máxima, hasta el punto de transformarse en identidad.

Estas sencillas observaciones conducen a concluir que, en definitiva, el punto de referencia del amor natural, para cada uno, es uno mismo: todo lo demás se quiere en la proporción exacta en que se relaciona con uno. ¿Qué juicio merece semejante género de amor? ¿Cómo hay que valorarlo? Tratándose de una inclinación natural, en la acepción más clásica del término, no puede en ningún caso conceptuarse de forma negativa: de hecho, el amor natural representa la base y como la entraña de la dinámica vital de los seres inferiores.

Pero en el hombre, cuando las dimensiones del amor de sí se radicalizan, convirtiéndose en perspectiva única y absoluta, lo natural deviene de algún modo infranatural: la condición de persona, por la que el ser humano se eleva infinitamente sobre los animales y plantas, no puede expresarse de manera adecuada a través de aquello que, como el amor natural, equipara y nivela al espíritu con la creación material estricta.

Por eso, y como antes sugería, cuando la persona absolutiza el amor natural de sí, transformándolo en fundamento y punto de referencia de cualquier otro querer, en amor propio, el egoísmo resultante «endurece» o «petrifica» al espíritu, le resta libertad, y acaba por reducirlo a la condición infrapersonal de cosa.

Hay, para el hombre, amores más altos. En efecto, junto al amor natural, y exclusivo ahora de los seres personales, encontramos el amor que radica en la voluntad libre en cuanto libre, o amor electivo. También se lo conoce como «dilección» —de diligere, relacionado con eligere—, por cuanto en cierto sentido deriva de una elección voluntaria.

Mas siendo la voluntad una facultad abierta al bien como bien, al bien formalmente considerado; y equiparándose lo bueno con el ente, con lo que tiene ser en cuanto que lo tiene y en cuanto que ese acto primigenio ha conquistado un cierto nivel de desarrollo perfectivo; por ambos motivos, decía, el amor voluntario o espiritual no presenta ya como fundamento la semejanza entre lo querido y quien lo ama, sino la perfección intrínseca, constitutiva, del ser amado: aquello por lo que, en su misma raíz, es bueno.

El amor electivo quiere al otro por él, por su íntima perfección, con independencia de que semejante bondad reporte a quien lo ama un beneficio, una utilidad o un placer. Quien ama con amor electivo quiere al otro por su condición personal, por su consistencia intrínseca configuradora: y, en este sentido, en su calidad de otro (que corresponde, como sabemos, a su índole estricta de ente ). De ahí la conocidísima definición de la Retórica de Aristóteles: amar es querer el bien para otro en cuanto otro .

No creo necesario afirmar que ni el amor natural ni el electivo suelen darse entre los hombres en estado puro: tan íntima es la penetración recíproca del cuerpo con el espíritu.

Huelga, por tanto, decir que lo que aquí califico como amor natural no se identifica sin reservas con el afecto descrito por Lewis, ni tampoco el amor electivo con la amistad. Pero no deja de ser cierto que es en estos tipos de amor donde aquéllos se encarnan de manera prioritaria: con las salvedades y puntualizaciones que serían del caso, cabe sostener que el afecto —de la madre por sus hijos, o de los hermanos entre sí, pongo por caso— encierra la más alta proporción de amor natural, y que la dosis más elevada de amor electivo se incorpora, en sus variadas formas, a lo que solemos denominar amistad. Las reflexiones que siguen tienen como fundamento esclarecedor estas correspondencias.

Teniéndolas a la vista, parece obvio que, si consideramos los dos géneros de amor a que nos venimos refiriendo tal como se dan en las criaturas, el amor electivo toma claramente la delantera respecto al amor natural. Constituye una encarnación más plena del amor.

El amor radicado en la libertad es amor en sentido más propio que el simple afecto: es más y mejor amor. Y por eso es en su ámbito donde se juegan, en fin de cuentas, la vida y el crecimiento personales del individuo y donde tiene lugar la cualificación ética.

Si puede afirmarse que un hombre o una mujer valen lo que valen sus amores, esta verdad tiene vigencia, sobre todo, en los dominios del amor formalmente enraizado en la libertad. El amor natural de sí y los afectos que de él derivan, precisamente por su índole natural, instintiva o necesaria, no encierran la capacidad de discriminar y establecer la categoría moral y ontológica de una persona en su misma entraña personal.

¿Y en Dios?, cabría preguntar ahora. Como ya antes sugería, la distinción a que venimos aludiendo, y cualquier otra comparable con ella, se encuentra en Él desprovista de sentido. En el Absoluto, en cuanto Amor subsistente, no se da «fragmentación de amores».

Todos los incluye, en unidad indiferenciada, en ese único Acto que configura íntimamente a la Trinidad. Todos, aunque a primera vista no lo parezca. Y así, si prescindimos de la Encarnación del Verbo y consideramos a Dios en cuanto Dios, no cabe afirmar que en El haya pasiones, emociones o sentimientos: hablando con el rigor de la mejor tradición al respecto, estos fenómenos son exclusivos del hombre, por cuanto llevan consigo una conmoción y una alteración de sus dimensiones corpóreas. Pero el Amor espiritual de Dios —que se identifica con su

Ser subsistente y absolutamente simple— incluye toda la riqueza que al amor humano le procura la afectividad (espiritual, psíquica y «sensible»).

