Felicidad humana y felicidad espiritual.
Felicidad humana y felicidad espiritual.
Felicidad humana, buscada, añorada. Esquiva como una mariposa que vuela sobre nosotros, hermosa y fulgurante, pero difícil de asir con las manos. Más nos esforzamos, más alto ella vuela, o se la lleva el viento, o se va detrás de alguna flor que la atrae más que revolotear sobre nuestras cabezas. Felicidad humana, motivo de nuestros desvelos, de nuestros esfuerzos, de tantas decepciones y caídas. Pero cuando se la encuentra, que hermosa es. Son esos momentos donde el mundo parece detenerse, donde todo es perfecto, pleno de armonía. En esos instantes sabemos bien que en pocas horas o minutos quizás, nos encontraremos de nuevo en el llano, listos para empezar otra vez. Como esas mañanas de lunes, luego de un hermoso día de domingo, donde nos vemos a nosotros mismos en el espejo mientras cepillamos nuestros dientes. ¿Cómo puede ser todo tan distinto, tan chato y deprimente, si ayer mismo yo estaba tan feliz?
Es que nuestra naturaleza humana es así. Somos volátiles y efímeros en nuestro querer. Buscamos esa felicidad, y cuando la alcanzamos nos acostumbramos a ella y le hallamos defectos de inmediato. Si, es lindo, pero no es tan perfecto como pensaba. Y de hecho, empezamos a soñar con otro tipo de felicidad, y vamos abandonando la felicidad encontrada, pequeña o grande. Queremos más, y más. Cuanto soñamos en comprar ese auto, pero cuando lo tenemos, deseamos otro mejor o distinto. Y así con todo, con todo.
Nuestro problema es que estamos atados al gusto de ser humanos, al gusto por los placeres humanos. Y esto es como un ancla que nos tira hacia abajo, nos sujeta a la tierra. En realidad, la meta de nuestra vida es hacernos espíritu, tenemos que atarnos al gusto por lo espiritual, que nos hará elevarnos livianos y sencillos, sin atadura alguna al gusto por lo terrenal. La realidad es que también somos espíritu, pero nuestra naturaleza humana tapa y sofoca a nuestro pobre costado espiritual, que pugna por imponerse. Una lucha de vida que forma parte de nuestra prueba de amor, es el precio que debemos pagar para poder llegar a adquirir el derecho de vivir con el Amor de los Amores, eternamente.
Cuando logramos descubrir la felicidad del espíritu comenzamos a recorrer el camino de ascenso espiritual. El gozo del espíritu es muy distinto a la felicidad humana. Es profundo, interior, pleno de paz, hace hinchar nuestro pecho de unas tremendas ganas de gritar, de gritar nuestro amor por Dios, nuestra alegría de reconocernos Sus amigos, Sus hijos, Sus elegidos. Este gozo del alma barre poco a poco todas las necesidades de felicidad humana, la que va pareciendo cada vez más como vacía, vana, pasajera, vulgar. Autos, casas, dinero, viajes, todo va siendo reemplazado por un deseo ardoroso de estar unido y en paz con el Creador.
Despojados de todo deseo material, de todo deseo de afecto humano, de toda necesidad pasajera. Esa es la perfección a la que debemos apuntar en nuestro ascenso espiritual. Por supuesto que seguiremos viviendo en el mundo, rodeados de las cosas del mundo, pero sin ser del mundo. Estar en el mundo, sin ser del mundo. A veces estamos tan apegados que somos, simplemente, mundo. En realidad debemos ser, simplemente, espíritu. Espíritu que vive en el mundo, que come, que trabaja, que utiliza las cosas materiales y los afectos humanos para materializar el amor por Dios, y el amor por los demás. Amor que sube y que baja, que sale y vuelve, amor que es espíritu.
Cuando llegamos a este punto, podemos darnos cuenta que una cena en un restaurante bonito no se puede comparar a un instante de adoración Eucarística, a un momento de oración intenso, o a la alegría de la sonrisa de aquel a quien dimos lo que no tiene, lo que le falta. Sin grandes fuegos de artificio, ni tapas en los diarios, ni publicidades rimbombantes, la felicidad espiritual nos espera, clama por nosotros. Felicidad que es cruz, que es entrega, que es saberse amado aunque duela lo humano. Lo humano gritará, pedirá atención, querrá ser el centro de nuestra vida nuevamente, no se rendirá jamás, mientras vivamos. Esta es, en sencillas palabras, la batalla de nuestra vida, la que define nuestro destino eterno.
Señor, que puedes quemar mis impurezas humanas con Tu fuego abrasador. Leva las anclas que me sujetan a este mundo, arranca estas cadenas que me atan a las columnas de la vanidad y la sensualidad. Dame Tu fortaleza, cúbreme con Tu escudo, permíteme descubrir el gozo de la felicidad espiritual, para que el gozo de saberme amado por Ti, arranque de raíz mi unión con el fango que intenta retenerme. Hazme ver la belleza de todo lo Tuyo, y el horror de aquello que me aleja de Vos. Cura mi ceguera espiritual y envuelve mi corazón con las llamas de Tu Sagrado Corazón. Hazme, simplemente, tuyo.
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