¿Cómo llegar a ser una persona Tenaz?


Demóstenes perdió a su padre cuando tenía tan sólo siete años. Sus tutores administraron deslealmente su herencia, y el chico, siendo apenas un adolescente, tuvo ya que litigar para reivindicar su patrimonio.

En uno de los juicios a los que tuvo que asistir, quedó impresionado por la elocuencia del abogado defensor. Fue entonces cuando decidió dedicarse a la oratoria.

Soñaba con ser un gran orador, pero la tarea no era fácil. Tenía escasísimas aptitudes, pues padecía dislexia, se sentía incapaz de hacer nada de modo improvisado, era tartamudo y tenía poca voz. Su primer discurso fue un completo fracaso: la risa de los asistentes le obligó a interrumpirlo sin poder llegar al final.

Cuando, abatido, vagaba por las calles de la ciudad, un anciano le infundió ánimos y le alentó a seguir ejercitándose. "La paciencia te traerá el éxito", le aseguró.

Se aplicó con más tenacidad aún a conseguir su propósito. Era blanco de mofas continuas por parte de sus contrarios, pero él no se arredró. Para remediar sus defectos en el habla, se ponía una piedrecilla debajo de la lengua y marchaba hasta la orilla del mar y gritaba con todas sus fuerzas, hasta que su voz se hacía oír clara y fuerte por encima del rumor de las olas. Recitaba casi a gritos discursos y poesías para fortalecer su voz, y cuando tenía que participar en una discusión, repasaba una y otra vez los argumentos de ambas partes, sopesando el valor de cada uno de ellos.

Querer sin querer.
A los pocos años, aquel pobre niño huérfano y tartamudo había profundizado de tal manera en los secretos de la elocuencia que llegó a ser el más brillante de los oradores griegos, pionero de una oratoria formidable que rompía con los estrechos moldes de las reglas retóricas de sus tiempos, y que todavía hoy, 2.300 años después, constituye un modelo en su género.


Demóstenes es un ejemplo de entre la multitud de hombres y mujeres que a lo largo de la historia han sabido mostrar cuánto es capaz de hacer una voluntad decidida.

— Está claro que el mundo avanza a remolque de la gente que es perseverante en su empeño.

A veces las personas decimos que queremos, pero en realidad no queremos, porque no llegamos a proponérnoslo seriamente.

Si acaso, lo "intentamos", pero hay mucha diferencia entre un genérico "quisiera" y un decidido "quiero".

La importancia de los obstáculos
— Sin embargo, a veces los chicos dicen que es imposible hacer nada con tantos condicionamientos que tienen.

Beethoven, por ejemplo, estaba casi completamente sordo cuando compuso su obra más excelsa. Dante escribió La Divina Comedia en el destierro, luchando contra la miseria, y empleó para ello treinta años. Mozart compuso su Requiem en el lecho de muerte, afligido de terribles dolores.

Tampoco Cristóbal Colón habría descubierto América si se hubiera desalentado después de sus primeras tentativas. Todo el mundo se reía de él cuando iba de un sitio a otro pidiendo ayuda económica para su viaje. Le tenían por aventurero, por visionario, pero él se afirmó resueltamente en su propósito.

— Pero no todo el mundo es como esos genios que han pasado a la historia...

De acuerdo, pero hay que poner alta la meta.

— Bien, pero tampoco van a vivir como obsesionados por alcanzar esa meta y por cumplir todos los días todo lo que se proponen.

Efectivamente: sin obsesiones, pero sin abandonarse, que bastante rebaja trae ya consigo la vida. Liszt, aquel gran compositor, decía: "Si no hago mis ejercicios un día, lo noto yo; pero si los omito durante tres días, entonces ya lo nota el público".

La vida es con fracaso
— ¿Y cuando no les salen las cosas una y otra vez, como sucede a veces?

No le iría bien al río, dice el refrán, si de todos los huevos saliesen peces grandes. Ni al jardín, si cada flor diese fruto. Tampoco al hombre, si todas sus empresas fueran coronadas por el éxito. La vida es así y hay que aceptarla como es.

Que no se engañen diciendo que "la suerte es patrimonio de los tontos", porque es una excusa de fracasados. Que no piensen que son muy listos pero que la vida no les hace justicia, cuando quizá lo que debieran hacer buscar la verdadera razón de su desgracia. Que se acuerden de ese otro refrán: el que quiera lograr algo en la vida, no haga reproches a la suerte, agarre la ocasión por los pelos y no la suelte.