Y, como es evidente, elevada a una potencia infinita y sin las «desventajas» que los sentimientos pueden presentar entre los hombres. Hablando en puridad estricta, Dios —en cuanto tal— no tiene «corazón».

Pero cuanto este término supone de ternura, calor, acercamiento entrañable, comprensión, mimo, misericordia, empatía, etc., lo encontramos en el Amor divino enriquecido y sublimado hasta límites inenarrables; o, mejor, sin ningún tipo de límites: en la sobreabundancia infinita de un Amor, que también es infinito Cariño.

Como consecuencia de la inefable integridad de su Ser subsistente, el Amor divino encierra, en impensable plenitud superadora, la enjundia y perfección que entre nosotros se disemina en las distintas subespecies del amor.

b) La integración humana de los amores. El hombre no puede alcanzar nunca semejante apogeo. Pero, creado a imagen y semejanza del Absoluto, debe esforzarse por intensificar en sí la huella enriquecedora de su Principio, acercándose más y más a Quien también constituye su Fin último.

En el plano que nos ocupa, todo ser humano ha de tender a encarnar la perfección del Amor divino mediante lo que podríamos calificar como una integración sublimadora de los amores. ¿A dónde apunta esta expresión?, ¿cuál es su significado básico?

En primer término, se trataría de intensificar en lo posible los propios vínculos de amor, multiplicando progresivamente los términos de ese cariño. Con palabras más claras: todo ser humano ha de intentar convertir en destinatario privilegiado de su propio amor, después de las Personas divinas, al conjunto íntegro de los seres personales, cada uno según su condición y rango. Debe esforzarse por amar, ordenadamente, y en expresión de Carlos Cardona, a cada una de todas las personas que componen el universo.

Pero se trata también —y este es el punto que ahora nos interesa, por afectar de manera más inmediata a la familia, cuyo número de componentes es siempre limitado— de conjugar, en una misma persona, los distintos géneros de amor que de manera sumarísima vengo exponiendo. Por poner un ejemplo, que no encierra más pretensiones que la de ilustrar la doctrina que intento sugerir: el amor natural que los padres ofrecemos a nuestros hijos por ser nuestros, necesita ser reduplicado y enaltecido por la intervención libre de la voluntad, que descubre en cada uno de ellos un bien de categoría excelsa: una persona, un interlocutor irrepetible del Amor divino, creado a Su imagen y semejanza, y merecedor por tanto de todo nuestro amor electivo.

Permítaseme descender más a los detalles. Las horas que un padre o una madre pasan «contemplando» al hijo o la hija recién nacidos, durante los primeros meses de su vida, pueden —¡y deben!— tener un efecto enriquecedor del propio amor.

En esos ratos de silencio contemplativo, es difícil que un padre no se admire ante la maravilla que supone que esa nueva criatura, dotada ahora de limitada pero radical autonomía, provenga efectivamente del abrazo amoroso con que, hace algunos meses, los dos esposos lo engendraron.

Sin hacerlo explícito, a ese padre le asombra que el nuevo retoño constituya una síntesis viva de él y de su mujer: y este, obviamente, es el fundamento de su amor natural hacia el hijo, advertido como fecunda prolongación de su propio ser.

Pero hay más. Cualquier padre vislumbra con pasmo la desproporción entre el gesto de íntima unión nupcial que llevaron a cabo y la tremenda envergadura ontológica del «efecto» surgido de esa comunión: un ser con personal e irrepetible vocación de eternidad. Con otras palabras: lo que provoca la más radical estupefacción en los padres es la conciencia —quizá no expresa, pero siempre operativa— de que, además de conjugar en uno la propia realidad de los cónyuges, cada nuevo miembro de la familia es también síntesis del Amor de Dios, que pone el alma y, con ella, el estricto ser personal.

En consecuencia, y enfocando la cuestión desde una perspectiva estrictamente complementaria, nos podríamos preguntar: ¿qué es lo que suscita mayor estupor en los padres que saben «perder el tiempo» mirando durante horas a su hijo, «andándose con contemplaciones»? Sin duda alguna, los barruntos —no siempre explícitos, pero certeramente presentidos— de la auténtica novedad de ser que el hijo representa, y en la que radica terminalmente su índole absoluta de dádiva, de don.

De un ser, decía, poseído en propiedad privada , como corresponde a cualquier persona, y concedido por Dios con carácter irrevocable para que ¡esa criaturilla de dos meses, tan frágil! acabe gozando de todo un Absoluto por la eternidad sin fin.

Es decir, si se advierte la cuestión con mirada metafísica, lo que más maravilla es que el hijo sea radicalmente otro, persona: una persona que, por libérrima decisión de Dios, se pertenece a sí misma, y goza, junto con una eminente dignidad y como principio radical de ella, de un destino eterno de plenitud en el Ser. Y este, como también puede colegirse, es el cimiento de todo amor electivo.

Los ratos de recogimiento junto al hijo que duerme no son, pues, tiempo perdido. Encierran, si cabe, un germen de máxima actividad, de la actividad más noble.

En ellos se ponen los fundamentos para que el aprecio natural a la prole, un afecto que cabría denominar cuasi biológico, se enriquezca hasta alcanzar las cumbres del amor propiamente electivo o, si se prefiere, de la más genuina amistad.

Que es, no se olvide, una de las tareas primordiales de la familia: de esa institución de personas en cuanto personas, que encuentra la raíz de su poder personalizante en el amor.

