Familia y Dolor


Hace unos días, me encontraba en el segundo piso de un hospital en la Ciudad de México en la sala de terapia intensiva. Me habían puesto una bata de tela azul, en la cara llevaba una mascarilla, unos guantes en las manos y otras cubiertas en los zapatos. Recorrí un pasillo largo lleno de cubículos individuales a ambos lados. Dentro de cada uno había personas acostadas conectadas a máquinas, la mayoría dormía. No se bien cuántos de ellos estaban en coma –esperando despertar de su sueño incierto–, ni cuantos de ellos se reponían felizmente de una exitosa operación. No podía detenerme a mirar a cada uno, el guardia que me dirigía iba de prisa para indicarme el cuarto que buscaba. Por fin, el joven se detuvo y me indicó con su dedo el cubículo, y en voz baja me dijo: “aquí esta su padre”. No podía dar crédito a lo que mis ojos estaban viendo: aquel hombre que en su momento era fuerte, robusto, alto, chapeado y siempre alegre, hoy era un cadáver mal herido, al filo de la muerte. Estaba con un catéter que iba del cuello hasta el corazón, sondas en la nariz, en la boca, respirador, suero en los dos brazos y por todo el cuerpo le salían cables conectados a unas máquinas que de manera continua hacían ruidos indicando su estado de vida.

Convicciones admirables

Mientras le veía, pensaba en todo el tiempo que llevábamos luchando a su lado –más de 5 años–. Recordaba cómo habíamos iniciado esta etapa con gran fuerza: toda la familia apoyando y los amigos haciéndose presentes. Pero con el paso de los días, los meses, los años, la rutina y el cansancio tocaron a las puertas de la casa.

La acción entraba cuando teníamos que salir corriendo al hospital o en busca del doctor porque “mi viejo” se nos venía abajo. Tengo que reconocer que en algunos momentos de mayor dificultad, me llegaron a “doler” mis propias convicciones sobre: la dignidad de la persona humana, la defensa de la vida, la lucha contra la eutanasia, la importancia de la alegría en medio del dolor, el papel primordial de la familia acompañando al enfermo, y todo el cariño, la paciencia y los cuidados que merece el enfermo.

En todo este tiempo, puede conocer a varias esposas, hijos, padres que sufrían enormemente porque algún ser querido estaba agonizando o llevaba tiempo sin despertar de su “sueño misterioso”.

Todos somos de carne y hueso

En algunos momentos, ni yo misma me sentía con fuerza para poder animar a estas personas y sembrar un poco de esperanza en su interior. ¿Dónde estaba mi garra? ¿Dónde la fuerza que hasta hacía poco me sostenía y animaba detrás del ordenador respondiendo y elaborando artículos?

Quizá el dolor y la pena eran los sentimientos que más prevalecían en esos momentos. Temía el momento en el cual tuviéramos que recurrir a alguna terapia extraordinaria para sostenerle en vida, y más aún, el momento en que la decisión quedara en nuestras manos.

Una cosa sola tenía clara: a “mi viejo”, le acompañaríamos hasta el final –fuera el que fuera– habiéndole dado lo mejor de cada uno de nosotros. Un padre invierte toda su vida por sacar adelante a su familia, y solo él sabe cuántos sacrificios y horas amargas ha tenido que pasar por regalarnos un poco de felicidad. Ahora nos correspondía a nosotros “estar” con él.


Hoy por ti y mañana por mí

Es desconcertante ver el paso del tiempo y la enfermedad en la vida de una persona. “el que antes era… ahora está postrado en una cama, dependiente hasta de lo más mínimo para sobrevivir”. Y sin embargo, ese “hombre” continúa siendo tan respetable como antes. Su dignidad adquiere una dimensión especial. Si de natural el hombre posee una primacía que le hace respetable y superior a las demás especies, en estos momentos merece de nosotros un trato amable, un trato digno de ser humano. Es en estos momentos cuando necesita de una mano amiga que le haga su sufrimiento más ligero y llevadero. Y es aquí donde entra el cuidado ético de médicos y familiares: la lucha y el respeto por la vida, el acompañamiento, la asistencia en el dolor.

No se trata de aferrarse egoísta e inútilmente a la vida, pero si de hacer lo más llevadero posible los días que nos resten.

Es un valor y una fuerza indiscutible

Me crucé con muchas mujeres, y me di cuenta de la “fuerza y el aguante” que poseen. Es verdaderamente sorprendente. Los detalles que acompañan y embellecen sus obras tiene un poder mágico y curativo: Pude ver cómo las palabras de una madre reconfortan el corazón más débil y abatido, su presencia fortalece al enfermo, sus cuidados son bálsamo para el alma abatida por el dolor, su hombro el mejor consuelo en las horas de llanto. Pude constatar también como el cariño de una hija es el regalo más valioso para un padre, sus cuidados la recompensa mayor a sus sacrificios y desvelos, su trato amable y su sonrisa el aliciente en la lucha por la vida. Y no digamos el papel de la esposa al lado del marido que yace en el dolor: lección de amor perenne que acrisola y hace fuerte la promesa de amor que un día se hicieron.

Grandes lecciones se sacan de la enfermedad y la prueba siempre que vayan acompañados de un amor que les dignifique y haga fuerte. Un amor que no es un sentimiento que hace “revolotear” el corazón, hablo de un amor traducido en dedicación, paciencia, amabilidad, cuidados. Un amor que madura y hace bella la relación. Y con el paso de los años, cuando la enfermedad toca a la puerta, se es capaz de recibirla con el interior en paz –no sin dolor y sin pena– pero con un corazón tranquilo, porque se sabe acompañado, querido y respetado por los suyos.

Lo que marca la diferencia

Felizmente pude ver premiada la lucha de varias personas y constaté como la profundidad de su dolor se transformaba en dicha y felicidad. Vi a otros recibir la muerte en el lecho de su dolor y a otros más les dejamos en ese combate por la vida. Confirmé como cuando el enfermo es tratado y visto con respeto y dignidad, es más llevadero su sufrimiento, pues tienen una fuerza más grande para luchar.

¡Qué diferente experiencia cuando la enfermedad se enfrenta con pesimismo! Los días se hacen eternos, la lucha un trago insoportable… hasta llegar a desear la muerte de aquel ser que algún día ocupaba parte importante en nuestras vidas.

Matar nunca es una solución y aún menos el suicidio. El reto social y médico está en el desarrollo de una Medicina Paliativa eficaz, que admita la condición doliente del ser humano y que procure el control del dolor y el alivio del sufrimiento.

Nunca la opción más sencilla

La verdadera alternativa a la eutanasia y al encarnizamiento terapéutico es la humanización de la muerte. Ayudar al enfermo a vivir lo mejor posible el último periodo de la vida. Es fundamental expresar el apoyo, mejorar el trato y los cuidados, y mantener el compromiso de no abandonarle, tanto por parte del médico, como por los cuidadores, los familiares, y también del entorno social.

Muchos casos de petición de eutanasia se deben a una "medicina sin corazón". La eutanasia se basa en la desesperación y refleja la actitud de "ya no puedo hacer nada más por usted". Hay que ayudar a vivir, pero no siempre es fácil; también habrá que dejar morir, pero matar es una solución demasiado sencilla. La respuesta ante la petición de eutanasia no es la legalización sino una mejor educación y atención sanitaria y social.

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