Lanzarse y perseverar. Audacia y constancia: dos aspectos inseparables que se complementan. Horacio afirmaba que quien ha emprendido el trabajo, tiene ya hecho la mitad. Y se podría completar con aquello otro de Sócrates: comenzar bien no es poco, pero tampoco es mucho.
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¿Hasta dónde Perdonar?


Hace unos años conocí a una mujer que había sido engañada por su marido. Ella se dio cuenta sin que él lo imaginara. Al inicio se sintió muy dolida y humillada, y un tanto confundida. No podía creer que todo su proyecto de vida se viniera abajo en un segundo por la infidelidad de su esposo. Su familia, sus hijos, ¿qué pasaría con todo? Ella, al casarse había dado su sí para siempre, y ahora se le presentaba esa situación que no la dejaba en paz. No se sintió con fuerzas para enfrentar a su esposo en un inicio. Dejó de dormir, y hasta de comer. Su relación con sus hijos también se vio afectada. Ya no tenía ilusión por nada. Era más bien el coraje y hasta un cierto odio el que empezaba a surgir en su interior. Se podía decir que estaba empezando a caer en depresión. Pasaron unas semanas y empezó a notar el gran daño que esta situación le estaba causando. No sabía desde cuándo había iniciado la infidelidad. Veía a su esposo cada día y no podía menos que preguntarse el porqué. Él le había fallado. No había sido fiel a su promesa, y sin embargo, la que estaba sufriendo las consecuencias era ella. Si tan sólo no se hubiera enterado… podría vivir como hasta ahora, en la ingenua mentira de pensarse amada… pero no, lo sabía… No sabía qué hacer.

Un buen día, en medio de estos sentimientos negativos, se dio cuenta de que se estaba destruyendo a sí misma sin hacer nada para mejorar su situación. No había terminado su relación con su esposo, pero tampoco la había mejorado, de hecho, empeoraba, y a los ojos de los demás, ahora era ella la culpable con su alejamiento y su falta de ganas por vivir. Sus hijos también empezaban a sufrir las consecuencias. Se encontró ante la necesidad de hacer algo.


Había que construir el futuro
Decidió primeramente no hablar de esto con sus hijos. La ignorancia servía de defensa contra los efectos del odio y la decepción que la estaban carcomiendo a ella por dentro. Se dio cuenta que mientras continuara con estos dos sentimientos, no lograría nada constructivo en su vida. Ya fuera que se quedara con su marido o que lo abandonara pagándole con la misma moneda, mientras el rencor estuviera en su interior, no encontraría la paz anhelada. Era cuestión de supervivencia, lo primero que necesitaba era encontrar, a como diera lugar, esa paz que había perdido. Pensó en vengarse, pero el simple imaginárselo le ocasionaba un mayor malestar interior. Pasó momentos muy difíciles, y no dejaba de suspirar… ¡si tan sólo su esposo no le hubiera sido infiel! ¡Cómo regresar el tiempo y borrar lo pasado!

De repente se le iluminó el panorama
Si bien, no podía cambiar el pasado, sí estaba en sus manos construir el futuro. No se resignaba a perder a su familia. Algo se podría hacer… En ese momento empezó a aceptar su situación. Era cierto, no lo podía negar. Su esposo había buscado el amor de otra mujer. Pero también lo era que ella seguía siendo la esposa. Se dio cuenta que con los años se había enfriado un poco la relación, sin haber puesto un remedio. ¡Si tan sólo hubiera actuado a tiempo! Pero ya de nada servía el lamentarse. ¿Qué pasaría si ponía la solución ahora? ¿Si intentaba reconquistarlo? En un momento determinado se decidió a hacerlo.

Lo que parecía increíble
Requirió mucha valentía, primeramente para perdonarlo. Pero ese perdón le hizo más bien a ella que a él. Ya no podía seguir viviendo con el rencor y el odio dentro de sí. El perdón le regresó la paz interior que tanto anhelaba y necesitaba. Después empezó a ganarse nuevamente a su marido, siendo especialmente solícita con él. Poco a poco, él se fue volviendo cada vez más cercano y cariñoso, como en los primeros años, hasta que dejó por completo a la otra mujer.