Pues, en efecto, quienes se encuentran ligados por un afecto natural han de llegar a ser auténticos y verdaderos amigos; mientras no conquisten esas cotas, no habrán conducido a su plena madurez el amor recíproco: ese amor, reitero, capaz de elevar al sujeto humano al cumplimiento de su ser personal.

Me parece que no fuerzo su sentido literal al interpretar dentro de este contexto las definitivas palabras plasmadas por Juan Pablo II en la Familiaris consortio: «La comunión conyugal constituye el fundamento sobre el cual se va edificando la más amplia comunión de la familia, de los padres y de los hijos, de los hermanos y de las hermanas entre sí, de los parientes y demás familiares.

»Esta comunión radica en los vínculos naturales de la carne y de la sangre y se desarrolla encontrando su perfeccionamiento propiamente humano en el instaurarse y madurar de vínculos todavía más profundos y ricos del espíritu: el amor que anima las relaciones interpersonales de los diversos miembros de la familia, constituye la fuerza interior que plasma y vivifica la comunión y la comunidad familiar» .

Insisto: la contraposición aludida entre unos vínculos naturales y otros nexos espirituales, más profundos y ricos, anima a establecer una de las leyes más fecundas de la vida familiar. En otro lugar he dejado constancia de la trabazón indisoluble y constitutiva que liga a las tres realidades designadas por los términos «familia», «amor» y «persona».

La doy aquí por supuesta. Pero, entonces, afirmarse una familia como familia equivale a hacer crecer el carácter estrictamente personal de los miembros que la componen: lo que a su vez significa, desde la perspectiva ahora adoptada, enriquecer el amor natural con el vigor enaltecedor del amor electivo, e incrementar incesantemente la cualidad y la entraña de este nuevo amor integrador y más pleno.

Se trata, en fin de cuentas, de «acumular» amor y mejorarlo. Ese es el punto de vista definitivo a la hora de esclarecer la naturaleza más íntima de la familia.

Como recuerda tajantemente Juan Pablo II, «en una perspectiva que además llega a las raíces mismas de la realidad, hay que decir que la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor.

Por esto la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo por la Iglesia su esposa» .

Volviendo a mi propio planteamiento, ¿no cabría expresar el «teorema» de la integración de amores de manera más sencilla? Sí, y también más práctica. Si una familia mejora en la medida en que en ella se instauran relaciones más exquisitamente personales, y si la persona debe definirse como principio y término de amor, quienes la componen tendrán que esforzarse de continuo para elevar la categoría de su amor mutuo. Hasta aquí ya habíamos llegado.

Pero ese incrementar la calidad del recíproco querer tiene una traducción muy concreta, que, después de cuanto llevamos visto, espero se presente grávida de resonancias.

En concreto, esa «trascripción» permite entender que uno de los ideales más relevantes de los padres que aspiran a encarnar la plenitud de su condición de origen, fundamento y motor del propio hogar, para conducirlo a su plenitud terminal, cristalice en un fundamental propósito: llegar a ser auténticos amigos de sus hijos… y ser, también, auténticos amigos entre sí.

Representando la amistad, como antes veíamos, la manifestación más cabal del amor electivo —de ese amor que quiere al otro en cuanto otro, por su condición estricta de persona—, ninguna familia conquistará su plena entraña de ámbito interpersonal —de esfera en la que se vive formal y acabadamente como personas— mientras al amor natural de quienes la integran no se sume un genuino y eficaz amor electivo.

O, trasladándolo a términos más asequibles: mientras el afecto no se vea enriquecido y transformado por la presencia enaltecedora de la amistad.

Afirmado este extremo, un par de puntualizaciones parecen necesarias. La primera deriva de algo ya sabido: que el punto de referencia último de todo amor natural es uno mismo, la persona que experimenta ese afecto.

En este sentido, y como vengo repitiendo, el cariño que naturalmente surge en un matrimonio hacia sus hijos deriva del hecho de que cada uno de ellos constituye una especie de prolongación de los cónyuges.

Pero esta, evidentemente, no es «la verdad» más radical de ningún ser humano. Porque mucho más decisiva que la real contribución de los padres en la generación del nuevo vástago, resulta la intervención creadora de Dios que lo constituye como persona: autónoma, consistente, con un ser poseído en propiedad privada, y relacionada por ello —más allá de la realidad de los padres— con la Trinidad personal que la destina a participar de Su amor imperecedero.

En consecuencia, la condición personal del hijo no se encuentra primordialmente definida por su simple pertenencia a la raza humana; como explica Carlos Cardona, siguiendo en esto sugerencias de Kierkegaard, las auténticas coordenadas de la persona la configuran como «alguien delante de Dios y para siempre».

El bien personal del hijo no estriba ni se consuma, por tanto, en la relación que lo liga a sus padres, sino en la referencia constitutiva a Dios, como su Origen y su Fin.

No es fácil pasar por alto las enormes repercusiones prácticas de esta verdad, en el campo de la educación. Me comentaba no hace mucho un amigo que los padres «siempre corregimos a nuestros hijos por amor». Desde determinado punto de vista, esta afirmación ostenta incluso visos de tautología.

Porque, efectivamente, solo lo que se presenta como bien tiene capacidad para mover a la voluntad humana y, con ella y desde ella, engendrar cualquier tipo de operaciones. En ese sentido, el amor constituye, forzosamente, el móvil definitivo de toda actuación humana. Pero la clave no se encuentra ahí. Lo decisivo es determinar el tipo de amor que nos mueve en cada caso.

