¿Se pueden educar los sentimientos?


¿Se pueden educar los sentimientos?
La educación de los sentimientos es quizá una de las grandes tareas pendientes de nuestra sociedad.

Una de las grandes tareas pendientes


Es importante, pienso yo, porque los sentimientos son una poderosa realidad humana que ha sido bastante olvidada, que se ha descuidado bastante en nuestra época. Por ejemplo, en los currículos académicos, tal y como está organizada actualmente la enseñanza y la educación en nuestro país y en general en todo el mundo occidental, se da una importancia enorme a la educación intelectual –habría que decir quizá a la instrucción en conocimientos diversos– y muy poca atención a la educación sentimental, cuando la educación sentimental es probablemente mucho más importante para el resultado de la vida de cualquier persona.

El resultado de la vida de una persona depende mucho más de su educación sentimental que de su coeficiente intelectual, las carreras que ha hecho, los idiomas que hable o los masters que haya cursado. Porque luego, a la hora de la verdad, en el resultado de la vida de una persona influye mucho más el hecho de que haya sabido desarrollar toda una serie de cualidades o capacidades sentimentales.

Luego comentaremos cómo esas cualidades sentimentales deben estar guiadas por la inteligencia y deben de tener un contenido ético, como es lógico. Son cualidades sentimentales que hacen que una persona tenga capacidad –por ejemplo– para mantener una cierta estabilidad de ánimo, o permiten que tenga capacidad para conocerse a sí mismo, para comprender a los demás, para motivarse a sí mismo –que es muy importante también–, para relacionarse bien con los demás, para trabajar en equipo, para transmitir ilusión, para sostener y cultivar la amistad, para poner un cierto entusiasmo en la vida, para el noviazgo, para el matrimonio. También para la educación de los hijos hace falta toda una serie de habilidades sentimentales que tienen mucha importancia y que, por desgracia, casi nadie se ocupa específicamente de educar.

Es habitual que una persona pase muchos años a lo largo de su vida, la mayoría por ejemplo desde los 3 a los 24 años, a razón de unas mil a mil quinientas horas al año en un aula. Y luego dedica al estudio –ya depende mucho de cada uno– un número también alto de horas anuales más. En conjunto salen decenas de miles de horas dedicadas a escuchar en clase, a estudiar, a aprender cosas muy diversas. Y la pregunta es: ¿quién se ocupa de educar los sentimientos, que son tan importantes –o más– para el resultado de la vida?

Los sentimientos son lo que con más fuerza nos impulsa a actuar. Procuramos que los sentimientos estén dirigidos por la inteligencia, pero a eso también hay que aprender, y al final, la fuerza mayor está en los sentimientos. Y si uno los deja, si no los educa, queda en manos de la espontaneidad, y una persona regida por la espontaneidad utiliza poco la inteligencia y se manejará con poco acierto en su vida.


¿Por qué se ha descuidado tanto?

¿Por qué se ha descuidado tanto la educación de los sentimientos? Pues quizá, porque tradicionalmente se ha tenido la idea de que los sentimientos son una cosa misteriosa, difícil de controlar. Y que unos nacen siendo positivos, y otros siendo pesimistas, y otros irascibles, y ya está. Y mucha gente cree que han nacido así, que son así, y ya está. Es más, pueden creer incluso que continuar siendo así es como un tributo a su autenticidad, una muestra de ser persona coherente. Sin embargo, con lo que cada uno debe ser coherente no es con lo malo de uno mismo, con sus defectos, sino con lo que uno cree que debe ser. Esa es la verdadera coherencia. Lo otro únicamente sería la constatación de que uno apenas hace uso de su inteligencia, cosa que no es nada recomendable, como es lógico.

También se ha descuidado la educación de los sentimientos porque se confunde sentimiento con sentimentalismo. Es una cuestión que pasaba antes, hace años, y creo que en buena medida sigue sucediendo ahora. Ha habido durante muchos años una tradición de desconfianza hacia el sentimiento, y gracias a Dios se ha superado bastante, pero sigue habiendo demasiada confusión en cuanto al concepto. Porque tener mucho corazón no es una cosa ni buena ni mala de por sí. Es lo mismo que ser muy inteligente o tener una gran fuerza de voluntad. Depende de para qué se emplee. Hay mucha gente muy inteligente y con una gran fuerza de voluntad, pero que ha empleado esas capacidades para cosas nefastas. Los sentimientos son en principio algo positivo –como los son la inteligencia y la voluntad–, aunque también pueden emplearse mal, evidentemente. Pero no deben verse con desconfianza los sentimientos. Depende de cómo y para qué se empleen.