Entonces, fue cuando ella decidió hablar sobre el asunto. El susto que se llevó él cuando se enteró que ella había estado al tanto de su aventura. Inmediatamente le pidió perdón. No podía creer la suerte que había tenido para no haber sido abandonado por ella. Gracias a su esposa seguía teniendo una hermosa familia, y se encontraba ahora cada día más enamorado de ella. El intuir el sufrimiento y el sacrificio por el que tuvo que pasar ella para sacar adelante su relación, le hizo valorarla y admirarla todavía más.

Puestas las cartas sobre la mesa, ella comentó que ella había cumplido con su parte, pero que él no. Ahora le correspondía a él reparar y reconquistarla de nuevo. Él se dedicó a ganarse de nuevo su amor y su confianza. Y hoy son una pareja envidiable. Sus hijos y sus amigos nunca se enteraron de esto, pensando que siempre habían sido una pareja modelo.

El perdón imprescindible y suficiente
No cabe duda de que este tipo de historias no siempre terminan con un final feliz, como en este caso. Esto se debió a la heroicidad de una mujer que supo darse su lugar y luchar por su esposo y por su familia. Platicando con ella, se puede ver que la capacidad que tuvo para perdonar a su marido fue la clave para salir adelante. Si no lo hubiera hecho, se habría destruido internamente a sí misma y a sus hijos. Fue precisamente el perdón lo que la ayudó a aceptar una situación extremadamente dolorosa, para buscar una solución viable. Esto le dio fuerza para luchar y para conseguir su objetivo.

En cada historia personal encontramos siempre momentos de grande sufrimiento ocasionado muchas veces por quienes más queremos. Esas heridas pueden infectarse generando una serie de rencores y resentimientos que sólo causan mayor daño a la persona. La única medicina capaz de curar y prevenir esa gangrena interior es el perdón. Un perdón que no es señal de debilidad sino de fortaleza. Que no es resignación, sino aceptación de una realidad para poder superarla. Un perdón que es el único remedio para mantener sanos la mente y el corazón.

Muchas veces no está en nuestras manos el evitar que se nos hiera. Pero sí lo está el dejar que esa herida nos amargue la vida entera o perdonar y seguir adelante.
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¿Cómo formar nuestra Conciencia?


Hay dos reglas importantes que debe seguir toda conciencia recta:

· Nunca puedes justificar el mal para obtener un bien. En otras palabras: el fin no justifica los medios.

· No hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti, o visto en forma positiva: trata a los demás como te gustaría que te trataran.


Formar una recta conciencia supone alcanzar tres objetivos:

· Educar la conciencia para que sea capaz de abrirse a los valores objetivos asimilándolos como propios, percibiendo el bien y el mal como algo por hacerse o evitarse.

· Fortalecer el influjo de la conciencia sobre la voluntad, llevando a la persona a hacer el bien y evitar el mal.

· Formar la conciencia para emitir juicios rectos sobre la bondad o maldad de los actos y ponerlos en práctica.


Cómo formar una recta conciencia.

Para ayudar a nuestros niños y jóvenes a adquirir una recta conciencia podemos:

· Animarles y ayudarles a estudiar la doctrina católica, los Evangelios, los documentos y orientaciones de la Iglesia de una manera constante.

· Ayudarles y animarles a reflexionar antes de actuar, pensando siempre en lo que están haciendo, en porqué lo están haciendo, en las consecuencias que ello puede tener para ellos o para los demás, en la manera como se sentirán después de hacerlo. Ayudarlos a no guiarse por instintos sino por convicciones, independientemente de lo que los otros digan o hagan, o lo que esté de “moda”.

· Ayudarles a tener bien claros los principios que deben cumplir.

· Animarles y guiarles para llevar una profunda vida de oración y de sacramentos, especialmente la confesión. Ellos iluminan la inteligencia y fortalecen la voluntad conformándolas con el plan de Dios.

· Enseñarles a hacer un buen examen de conciencia y un balance de sus actos todas las noches.
· Animarlos a pedir ayuda y consejo, acudiendo con frecuencia a un sacerdote o a un laico bien formado.

· Promover en ellos la virtud de la sinceridad, para que sean capaces de llamar a las cosas por su nombre, ante ellos mismos, ante Dios y ante quien dirija su alma. Los problemas en el campo de la conciencia es cuando se empiezan a encontrar justificaciones fáciles para no hacer el bien o, lo que es peor, para hacer el mal.