Porque si reprendo al hijo porque me molesta o está colmando mi capacidad de aguante; porque, de manera más o menos encubierta y mejor o peor explicitada, me está haciendo quedar mal ante mis amistades; o incluso porque me enerva el que no posea la bondad y perfección que sinceramente yo deseo para él; en todas estas circunstancias y en muchas otras que una casuística incluso reducida podría presentar, lo que me está impeliendo a obrar es el simple amor natural hacia la prole y, en radical instancia, el amor más o menos encubierto hacia mí mismo.

Pero no, desde luego, el amor electivo que considera al hijo como persona, en su auténtica, constitutiva y radicalísima índole de otro.

(Curiosamente, este no haber sabido hacer el amor hacia nuestros hijos lo suficientemente desprendido, de modo que nuestro yo no cuente, genera en los padres buenos y bien intencionados —y con más frecuencia todavía en aquellos empeñados en tareas de orientación familiar o, en cualquier caso, realmente ocupados en la educación de sus hijos—, sentimientos de culpa, de dolor, desasosiego y desesperanza… que la purificación definitiva de su amor —querer al otro en cuanto otro, es decir, buscando exclusivamente su bien, sin implicarse personalmente de manera errónea— ayudaría sin duda a evitar.)

Educar movido por un auténtico amor hacia el hijo supone, entonces y en primer término, esforzarse por descubrir cuál es, en concreto, el proyecto perfectivo que lo colma —a él, en su calidad irrepetible— como persona. Y, después, ignorar nuestro propio yo, excepto en la medida concreta en que tenemos que ponerlo a su servicio, para que él pueda elevarse hacia la perfección a que se encuentra llamado.

Y como esa plenitud se define, en todos los casos, por la relación que lo remite amorosamente al Absoluto, la clave definitiva de la entera educación, el bien radical que perseguimos para nuestra prole, no puede ser otro que el de incrementar su capacidad de amor: a Dios y, por Dios, al conjunto de sus semejantes (también para aprender a querer a Dios).

Esta es la meta: enseñar a cada nuevo retoño a querer, a olvidarse él también del propio yo, para buscar, de manera cada vez más eficaz y efectiva, el bien del otro en cuanto otro. Ponerle en condiciones de ser un auténtico amigo de sus amigos, entendiendo la amistad, según venimos haciendo, como la culminación del amor electivo o propiamente espiritual.

Evidentemente, y esta es la segunda puntualización que pretendía exponer, ese enseñar a querer con auténtico amor de amistad, de benevolencia, tiene su primera aplicación en el ámbito de la familia: entre hermanos, entre los hijos y sus padres, y entre todos los demás integrantes de la institución familiar. Pero aquí conviene añadir una advertencia, que mantiene todo su vigor también en las restantes circunstancias.

Parece obvio que la integración de amores a que vengo aludiendo ha de realizarse siempre presentando como su motor y más auténtico artífice al amor voluntario o electivo. De lo que se trata, en primer término, es de elevar las distintas manifestaciones de la estima entre los hombres, hasta hacerlas participar, a todas, de las excelencias del amor radicado en la libertad.

Pero enaltecerlas no significa suprimirlas. Dentro de la familia, en concreto, la amistad conquistada de ningún modo ha de suplantar al afecto. Debe, sí, enriquecerlo, atrayéndolo a la propia esfera de influencia. Pero por más amigos que sean entre sí —y la aspiración es que lleguen incluso a ser los mejores amigos—, padres e hijos han de conservar siempre la relación jerárquica que los une y que deriva, en fin de cuentas, del hecho fundamentalísimo de que los primeros han contribuido irreemplazablemente a la instauración en el ser de los segundos.

La veneración que esto lleva consigo, y que técnicamente se conoce como piedad, jamás ha de ser eliminada en aras de una amistad igualadora y homogeneizante.

Por otra parte, la presunta pureza del amor electivo que configura a la amistad no debe hacer desaparecer, sino ennoblecerlas, a las tan peculiares manifestaciones de cariño que originan los vínculos de sangre: lo que, en el mejor sentido del vocablo, suele conocerse como «familiaridad».

Y esto nos permite apelar, siquiera sucintamente, a algunas otras de las exigencias de la integración amorosa. Porque, lógicamente, cuanto llevo dicho no agota su campo de aplicación.

Trascendamos por un instante la esfera de la familia de sangre para advertir que, en un sentido parcialmente contrario al hasta ahora considerado, también el amor voluntario y libre de los amigos —y el de las familias de vínculo sobrenatural— habrá de aspirar a enriquecerse con las manifestaciones de afecto que surgen de manera espontánea entre los miembros de un mismo hogar natural.

Y el amor a Dios, por aludir siquiera a un caso singularísimo, tendrá que verse adornado por el cúmulo de propiedades que competen a todos y cada uno de los posibles amores entre personas. Quizás esos caracteres requieran una «corrección»; pero han de estar presentes. Todos. En el amor más egregiamente espiritual que pueda pensarse, hay que saber también poner el corazón.

III. El matrimonio, fundamento y origen de la familia

a) La cualidad del amor conyugal. Cuanto vengo afirmando adquiere un relieve particular en el interior del matrimonio, objeto prioritario de nuestra atención en estos momentos. Sea cual fuere el origen histórico de su recíproco querer, quienes se encuentran unidos por el vínculo conyugal han de luchar por alimentar su cariño, hasta hacer confluir en él los distintos géneros de amor.

