Crisis y esperanza en el matrimonio.


Se ha convertido en comidilla de muchas reuniones charlar sobre fracasos matrimoniales. Los congregados bajan de repente el tono de voz, como si fueran comadres de pueblo, y anuncian la separación o el divorcio de fulanito y menganita, que ni siquiera han logrado superar unos pocos meses de convivencia desde la boda. Acto seguido, todos van mostrando su ristra de casos parecidos en busca del más estrambótico, de aquel que pueda dar por cierto que la unión para siempre pertenece a la cienciaficción, que de aquí a diez años estaremos todos desligados, rotos, buscando aventuras que compensen nuestro vacío emocional.

Las cifras cantan, es cierto. Hace casi treinta años los parlamentarios aprobaron el divorcio para solventar aquellos casos excepcionales en los que la vida en común no es posible al tiempo que florece la oportunidad de rehacerla junto a otra persona. Pero la excepción se convirtió en regla, favorecida por los gobiernos que han demonizado la conciliación, figura esencial para evitar el naufragio de tantas familias.

En todo caso, me refería a ese desapego con el que convertimos en material de tertulia la desgracia sentimental. A juicio de las comadres, el matrimonio está de capa caída, es una institución que si no fuera por la belleza formal con la que se celebra, debería postrarse al cajón de los recuerdos. Los jóvenes se casan sin ton ni son, dicen, y a la misma velocidad que pronuncian el “sí quiero” buscan la ayuda de un abogado para darle la puntilla final.

Sus ventajas a prueba

Cada pocos minutos la unión entre un marido y una mujer se va al garete. La crisis ya no conoce edad: no se trata de personas experimentadas que han hecho todo lo posible por mantener con vida a un moribundo; no solo son esposas despechadas que han descubierto una infidelidad… En los despachos de los matrimonialistas aguardan turno jóvenes con el cartel del “Just married”, cuarentones con dos y tres hijos a la espalda, maduros que ya han terminado de pagar las carreras universitarias de sus hijos y hasta venerables abuelos.

Pero el matrimonio, institución inveterada, ofrece seguridad, continuidad, cobijo, compañía, paz y otros muchos elementos que lo convierten en el mejor arreglo al que pueden llegar un hombre y una mujer. Capacita para traer hijos al mundo, criarlos y educarlos en una estabilidad progresiva. Favorece el desarrollo de la familia, la llegada de nuevas generaciones. Facilita, incluso, la tranquilidad en los últimos días, ya que no hay nada más esperanzador que morir rodeado de los tuyos. Sin embargo, el hombre y la mujer de hoy prefieren ponerlo en jaque, dudar de sus beneficios, enfrentarlo a las situaciones más peregrinas para comprobar por dónde puede fisurarse, por qué lugar se rompe en mil pedazos.

El matrimonio bien mirado

Las muchas posibilidades que ofrece este mundo repleto de bienestar en el que la lealtad no es premisa para el triunfo, han conseguido que las nuevas generaciones tengan mayor dificultad para adaptarse a un pacto de por vida. Pero también los mayores han preferido, en muchos casos, el oropel de un mundo hueco a la sensata placidez del “contigo pan y cebolla”. Ni siquiera la seguridad de los hijos ha puesto freno a esta huída hacia adelante, porque también los hijos llegan a convertirse en elemento de intercambio, aunque los cónyuges lo hagan con la mejor de sus intenciones.

Pocos son los libros, las películas, las obras de teatro y series de televisión que ofrecen una visión equilibrada del matrimonio. Unos lo muestran como un férreo grillete que limita nuestra libertad. Otros como una comedia en la que sólo resiste el que mejor miente. Los más, como una quimera imposible. Pero la realidad es bien distinta, sobre todo cuando los que se han comprometido frente a Dios o ante un juez están dispuestos a convertir ese proyecto en realidad. ¿Fácil? No existe nada que sea fácil y merezca la pena. Ahí está su grandeza, en la voluntad compartida de sacarlo adelante con todo lo que nos traiga: hijos, trabajos, alegrías, dificultades… Cuando el matrimonio se contempla de este modo –lejos de medianías, de pequeños egoísmos que siempre son pequeñas traiciones– se transforma en la aventura más apasionante en la que se pueden embarcar dos personas que se quieren. Tal vez haya llegado el momento de contarlo, de mostrar todos sus beneficios en esas mismas conversaciones tan dadas al derrotismo.

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