· Animarlos a obrar siempre de cara a Dios con el único deseo de agradarle, sin utilizar otros criterios de aceptación social para justificarse. Un acto sólo será bueno si agrada a Dios.

· Animarles a pedir ayuda al Espíritu Santo, ya que la relación con él será la mejor luz para la conciencia. La oración les hará ver todo desde Dios y desde el punto de vista de su amor que pide siempre lo mejor, la perfección, para sus creaturas.

· Ayudarles a mantenerse y a no desanimarse ante los fallos; aprendiendo siempre que ante las caídas lo mejor es comenzar de nuevo, y ayudarles a entender que lo peor que se puede hacer es pactar con los fracasos y las desviaciones del comportamiento aceptándolos como irremediables e inevitables. Ayudarle a reparar con amor el mal que se haya podido hacer y comenzar a construir de nuevo.

· Ayudarles a formar hábitos de buen comportamiento: programar el tiempo, saber qué queremos y qué vamos a hacer en cada momento, exigirse el fiel cumplimiento del deber, no permitirse ningún fallo conscientemente aceptado, etc. Ayudarles a cumplir su responsabilidad al detalle, no sólo por encima.

· Ayudarles a amar el bien por encima del mal y a no envidiar a quienes se rebajan a un nivel inferior, aunque esto pueda atraerles.

· Hacerles ver en todo momento lo bueno que adquieren al vivir el bien, aunque implique trabajo y renuncia.

· Brindarle un ideal valioso, recordándolos que el ideal más valioso y grande es Jesucristo, tanto en lo espiritual como en lo humano.


Después de las ayudas prácticas, es importante también conocer el proceso de un acto moral para saber dirigir bien la formación de la conciencia. Se puede hablar de tres operaciones o fases en la formación de la conciencia.

La primera, que precede a la acción, es percibir el bien como algo que debe hacerse y el mal como algo que debe ser evitado. Éste es el momento de ver: “Esto es bien hay que hacerlo” o “no, esto no está bien, debo evitarlo”.

La segunda fase es la fuerza que lleva a la acción, impele a hacer el bien y evitar el mal. Se expresa cuando decimos: “Hago el bien” o “no, esto no lo hago”.

Por ultimo la operación subsiguiente a la acción , el emitir juicios sobre la bondad o maldad de lo hecho. En esta etapa nos decimos: “He obrado bien” o “he hecho algo malo”.

En el primer paso lo importante es abrir la conciencia a la ley como norma objetiva. Es decir, educar una conciencia recta que sabe dónde va y qué es la verdad. Esto lleva al segundo paso que requiere trabajo para que la conciencia sea guía de la voluntad. Se trata de habituarse a la “coherencia”, entendida como la constancia en actuar como pude la conciencia. No basta percibir que algo es bueno o malo, hay que saber dirigir la voluntad a hacer lo bueno y evitar lo que no se debe hacer. Percibir que es bueno ser paciente y amable con los demás es bueno, pero es insuficiente; esta percepción debe llevarme a acoger a los demás con bondad y delicadeza aun cuando me sienta cansado o de mal humor.

Esto requiere un trabajo de formación especialmente en el campo de la voluntad y de los estados de ánimo. Los estados de ánimo tienen que ser educados para lograr en la persona una ecuanimidad que le lleve a realizar lo que le pide la conciencia en cualquier circunstancia. Además, la voluntad tiene que ser formada para que sea eficaz, es decir, para que logre lo que pretende.

Por ultimo, y todavía más importante, viene el juicio ulterior sobre lo hecho. Aquí es donde se juega de modo definitivo la formación o deformación de la conciencia. El que ha obrado mal y toma las medidas necesarias [ara reparar su falta y para pedir perdón ha dado un paso firme en le formación de su conciencia, mientras que el que la acalla, no prestándole atención, puede llegar a dañarla hasta que un día quizá sea incapaz de reaccionar ante el bien y el mal.

En conclusión, podemos decir que la brújula más segura en todo este campo moral es la adhesión fiel a la voluntad de Dios, compendio supremos de la ley natural y la ley revelada.

La coherencia ante ella es el camino de la madurez y de la felicidad que brota de una conciencia que vive en paz con Dios y consigo misma.
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El Valor de la Verdad


Dice la Biblia en el libro del Eclesiástico 20,26: La mentira es una tacha infame en el hombre.