Es una tarea difícil, y quizá por eso se ha abandonado tanto. Poca gente sabe cómo hacerlo. Procuraremos hablar un poco sobre esto, con la esperanza de hacer un poco de luz dentro de esa educación de los sentimientos, que siempre tendrá mucho de misterio, pero ese misterio no significa que no se pueda avanzar en él.


Empezar por uno mismo

Lo de empezar por uno mismo es quizá la primera cuestión porque ahí está la clave de la solución. Es muy peligroso que uno plantee la solución de las cosas, basada sobre todo en cuestiones ajenas a nosotros. La primera reforma siempre tiene que ser la de uno mismo.

Lo planteo en tres frentes sucesivos:

• Primero, conocerse. Luz para ver.
• Segundo, dominarse. Fuerza para cambiar.
• Tercero, motivarse. Motivos para querer cambiar.

Lo podemos basar en esas tres ideas. Primero, conocerse para tener una luz para ver la propia situación. Segundo, dominarse para tener fuerza para cambiar. Y tercero, motivarse para tener razones para querer cambiar.

Los tres pasos me parecen muy importantes porque si uno no se conoce no sabe dónde dirigir su fuerza. Si uno no tiene fuerza, por mucho que se conozca, no va a arreglar nada. Y si uno tiene fuerza, pero no tiene motivos para emplearla, lo más probable es que no la emplee. Por eso, las tres cosas me parecen decisivas.


Primero, conocerse. Luz para ver.

Conocerse es una tarea difícil. Así estaba escrito en el Templo de Delfos: Gnosei seauton (conócete a ti mismo). El filósofo Tales de Mileto decía que la cosa más difícil del mundo es conocerse a uno mismo. A lo largo de la historia, como se puede ver, esto no es nada nuevo. Esa preocupación ha estado en la mente de todas las personas que han pensado un poco, y eso es indicativo de que es algo importante.


Un buen diagnóstico

En el siglo XIX los médicos tenían una gran inquietud por conocer por qué motivos la gente se moría en determinadas circunstancias de un modo que no sabían explicar. Me refiero a las infecciones, que eran entonces –aún hoy lo son bastante– un gran misterio. A mediados del siglo XIX, el 50% de las fracturas acababan en resultado de muerte, a causa de las infecciones subsiguientes. Y todo el mundo estaba intrigado por saber por qué se morían. Y cuando Pasteur descubrió la existencia de unos gérmenes, que explicaban la razón por la que se contagiaban las enfermedades –hasta entonces había sido un misterio enorme–, y descubrió que cada enfermedad tenía un germen distinto, y que ese germen tenía unas características y un modo de combatirlo distintos, y fue poniendo a cada germen un nombre, y viendo que podía tener un tratamiento específico, y posteriormente vio que podía haber una vacuna... Todo eso supuso un avance extraordinario.

Y el motivo es claro: cuando se clarifica una cosa, cuando se diagnostica, entonces se accede a mucha sabiduría acumulada en torno a esa realidad. Por eso, poner nombre a las cosas no es una cuestión un simple etiquetar, de poner cartelitos como quien hace una colección de minerales. Es algo muy importante porque desde el momento que las cosas tienen nombre, uno puede hacer uso de mucha sabiduría acumulada durante siglos sobre esa realidad. Por ejemplo, cuando se estudia la historia antigua, se observa que desde que se descubre la escritura, el desarrollo avanza de una forma extraordinaria, porque se puede contar con la sabiduría de otros que han vivido muchos años atrás, o muy lejos de allí. Y eso antes, sin la escritura, era imposible. Sin escritura, la sabiduría era sólo lo que uno tenía bajo su ámbito más cercano, pero gracias a la escritura uno puede contar con la sabiduría de siglos almacenada a lo largo de la historia. Por eso conocerse a uno mismo no es una cuestión de manía, de mera introspección psicológica, de querer conocerse por capricho, sino que es importante porque cuando uno diagnostica bien lo que le sucede puede aplicar tratamientos y buscar soluciones que otros ya han ensayado antes con éxito.