Al eros, que representa su núcleo discriminador, y al que enseguida habremos de atender, tienen que saber sumar todas las manifestaciones del amor natural, o afecto, y del amor electivo o amistad. La presencia del eros, impensable en cualquier otro contexto, confiere una especial posibilidad de plenitud a la integración del amor conyugal, y dota de una particularísima tonalidad a cuanto en él se incluye.

Pero sin semejante integración, sin aunar el efecto vigorizador de las diversas clases de amores, y sin la presencia primordial de un auténtico amor electivo, de amistad o benevolencia, nadie puede encontrar la plena realización como persona dentro del matrimonio… ni ser feliz gracias a su condición de esposo o esposa.

Entre otras muchas cosas, también esto último era afirmado por la Humanae vitae, cuando definía la relación entre los cónyuges como «una forma singular de amistad personal, con la cual los esposos comparten generosamente todo, sin reservas indebidas o cálculos egoístas».

Juan Pablo II, en la Familiaris consortio, apela más directamente a la integración de amores, aunque, como es normal, sin utilizar semejante expresión. Si no olvidamos que el efecto primordial, e incluso la misma esencia del amor, es identificar a quienes se aman, puede entenderse que el objetivo primordial del matrimonio, en cuanto «totalización» de amores, implique que los esposos «cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos los niveles: del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del alma» .

Los testimonios en este mismo sentido podrían multiplicarse sin dificultad. Me limitaré a aducir dos de ellos. El primero es de naturaleza literaria. En el Mon Faust, alcanzada ya la cima de la propia trayectoria humana, Paul Valéry hace decir a su protagonista: «¡Oh Lust, tú eres la que yo había elegido! Sí, me amas porque tenías que amarme (…). Veo en esto demasiado claro, ¡ay!, demasiado claro.

Nada humano miente ya. Mas para ti tengo el sentimiento total; entiéndase, total; soy tu padre y tu esposo. Me siento, a veces, tu hijo. Soy tu maestro, Lust, y eres tú la que me enseñas la única cosa que ni el saber, ni el crimen, ni la magia me han enseñado» .

Ya en la vida real, y mucho más cercanas a nosotros, encontramos unas palabras que reproducen casi literalmente los sentimientos de Valéry, y que tantos maridos podrían confirmar con su propia experiencia. Escribe Clive Staples Lewis, en Una pena observada: «Una buena esposa ¡contiene en su entraña a tantas personas! ¿Qué es lo que no era H. para mí? Era mi hija y mi madre, mi alumna y unión entre esas personas, mi camarada de fiar, mi amigo, mi compañero de viaje, mi colega de “mili”.

Mi amante, pero al mismo tiempo todo lo que ha podido ser para mí cualquier amigo de mi propio sexo (y los he tenido buenos). Tal vez incluso más (…). Salomón llama Hermana a su novia. ¿Pudo ser una mujer esposa cabal sin que en algún momento, bajo un peculiar estado de ánimo, un hombre no se sintiera inclinado a llamarla Hermana?» .

No, no pudo. Pero, en primer lugar, fue esposa. Y si no, no hubiera desempeñado los restantes papeles con esa especialísima plenitud e intimidad con que el cónyuge es capaz de hacerlo.

Quiero decir con esto que lo que venimos calificando como eros representa por lo común el punto de partida y, en cierta medida, el núcleo del maravilloso y tan jugoso misterio del amor conyugal. Por eso el eros reclamaría ahora nuestra atención.

Pero, por exigencias obvias de espacio, la retendrá únicamente en cuanto semejante amor presenta unas posibilidades de intensificación perfectiva excepcionales, que lo tornan incomparable con cualquier otro de los afectos humanos.

Sin pretender ni de lejos agotar el tema, lo consideraré desde la perspectiva abierta por las consideraciones que he venido haciendo en este mismo trabajo.

El punto de partida es la real complementariedad entre varón y mujer en su calidad de personas sexuadas.

Está claro que esa propiedad no privilegia unilateralmente a ninguno de los dos sujetos en juego: tanto necesita la mujer al varón cuanto el varón a la mujer; y tanto completa el uno a la otra como la otra al uno.

Desde este punto de vista, y aun cuando la cuestión requeriría puntualizaciones por ahora imposibles, cabría sostener que la relación, la «referencialidad», y la realidad que surge de su cumplimiento, resultan de alguna manera previas, con prioridad de naturaleza, a (la plenitud de) las personas que conforman esa nueva unidad. Cosa por otro lado no tan extraña, si tenemos en cuenta que, en su comunión recíproca, marido y mujer encarnan, participada y lejanamente, la plétora unipersonal del Padre, precisamente como Padre.

Atendiendo más en concreto a la excelsa cualidad, única e irreiterable, del amor entre los cónyuges, si quisiéramos resumir en pocas líneas su privilegiada grandeza, habría que decir que este tipo de cariño admite y exige una síntesis inigualable y muy fecunda del amor natural y el electivo: la más honda y feraz fusión de afecto y amistad. Veamos por qué.

Un análisis de la naturaleza del eros, interpretado según los moldes clásicos, nos induce a advertir que, en la proporción exacta en que se constituyen como personas complementarias, el marido representa el bien de la esposa, y la esposa el bien del marido. Un bien que, en ambos casos, conduce a cada uno de los cónyuges a su plenitud de personas sexuadas, a su condición acabadamente humana, imagen cabal y propia —¡en su conjunción!— de la índole personal del Absoluto.