Este mandamiento sigue vigente, aunque hoy se diga: “Hoy día ya no es posible vivir sin mentira, ya no es posible hacer política y llevar negocios sin mentir”

Si tomáramos en serio el octavo mandamiento, casi no habría manera de charlar en los cafés, en reuniones de amigos; los diarios saldrían con las páginas en blanco, ¿no crees?

Este mandamiento salvaguarda nuestro honor y nuestra fama.

La Sagrada Escritura está llena de advertencias sobre este mandamiento. Se llega incluso a identificar a Dios con la verdad y al demonio con la mentira. Cristo vino a dar testimonio de la verdad. Es más, Él se autodefinió como el Camino, la Verdad y la Vida. Lo puedes consultar en el Evangelio de san Juan, capítulo 14, versículo 6.

Suele decirse que el pecado es como un puñal que puede tener muy distintos tipos de hoja, pero en el que el mango casi siempre es el mismo: la mentira. Y es cierto: mentimos cuando decimos que amamos a Dios y sólo nos amamos a nosotros mismos. Mentimos cuando nos engañamos a nosotros para encontrar razones para olvidarnos de la misa dominical. Mentimos cuando justificamos nuestros pequeños o grandes robos.

Sabemos que la palabra es la expresión oral de la idea. De ahí que, por ley natural, aquello que yo expreso es algo que debe coincidir con lo que pienso. Si mi palabra no refleja la idea, estoy violentando el orden natural de las cosas, voy contra la ley de Dios. Por eso se dice que la mentira es intrínsecamente mala, es decir, no es mala porque alguien la prohíba, sino que es mala en sí misma. Y algo de suyo malo no puede producir nada bueno, aunque sean muy buenas las intenciones de quien actúa.

Al mentiroso hoy se le quiere llamar como aquel que “tiene chispa”, tiene “aptitud para la vida” o tiene “sentido comercial” o “viveza”. Pero en realidad eso no cambia la realidad: el mentiroso se daña a sí mismo, daña a los demás, daña a la sociedad y, sobre todo, desfigura la imagen de Dios en su alma.

Cuida tu lengua, amigo. Es la parte más valiosa que tienes, pero también la más peligrosa. Con ella puedes alabar a Dios, consolar al triste, aconsejar a un amigo…pero también puedes herirte, herir el honor y la fama del prójimo.

Decía san Bernardo que la lengua es una lanza, la más aguda; con un solo golpe atraviesa a tres personas: a la que habla, a la que escucha y a la tercera de quien se habla. ¡Cuánto destrozo puedes causar con tu lengua, si la usas para el mal! Te dice Dios, a través del libro del Eclesiástico: “Muchos han perecido al filo de la espada; pero no tantos como por culpa de la lengua” (28, 22). Esto significa, creo, que será mayor el número de los que se condenen por causa de la lengua que el de aquellos que mueran en la guerra.

¿Por qué es tan grave esto? Porque se está pisoteando también la caridad.

Un proverbio alemán dice: “El burro se delata por sus orejas; el tonto, por sus palabras”. El corazón humano es una cámara de tesoros, que tiene por puerta el habla; hay quien saca bondad, amor, verdad, sabiduría; el otro saca insensatez, maldad, veneno, mentira.

Tienes que agradecer a Dios que te haya dado este octavo mandamiento.

Vale para todos este mandamiento, pero están especialmente obligados a vivirlo a fondo quienes están al servicio de los medios de comunicación social, o trabajan en el campo político, o son oradores o gobernantes o candidatos que se postulan para ser presidentes de una nación. ¡No hay que mentir!

¡Cuántas veces escuchamos discursos de presidentes que después han sido puras mentiras, o verdades a medias! ¡Cuántos nos manipulan desde la radio y la televisión!

“¡No mentirás!” –nos dice Dios.

Si somos de Cristo, y Cristo es la Verdad… andemos en la verdad.


Te propongo los siguientes puntos:

I. La veracidad y verdad. Diversas clases de verdad.
II. Exigencias y obstáculos para la verdad.
III. La malicia de la mentira y los atropellos contra este mandamiento.
IV. ¿Se puede ocultar la verdad? Secretos, restricción mental y mentirillas.