No me va bien, pero no sé qué me pasa

Muchas personas se sienten mal, pero apenas logran saber por qué se sienten mal. Dicen: no me va bien, no estoy bien, pero...¡no sé qué me pasa! Al analizar la propia situación sentimental, la mayoría de las personas sólo saben que se sienten bien o mal. Pero si les preguntan por qué, no lo saben, o lo saben muy vagamente. Es muy importante lograr traducir en palabras su percepción sobre sí mismas. Esto lo explica muy bien José Antonio Marina, cuando habla de que pobreza de vocabulario suele implicar pobreza de conceptos y por tanto un pobre conocimiento propio. En mucha gente, su problema radica en que no tienen apenas vocabulario emocional. No saben expresar bien lo que les pasa, porque su vocabulario emocional es reducidísimo. Sólo saben decir si estoy bien, estoy mal o si estoy fastidiado. "Estoy triste y deprimido", dicen, pero de ahí no salen. No saben a qué responden sus sensaciones, y mucho menos sus causas. Y cuando una persona tiene poco vocabulario sobre un tema, sus conceptos son pocos y confusos, y su conocimiento es pobre y confuso.

Por eso el vocabulario es –sorprendentemente– algo muy importante, mucho más de lo que parece. ¿Y cómo se puede obtener mayor vocabulario? Pues hablando. Cuando uno verbaliza las cosas que le pasan, las comprende mucho mejor. Cuando uno no ha entendido algo, pero intenta ponerse a explicarlo, entonces es fácil que lo entienda mucho mejor. Por eso, poder expresar en palabras lo que sentimos es una cuestión fundamental, y por eso es tan importante la conversación personal. Y por eso es decisivo en los centros de enseñanza el hecho de dar una importancia fundamental a la tutoría, a la conversación personal en la que una persona explica cómo está, cómo se siente, cómo se encuentra. Aunque sólo fuera eso y no se hiciera más, aunque no se le diera consejo ninguno, el avance con eso sólo es ya un avance extraordinario. Y si encima se le dice algo sensato, pues mucho mejor. Tener alguien con quien hablar, alguien que te escuche, que te pregunte, que se interese por lo tuyo, al que puedes abrir tu corazón, esa es una forma excelente que los chicos tienen de conocerse, de aclararse consigo mismo. Esto es una terapia muy positiva. Y lo mismo que digo de la tutoría podría decirse de la conversación en confianza en la familia, entre padre e hijo, o entre hermanos. En familias donde las cosas se hablan, la educación sentimental suele ser buena, y en las familias donde las cosas no se hablan es muy difícil educar.


Dos peligrosos enemigos

Se me ocurren estos dos enemigos peligrosos. Tendemos a proyectar nuestros defectos en los demás; y tendemos a proyectar fuera de nosotros la solución de los problemas que experimentamos.

Tendemos a proyectar nuestros defectos en los demás. Esto es una cosa bastante analizada y comprobada a lo largo de la historia. San Agustín decía que la mejor forma de conocer nuestros defectos es observar los de los demás. A cada uno, los defectos de los otros que se nos hacen más patentes son precisamente los que tenemos nosotros. Por esto sucede tanto que denunciamos defectos en los demás que nosotros poseemos en grado mucho mayor. ¿Cómo es posible? Por la pérdida de la objetividad que uno alcanza cuando no se pone esfuerzo en conocerse a uno mismo.

Todos tendemos a pensar que la solución a los problemas están en cosas que están fuera de nuestro control. Casi siempre uno piensa que la culpa es de no se qué, de no se quién, o de no se cuantos. Y eso la mayoría de las veces es un planteamiento que significa una deficiente educación sentimental y es demoledor para el resultado de la vida de cualquier persona. Lo fundamental para que una vida salga bien, es que cada uno aborde las soluciones a sus problemas buscando dentro de su ámbito de influencia. Y que tenga el valor, como dice Lloyd Alexander, de ver lo que hay malo en la propia vida, mirarlo cara a cara y llamarlo por su nombre, y a partir de entonces su poder queda enormemente disminuido.


Segundo, dominarse. Fuerza para cambiar

Decía Leonardo da Vinci que "no se puede poseer mayor gobierno, ni menor, que el de uno mismo". Esto es muy importante. Una persona que después de muchos años de educación ha conseguido tener una carrera universitaria, y un master, y sabe varios idiomas, pero resulta que no es capaz de dominar sus reacciones, sus sentimientos, su carácter, eso supone un fracaso personal muy serio, y también una hipoteca profesional enorme. Se puede considerar que ha fracasado, después de tantos estudios y tanto esfuerzo. Por eso hay que prestar mucha atención a este asunto.