En lo conyugable, como gustan decir los matrimonialistas, ella se configura como el bien de él, y él conforma el bien de ella. Mediante el amor, por tanto, cada uno se incorpora y pasa a formar parte integrante, constitutiva, del otro.

Y aquí es donde entra en danza la calidad y la categoría de los amores. Porque si yo considero a mi esposa como mi bien, y la quiero por este motivo —porque me completa y conduce a plenitud—, lo que estoy poniendo en juego son los resortes del amor natural hacia mí mismo. A ella la amo por mí y, en este sentido, es a mí a quien, en fin de cuentas, amo.

La cuestión no tiene por qué ser conceptuada negativamente. Ya advertimos que el amor natural, justo por su carácter natural, y siempre que se mantenga dentro de los justos límites, es bueno.

Además, y según sugería, en este caso el afecto alcanza un particular apogeo, precisamente porque, en cuanto estricto complemento recíproco, mi cónyuge se configura de forma originalísima como parte de mi yo. A este respecto se ha dicho, y la afirmación encierra una honda verdad, que el marido no ama a la mujer como a sí mismo, sino con el propio amor de sí: el afecto con que la quiere es numéricamente idéntico a aquel con que se estima a sí mismo. Puesto que ella, de manera misteriosa pero más real que en ningún otro caso, es él (y viceversa).

Pero —antes lo insinuaba— también dentro del matrimonio hay amores más altos.

Ningún cariño es propia y terminalmente humano mientras el otro no sea querido en cuanto otro, por su intrínseca perfección. Poco sabe de amores quien se empeña empecinadamente en conjugar las distintas modulaciones de su yo; al contrario, el amor electivo surge en la proporción exacta en que se instaura de forma absoluta la primacía del tú.

Por eso, remedando lo que escribí en otros lugares acerca del cariño en general, podría añadirse que el amor conyugal auténtico, electivo, no brota hasta que cada uno de los esposos, tras descubrir la maravillosa aventura perfectiva a que se encuentra llamado el otro en cuanto varón o mujer, no comienza a exclamar con los hechos: «vale la pena que me ponga plenamente a tu servicio para que tú alcances ese cúmulo de plenitud a que has sido convocado (convocada)». O, traduciéndolo a nuestra terminología: el matrimonio no será fruto de genuino amor electivo en tanto la entrega no derive de considerarse a uno mismo como bien del otro cónyuge. Solo entonces lo querré efectivamente en cuanto otro (en cuanto otra) y buscaré de verdad su perfección.

Lo grandioso de esta perspectiva es que, desde ella, cabe reconquistar con creces, elevadas a un plano más alto, todas las riquezas del amor natural de sí. Porque en verdad yo soy el bien de mi cónyuge, y en la medida en que aprendo a descubrirme como tal, se instaura la estricta y amable obligación de quererme renovadamente a mí mismo, pero justo en mi calidad de otro.

Más en concreto: en cuanto soy el tú que colma a ese tú a quien me he entregado: el tú del tú al que amo (y, en definitiva, siempre, el tú del Tú que me ama, Dios). He aquí la perfecta síntesis, inigualable en virtud de la complementariedad de sus protagonistas, entre amor natural y amor electivo.

La exposición del asunto pudiera parecer excesivamente dialéctica y, en este sentido, artificial. Pero constituye el pan de cada día de las personas que se aman.

¡Cuántos cónyuges, aceptando sin reservas por lo que a ellos se refiere su inminente fallecimiento, no habrán exclamado con total sinceridad: «no, si a mí no me importa; por lo que me preocupa, exclusivamente, es por vosotros»!

Para ilustrar gráficamente este asunto, suelo acudir a algo que por desgracia, y acaso significativamente, hoy se encuentra bastante en desuso.

Hace algunos años, cuando empezaron a proliferar en España los automóviles utilitarios, no era infrecuente ver en su delantera, junto al cuadro de mandos, una plaquita con la inscripción: «Conduce con prudencia, piensa en tu mujer». Se trataba de una manifestación ingenua, pero reveladora, de lo que es quererse en cuanto otro o, si se prefiere, en virtud del amor al otro.

A menudo lo explico diciendo que, en un primer momento, aquel a quien va dirigido el aviso se encuentra del todo ausente, apenas si se lo tiene en cuenta. No se le recomienda que actúe con cuidado porque es «un sujeto irrepetible, dotado de la eminente dignidad que corresponde a la persona».

No se hacen tal tipo de consideraciones. Y, sin embargo, de hecho, se afirma la valía del individuo en lo que tiene de más estrictamente personal: en cuanto principio y término de amor. Porque el deber de protegerse de nuestro presunto conductor deriva íntegramente de su condición de bien de la persona a quien quiere: es decir, en cuanto es término del amor de su mujer; pero a su vez, se configura sin cesar como bien de ella precisamente porque la ama: por ser principio de amor. De donde se deduce que una persona solo se cumple como tal en la medida en que se quiere a través de otra: como tú del tú amado.

b) Conclusión: la calidad del amor familiar. La fórmula «familia de fundación matrimonial» expresa sucintamente un cúmulo de definitivas verdades. De manera explícita o implícita, las recogen estas palabras de la Familiaris consortio: «Según el designio de Dios, el matrimonio es el fundamento de la comunidad más amplia de la familia, ya que la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole, en la que encuentran su coronación».