I. HABLEMOS DE LA VERACIDAD Y DE LA VERDAD

Para cumplir este mandamiento de Dios es necesario desarrollar en nosotros la virtud de la veracidad, la cual nos inclina a hablar bien siempre con la verdad y a comportarnos de acuerdo con lo que pensamos.

La veracidad es una forma de justicia, pues los demás se merecen la verdad y no el engaño.

Hablar de la verdad hoy, resulta no sé si difícil, pero al menos atrevido y, en cierto sentido, sarcástico.

Vivimos en un mundo donde nos venden la mentira en platillos de oro; asistimos a pactos incumplidos entre las naciones, donde sólo pusieron su firma, pero después se hizo lo contrario. Hay manipulación en las noticias en algunos medios de comunicación; desde las pantallas de televisión no siempre nos presentan la verdad del amor, de la familia, de la sexualidad; desde algunas cátedras universitarias se cercena la verdad del mundo, de las cosas, de la existencia; se niega a veces la existencia de un Principio y una Causa Primera que dé razón última a las cosas. Yo he conocido a jóvenes que entraron creyentes a la universidad y salieron agnósticos y resentidos contra la religión, por causa de algunos profesores que sembraron en sus mentes la duda y el rechazo de Dios.
II. EXIGENCIAS Y OBSTÁCULOS DE LA VERDAD

1. Primero, las exigencias.

Tener una conciencia recta y bien formada es la exigencia para vivir en la verdad, decir la verdad, hacer la verdad en la vida.

La conciencia moral es aquella capacidad que todo ser humano tiene de percibir el bien y el mal, y de inclinar la propia voluntad a hacer el bien y a evitar el mal.

La conciencia es esa voz interior que te dice (o te debería decir, si es recta): “Haz el bien, evita el mal”. Ahí está la conciencia. Si tú no cumples con tus deberes de estado y profesionales, si descuidas las tareas encomendadas, si pierdes el tiempo en tu trabajo o te robas algo...la conciencia te debería decir: “Oye, eso no es tuyo...estás perdiendo tiempo...llegaste tarde...no dijiste toda la verdad”.

III. LA MENTIRA Y LOS ATROPELLOS CONTRA ESTE MANDAMIENTO

La mentira no es rentable. ¿Te acuerdas del pastor bromista, una fábula contada de nuevo por Esopo, fabulista griego de mediados del siglo VI, por supuesto antes de Cristo?

Un pastor, que llevaba su rebaño bastante lejos de la aldea, se dedicaba a hacer la siguiente broma mentirosa: se ponía a gritar pidiendo auxilio a los aldeanos y decía que unos lobos atacaban sus ovejas. Dos o tres veces los de la aldea se asustaron y acudieron corriendo, volviéndose después burlados; pero al final ocurrió que los lobos se presentaron de verdad. Y mientras su rebaño era saqueado, gritaba pidiendo auxilio, pero los de la aldea, sospechando que bromeaba una vez más, según tenía por costumbre, no se preocuparon. Y así, ocurrió que se quedó sin ovejas. La fábula muestra que los mentirosos sólo ganan una cosa: no tener crédito aun cuando digan la verdad.

¿Por qué la mentira es mala?

No puedes responder así: “No vale la pena mentir, porque de todos modos viene a saberse la verdad”. De hecho, hay mentiras que nunca llegan a descubrirse en esta vida.

¿Dónde está el mal de la mentira?

Tú eres imagen y semejanza de Dios, ¿no es cierto? Pues Dios es la Verdad eterna. Por tanto, más te asemejarás a Dios en la medida en que seas veraz y digas siempre la verdad. En cambio, el que miente se hace semejante al diablo. El Señor echa en cara de los fariseos mentirosos: “Vosotros sois hijos del diablo, y así queréis satisfacer los deseos de vuestro padre…; es de suyo mentiroso y padre de la mentira” (Juan 8, 44). Por tanto, toda mentira es mala porque borra del alma esta semejanza con Dios. Y aunque no dañáramos a alguien, nos estamos dañando a nosotros mismos.
IV. ¿PUEDES OCULTAR LA VERDAD?

La obligación del octavo mandamiento de decir siempre la verdad no te obliga a decir todas las verdades que conoces. Hay muchas cosas que tal vez sabes y que la prudencia, la discreción o la caridad te dictan no decirlas a menos que sea indispensable.