Daniel Goleman señala tres frentes interesantes, que considero muy útiles. En su libro "Inteligencia emocional" habla de la espiral de la preocupación, de la tristeza y del enfado. Son problemas habitualmente producidos y alimentados en la imaginación, que repetidos de forma reiterativa crean ansiedad, y normalmente hacen aumentar los problemas y la preocupación, y aumentar la tristeza y el enfado. Son frentes que conviene analizar en uno mismo y en los demás. Ver qué sucede con esos relatos internos, que van pasando de unos temas a otros, de forma reiterativa, para intentar escapar a la sensación subjetiva de ansiedad.

Y ya que aquí estamos reunidos por ser educadores, quería insistir en lo de empezar por uno mismo, porque es cómo se deben hacer las cosas cuando se quieren cambiar las cosas. Primero, cambiar uno mismo. Analizar la espiral de la preocupación. Ver si uno tiene dominio sobre dónde pone su imaginación, sobre dónde pone sus intereses. Que no resulte que su cabeza es como los rápidos de un río, con una turbulencia que hace que su mente va donde caiga. Uno tiene que tener el suficiente control de dónde uno pone su imaginación. Y eso le permite controlar su enfado, controlar su optimismo y controlar todo. Si uno no lleva las riendas, los mandos de su vida, si uno no lleva el volante del coche, no irá a ningún sitio, o mejor dicho, irá a algún sitio pero dudosamente a buen sitio.

¿Cómo salir de esas espirales? Diría tres cosas: detectarlo cuanto antes; atención y sano escepticismo; actitud crítica hacia lo que constituye el origen de su preocupación. Luchar contra las preocupaciones obsesivas o reiterativas. Con un sano escepticismo sobre la razón de las cosas, viendo que no es tan probable que eso suceda, y qué se puede hacer por evitarlo; y si no, lo padezco con la mayor dignidad posible. Pensar en tres ideas: ¿Cuál es la probabilidad real de que eso suceda? ¿Qué es razonable que haga yo para evitarlo? ¿De qué me está sirviendo darle vueltas de esta manera? Porque las cosas no se arreglan simplemente con darles vueltas.


Aplazar la gratificación

Muchos habréis leído el experimento de Walter Mischel sobre la chocolatina. Se hacía esta prueba con niños de cuatro años. Se les ofrecía una chocolatina y se les decía: si te esperas a que vuelva, te daré dos. Y había un porcentaje altísimo de los chavales que no eran capaces de aguantar esos minutos, no eran capaces de demorar la gratificación. Y luego estudiaron ese colectivo de niños y niñas con el paso de los años, y el estudio indicaba que las personas que tuvieron poca capacidad de aplazar la gratificación, su resultado posterior no fue bueno, su educación sentimental era mucho peor.

Y uno puede pensar: ¿una persona a los cuatro años ya tiene esa capacidad, ya ha desarrollado esas habilidades? Pues sí, bastante. La educación en los primeros años es vital. El primer año es vital. Yo me he educado en una familia de trece hermanos y lo he visto constantemente. Recuerdo que mi padre nos lo decía, que la educación del niño cuando está en la cuna es fundamental, y aunque tendemos a pensar que es una persona poco inteligente, que capta poco las cosas, sin embargo tiene una agudeza enorme. El bebé es una persona que sabe perfectamente si sirve para algo llorar, quejarse, cuál va a ser el resultado de las cosas que hace. Es mucho más inteligente y agudo de lo que parece. Por eso, educar bien a un niño o una niña desde muy pequeños es importante, es decisivo.

Una persona que no sepa aplazar la gratificación, que no es capaz de sacrificar un deseo presente por un objetivo a medio o largo plazo, es una persona cuya vida será angustiosa, porque para todo en la vida necesitamos constantemente aplazar la gratificación. La capacidad de controlar los impulsos y aplazar la gratificación, aprendida con naturalidad desde la primera infancia, constituye una facultad fundamental, tanto para cursar una carrera como para ser una persona honrada o tener buenos amigos.