Pecaría de grosera superficialidad quien pretendiera reducir el alcance de estas líneas a la afirmación, sin duda innegable, de que los hijos «suelen» venir al mundo como descendencia de dos personas unidas en matrimonio.

Por el contrario, la primera evidencia deducible del texto magisterial es que esos hijos, para ser engendrados como personas, deben resultar concebidos en un contexto conyugal.

Además, su índole personal postula que lo sean, efectivamente, como fruto de un acto de amor entre sus padres. Se nos sugiere también que ese amor, como cualquier otro, es constitutivamente fecundo; pero que su fecundidad reviste en este caso la modalidad que cabría denominar «onto-génica», por cuanto es el origen de nuevos seres; y por consiguiente, que al sofocar artificialmente esa peculiar fecundidad, se ponen todos los medios para matar de raíz el propio afecto entre los cónyuges.

A lo que el párrafo añade, también de manera expresa, que la función de los padres no concluye cuando traen los vástagos al mundo, sino que deben ayudarles a conducirse hasta su más lograda condición de personas: los mismos que originan el ser han de contribuir a conservarlo y elevarlo a su perfección terminal. Se nos recuerda asimismo que esta promoción educativa es a su vez función directa del amor… y muchísimas otras cosas.

Entre ellas, y ya para concluir, quisiera fijarme en una: la calidad del amor familiar —del paterno-filial y del fraterno, antes que nada— se encuentra determinada por las características del cariño mutuo de los cónyuges.

Es una consecuencia de tomarse en serio la afirmación que define al matrimonio como origen y fundamento de la familia, y al amor entre los futuros cónyuges como principio y raíz del matrimonio. Pues, en efecto, más allá de la efectiva comunión recíproca, y como causa constitutiva del vínculo, hay que buscar el amor de los esposos, que en cierta manera se torna absoluto en el pacto conyugal.

Ese amor mutuo es «amor de amores», en primer término, por cuanto está llamado a originar otros «principios de amor»; y debe serlo también por la obligación que le compete de alimentar incesantemente y dar vigor al cariño pluriforme de los hijos.

La continuidad entre ambos amores la he explicado en más de una ocasión haciendo ver cómo el hijo se introduce en la misma corriente amorosa que, de manera definitiva desde la instauración del vínculo, establece la relación de comunión entre los esposos.

Si cada hijo es fruto de la dilección conyugal estricta, el amor con que los padres lo quieren constituye también, en cierto modo, una prolongación del cariño con que mutuamente se obsequian.

En este sentido, querer a cada nuevo vástago es amar reduplicativamente al otro consorte. Y como el afecto que a este se le endereza es, según decíamos, una manifestación privilegiada del amor de cada esposo hacia sí, resultará por redundancia que a los hijos tampoco se los quiere como a uno mismo, sino con un amor numéricamente idéntico al que cada uno se profesa.

También en este caso, como bien podía esperarse, nos encontramos ante un exponente particularmente original e intenso del amor natural.

La experiencia de tantos matrimonios podría servir como confirmación de cuanto vengo refiriendo. El hecho incontrovertible es que la llegada de cada nueva criatura incrementa de forma prácticamente automática y casi tangible el amor recíproco de los cónyuges; lo que a su vez es una contraprueba de que existe una estricta identidad entre el afecto de los esposos en cuanto tales y el que ostentan a quien es síntesis viva y resultado de ese mismo querer.

Son muchos los padres que podrían refrendar hasta qué punto cada nuevo nacimiento supone un aquilatarse y un tornarse más intenso del amor matrimonial. Se trata de un acontecimiento que reviste el mutuo cariño con armónicos siempre inéditos, y que —¡siempre también!— supera las expectativas. Siempre. Incluso cuando la multiplicación de los hijos lleva a prever que el próximo alumbramiento aventajará con creces al aumento del aprecio, la cordialidad, el atractivo… que una experiencia reiterada permite lógicamente esperar.

Pero el crecimiento de la familia tiene también otro efecto: instaurar relaciones de exquisita amistad entre los esposos. Según recuerda Tomás de Aquino, recogiendo una tradición ya antigua, los hijos componen el bien común de los cónyuges.

Y la amistad se caracteriza precisamente, según recoge la muy famosa dedicatoria de Miguel Hernández en la elegía a Ramón Sijé, como un querer con el amigo, que engloba y trasciende, sublimándolo, al simple quererlo a él , propio de cualquier amor.

En consecuencia, cada vástago constituirá un apoyo insustituible para enriquecer el amor entre los cónyuges con las propiedades específicas de una auténtica y genuina amistad.

Considerémoslo más despacio. Según se ha advertido a menudo, con expresiones más o menos idénticas, la diferencia entre el eros y la amistad radica en que los amantes no cesan de contemplarse uno a otro, mientras los amigos acostumbran a mirar juntos en una misma dirección.

Pues bien: en el caso de los esposos que llegan a ser padres, ambas perspectivas se aúnan y se potencian de manera recíproca. Y lo hacen, justamente, en virtud de ese bien común constituido por los hijos.

Cuando marido y mujer dirigen hacia la prole una mirada conjunta, descubren en ella —en la común descendencia— a la persona del cónyuge y se vislumbran a sí mismos: puesto que, como he repetido, cada hijo constituye la síntesis que resume, en conjunción original y autónoma, la realidad bipersonal de los esposos.