Tu seguridad y la de los demás, el respeto a la vida privada y el bien común, son causas suficientes para no sentirte obligado a decir las verdades que conoces. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla, nos dice el Catecismo de la Iglesia católica, 2489.

Hay cosas que puedes callar si quieres y otras que no debes decir de ninguna manera. Tus pecados no tiene por qué conocerlos nadie sino tu confesor.


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Riquezas de la Sexualidad Humana


La sexualidad humana se construye sobre un binomio muy concreto: hombre y mujer. Las diferencias entre ambos polos inician con una base genética que, en la gran mayoría de los casos, fundamenta las diferencias entre hombres y mujeres en los niveles genital, hormonal, fisiológico y psicológico.

La sexualidad, sin embargo, no es sólo algo biológico: se encuadra en el contexto de la cultura. La historia nos muestra cómo las relaciones entre hombres y mujeres han variado enormemente a lo largo de los siglos. Han existido situaciones de poligamia o de poliandria. Algunos pueblos han defendido el valor de la castidad premarital, mientras otros han despreciado tal valor. Muchos han aceptado el divorcio o lo han defendido como algo normal, mientras otros lo han condenado o han puesto numerosas barreras para limitar su difusión. Se ha castigado el adulterio o ha sido tolerado, aceptado o incluso promovido. Ha habido pueblos que han visto como algo normal, incluso como necesario, el que exista la prostitución, mientras otros la han perseguido. Se ha castigado cualquier violación, o la violación ha sido vista como algo de poca importancia; se ha llegado incluso al extremo de instigar a violar a mujeres como si se tratase de un castigo contra pueblos o grupos vencidos. Hay quienes han condenado las relaciones homosexuales y quienes las han admitido como algo aceptable. Se ha promovido el uso de medios anticonceptivos o abortivos para evitar hijos no deseados, o se ha condenado socialmente el recurso a estos métodos.
La lista podría alargarse, lo cual nos muestra que la sexualidad humana no ha sido vivida de una manera igual a lo largo de los siglos ni entre las distintas culturas o grupos humanos. Podemos, entonces, preguntarnos: ¿alguna de esas maneras puede ser vista como más correcta que las demás, o todas pueden colocarse como igualmente “aceptables” según las diferentes épocas y culturas?

La mayoría (no todos, por desgracia) rechazaría aquellos usos de la sexualidad que impliquen violencia, engaño, desprecio o “uso” denigrante del otro o de la otra. Este punto, pues, resulta un patrimonio aceptable por quien quiera ser verdaderamente respetuoso de los demás: nadie puede ser usado como objeto, nadie puede ser reducido a simple instrumento para el placer de otros.

Pero podríamos dar un paso ulterior: existe una relación sexual que va más allá de la simple búsqueda del placer y que se encuadra en una relación personal mucho más profunda y rica. Se trata de una vida sexual integrada en un proyecto de amor en el que él y ella se aceptan y se dan mutuamente en el pleno respeto de todas las riquezas propias del ser hombre y del ser mujer, sin rechazar ninguna dimensión (genética, física, hormonal, psicológica, espiritual). Esta aceptación implica un darse y un recibirse total, pleno, que excluiría la que consideramos actitud de rechazo de la propia fertilidad.

Esto vale no sólo para la mujer (de la que hablamos antes) sino para el mismo hombre. Su virilidad conlleva el poder fecundar, normalmente, a una mujer en una relación sexual. En la donación total, interpersonal, tal fecundidad es parte de la plenitud de aceptación, la cual se da de modo definitivo y total en el matrimonio.

El esposo acepta su riqueza sexual y la de su esposa; la esposa acepta la propia riqueza sexual y la de su marido. Tal aceptación, repetimos, se coloca en un contexto mucho más amplio, que implica la aceptación plena, total, exclusiva, del otro y de la otra, en el tiempo, hasta la muerte.

La relación sexual fuera del matrimonio encierra un enorme número de riesgos y de errores. Quizá el mayor es el miedo a la fecundidad del otro, que, en el fondo, es rechazo de algo fundamental de la persona. De este modo, el amor no puede ser pleno, sino parcial. Un amor así no puede realizar plenamente una vida humana. A lo sumo será un momento de emoción o de placer, pero siempre existirá un cierto miedo a que asome la cabeza un hijo que nos recuerde la seriedad de la vida sexual humana.

Lo peculiar de la mujer

En este sentido, conviene subrayar otro aspecto de la vida sexual, que marca una asimetría muy particular. Hoy por hoy, en el ejercicio de su sexualidad sólo las mujeres pueden quedar embarazadas. Mientras no pueda prepararse un útero artificial o un útero trasplantado en varones con capacidades gestacionales, por ahora los niños podrán nacer sólo después de haber transcurrido diversos meses en el seno de una mujer.

Las mujeres viven con especial profundidad esta característica exclusiva. Ante ella pueden tomar diversas actitudes. Una consiste en rechazar la propia fertilidad, en verla como un obstáculo, como algo no deseado o como un peligro para ciertos proyectos personales (de ellas mismas o de otros que giran alrededor de ellas).

Tal rechazo puede ser sólo emocional, o puede llevar a decisiones concretas que impidan, de modo temporal o definitivo, cualquier concepción de un hijo en su seno, a través del recurso a métodos anticonceptivos o, incluso, por medio de una esterilización más o menos irreversible. Si fracasan los métodos anticonceptivos, o si no han sido usados y se produce el embarazo, puede sentir un deseo más o menos intenso a abortar esa vida iniciada “fuera de programa”.

Una actitud radicalmente opuesta a la anterior lleva a la aceptación de la propia fecundidad de modo maduro y consciente. La mujer vive, entonces, la posibilidad de un embarazo no como un peligro o como una amenaza, sino como una riqueza, como un privilegio. En cierto sentido, esta actitud es la que ha permitido el nacimiento de miles de millones de seres humanos, la que explica esa profunda sonrisa que irradia una mujer cuando abraza a su hijo recién nacido, la que la hace caminar en el mundo con una alegría íntima, a veces envidiable, mientras lleva un carrito con un niño que es apenas un proyecto de futuro y de esperanza.

Una mujer que vive en esta segunda actitud necesita, sin embargo, vivir su vida sexual con una seriedad particular, lo cual nos vuelve a poner ante las reflexiones anteriores. Defender la integridad de su cuerpo, defender la propia fecundidad, significa velar para que ningún hombre pueda “usarla” como instrumento de placer o como compañera de juego en unos momentos de fiesta. Significa no prestarse a ser amiga frágil de quien dice amarla sin un compromiso serio hacia la vida que pueda ser concebida en su seno. Significa pensar en el bien del hijo a la hora de escoger quién va a ser el centro de su corazón, el compañero de su vida, su esposo para siempre.

Programas de verdadera educación sexual

Sin embargo, algunos adultos creen que las chicas (y los chicos que giran alrededor de ellas) serían incapaces de reconocer el valor de la propia fecundidad. Por lo mismo, promueven la difusión entre ellas de una amplia gama de métodos anticonceptivos y abortivos, a veces llamados con una fórmula muy genérica: servicios de salud reproductiva. Este planeamiento parte de un error de base. Sólo una chica puede pensar en la “necesidad” de la anticoncepción si está dispuesta a tener relaciones sexuales y si reconoce la fertilidad propia de su condición femenina, lo cual implica un mínimo de madurez y de responsabilidad. Orientarla sólo a la negación de tal fecundidad es, en el fondo, impedirle tomar una opción seria en favor de la plena aceptación de sí misma. Es señal de desprecio hacia las chicas (y, en el fondo, también hacia los chicos) creer que no son capaces de pensar y de tomar compromisos profundos en estos temas.

Un programa de educación sexual que respete en su integridad a cada hombre, a cada mujer, no puede prescindir de estas verdades. La sexualidad no es un juego: es algo serio. No sólo porque, por desgracia, un “uso” excesivo de la misma pueda llevar a adquirir alguna enfermedad no deseada (las famosas ETS o “enfermedades de transmisión sexual”). Sino, sobre todo, por la intrínseca relación que existe entre sexualidad, amor y vida.

Si respetamos esta relación podremos lograr, sobre las riquezas y los valores de nuestros adolescentes, la promoción de una sexualidad que valore plenamente a cada ser humano, en su profundidad espiritual y en sus valores físicos. Valores físicos que incluyen ese enorme misterio y riqueza de la fecundidad que ha permitido el nacimiento de cada uno de nosotros. Una fecundidad que permitirá la venida al mundo de los hombres y mujeres del mañana, hijos de unos padres que se aman en la plena aceptación y el respeto más profundo de sí mismos y del otro.
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