Al mismo tiempo, como es obvio, se trata de un ser consistente, autárquico, otro, que conduce la vista de sus progenitores más allá del propio yo de cada uno.

Mirándolo, se descubren a sí mismos, se reconocen mutuamente, y a la par contemplan su más radical y trascendente «objetivo común». La consecuencia también resulta clara: cada nuevo nacimiento hace enormemente más fácil que el afecto y el eros conyugales, sin desaparecer ni menguar en lo más mínimo, se enaltezcan hasta alcanzar las cotas de uno de los más aquilatados amores de amistad .

De resultas, se acrisola hasta lo indecible la solidez y el temple del amor entre los esposos. El propio Santo Tomás, reflexionando sobre los datos revelados, afirma tajantemente que Dios no podía ser sino Trino: dos Personas divinas no resultarían «suficientes».

Y no lo serían, este es el punto que nos afecta, porque sin el surgimiento de una Tercera no se podrían realizar en plenitud las delicias del amor. ¿Se entiende, entonces, cómo el advenimiento de la prole confiere un resello definitivo y hace madurar la estima de los esposos? En última y definitiva instancia, ni siquiera quien aprende a conjugar el tú ha conquistado la decisiva perfección del amor: esta solo se consolida cuando dos personas, conjuntamente, hacen fructificar su cariño en bien de un tercero.

No yo: esto es obvio; pero tampoco simplemente tú; el él constituye la clave resolutiva del más alto y rico de los amores.

Este axioma, como es natural, tiene su campo de aplicación dentro del matrimonio, y también en el resto de las relaciones familiares.

Si consideramos, a modo de simple ejemplo, el amor paterno-filial, advertiremos hasta qué punto su caracterización más íntima depende y deriva de la cualidad del cariño entre los cónyuges. Nos hemos referido ya al carácter biforme de la figura del hijo: por una parte, prolongación y síntesis viva de sus progenitores; por otra, anterior y más radical, «alguien delante de Dios y para siempre»: persona. Dijimos asimismo que el amor de los padres se acrisola en la medida en que pasa, también con los hechos, de la primera a la segunda consideración: reduplicando el afecto natural, que considera al hijo como suyo —de los esposos—, a través de la más genuina dilección o amor electivo, que aprecia al vástago por su perfección intrínseca.

Ahora bien, esta labor de purificación resultará tanto más hacedera cuando el padre o la madre, olvidándose en cierto modo de sí mismos, se encuentren ya habituados a contemplar al propio consorte en su calidad de persona, de «otro», y a buscar así el bien ajeno.

Por el contrario, si la norma es la de estimar a la mujer (o al marido) por el beneficio o el placer, o incluso por la perfección que me producen, difícilmente sabré salir de mí ante la presencia estimulante de los hijos.

No olvidemos que el amor propio suele ser totalizador: quien se quiere incondicionalmente tiende de forma natural a hacer de esa estima la raíz y el fundamento de todo otro afecto. Todo lo refiere a sí. Después del cónyuge, su continuación natural: los hijos.

Surgen entonces los padres «propietarios» o las madres «posesivas». La absolutización del amor natural de sí impide, en tales circunstancias, el establecimiento fecundo del amor propiamente espiritual, del amor electivo.

Sabemos, sin embargo, que estos dos géneros de amor no tienen por qué resultar incompatibles. En el caso que nos ocupa, lo imprescindible es esforzarse por considerar al hijo —a cada hijo— más como el bien del cónyuge que como el propio.

Ciertamente, según decía, es el bien común de los dos, además de constituir, y de forma primigenia, un bien exquisitamente independiente, dotado de eminentísima dignidad. Pero el empeño en conceptuarlo como prolongación del propio consorte, antes que nuestra, elimina posibles celos y antagonismos.

Nuestra mujer —nuestro marido— tiene todo el derecho a dirigir con profusión su cariño hacia la prole. Obrando así no nos «roba» el afecto debido: más aún, a poco que adoptemos la perspectiva adecuada, advertiremos que nos ama renovada y «doblemente».

Es obvio que nada de esto elimina la elemental obligación de los esposos de mostrarse con ternura, y de forma directa, el amor que mutuamente se profesan. Pero ese cariño, como sugería, es «amor de amores»: fructifica naturalmente en afecto hacia los hijos.

Y, dentro ya de este contexto, en el afán por advertir a cada retoño en su relación al otro cónyuge —marido o mujer—, se torna más hacedera la consolidación del punto de vista que hace crecer, hacia sus descendientes, un exquisito y fundamental amor electivo: un amor propiamente espiritual, sin el que la familia —como ya vimos— no obtiene su definitiva estatura humana.

De ahí que esforzarse desde el comienzo por querer al cónyuge por sí mismo, por su intrínseca valía personal, constituya la mejor escuela para aprender, derivadamente, a ver en cada hijo lo que en efecto es: un interlocutor insustituible del amor de Dios, provisto desde el momento mismo en que ha sido concebido de una intransferible vocación de eternidad, que lo torna insuperablemente personal y autónomo. Y en esa escuela se formarán también ellos: como hijos y como hermanos.

Es lo que pretendía sugerir, aunque de manera imprecisa, el título de este trabajo: el temple y el vigor del cariño que reina en una familia deriva, por vía directa, de la calidad y el brío del respectivo amor conyugal.

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