Tercero, motivarse. Motivos para querer cambiar

Hace falta una motivación para poner en marcha la voluntad. Esto de la voluntad nos puede llevar muy lejos. Toda la gente tenemos voluntad para lo que nos interesa, y la gente más perezosa del mundo, cuando hay algo que le interesa, tiene una voluntad asombrosa. ¿Qué es entonces esto de la voluntad? Es algo bastante misterioso. La voluntad depende mucho del motivo que tira de ella. Por eso la personas que saben manejar su capacidad de ilusionarse y motivarse y aplazarse su gratificación, tienen mucha más capacidad de desarrollar la voluntad. Porque la voluntad no se desarrolla por simple voluntarismo. De ella tira la inteligencia, pero empujan sobre todo los sentimientos.

Es muy importante la comunicación con uno mismo, y poseer un adecuado nivel de autoestima. La autoestima debe tener un equilibrio porque una persona con exceso de autoestima es un peligro público y un candidato seguro a decepción crónica. Una persona que se cree un genio, muy guapo, muy gracioso..., si en realidad no lo es, y probablemente no lo será, entonces siempre estará decepcionado por la realidad, porque los demás no le verán así y se lo harán saber tarde o temprano. Por eso un exceso de autoestima es malo como también es mala la falta de autoestima. La mejor forma de abordarlo es tratarse a uno mismo con el mismo afecto y exigencia precisos para ayudar a otros a mejorar. Uno si quiere ayudar a otra persona tiene que tratarla con exigencia. A un hijo, a un alumno, se le debe exigir y hay que creer en sus capacidades. Tienes que confiar en que mejorará. Tienes que verlo con buenos ojos. Al tiempo tienes que manifestarle afecto. Y tienes que transmitirle esa ilusión. Y uno a sí mismo tiene que tratarse igual. Uno también tiene que verse con buenos ojos. No digo con ingenuidad, no digo valorando en exceso las propia capacidades, pero sí valorando los propios puntos fuertes. Conociendo los débiles, con exigencia, pero también con afecto. Si uno recrimina a una persona cada cinco minutos una cosa, no conseguirá que mejore, conseguirá enfadarla. Y si uno se recrimina algo a sí mismo cada cinco minutos no conseguirá mejorar sino deprimirse. Y no quiere decir que deba ignorar la realidad de sus defectos, sino que debe abordarlos con la misma inteligencia con que uno aborda con otra persona una conversación sobre los defectos que esa persona tiene. Y si uno no se trata con afecto –hay muchísima gente que se ve a sí mismo con muy pocas capacidades, aunque exteriormente parezca vanidoso–, tendrá muchos problemas interiores por no tratarse a sí mismo con afecto.

El afecto no quiere decir exceso de indulgencia, ni falta de exigencia, porque el afecto cuando es verdadero va unido a la exigencia. Y si uno quiere a un hijo debe exigirle, porque si no, en realidad no le quiere, o al menos no le quiere bien. Probablemente se quiere sobre todo a sí mismo, y mal querido. La gente que mima a sus hijos, en el fondo, los mima por egoísmo, pues el cariño se manifiesta entre otras cosas en la exigencia, y cuando se mima a un hijo suele ser porque se busca lo gratificante de su presencia y de su fugaz satisfacción, o el alivio de no tener que exigirle, y eso indica falta de cariño verdadero. No se le está queriendo de verdad, ya que se le está provocando una hipoteca muy grande en su vida con la excusa de ese cariño. Y lo que se consigue con ese exceso de indulgencia es hacerle un desgraciado. Lo que digo es un poco fuerte, pero me parece que es así de triste y de duro: es una verdadera tragedia que padres buenos hagan a sus hijos desgraciados por no exigirles, y que encima piensen que eso es una manifestación de cariño cuando es más bien una manifestación de debilidad o de egoísmo.


Sentimiento de la propia eficacia

La imagen refleja, es decir, la percepción sobre la propia imagen, tiene un efecto enorme en la motivación. La propia imagen tiene un efecto decisivo en la propia energía interior. Nosotros somos en gran parte como nos percibimos que somos. Hay gente con muchas cualidades y se cree que es un desastre. Y al revés también. Quizá de estos hay un poco menos, porque la vida se encarga de atizarles en su ingenuidad. Pero los que tienen muchas cualidades y se creen que no las tienen, cuando los demás se lo hacen ver, piensan que son simples elogios, no se lo creen.

La propia imagen depende mucho de lo que pensamos que los demás piensan sobre nosotros. Suele pasar mucho con los niños pequeños, por ejemplo cuando se caen al suelo, pues suelen observar a su alrededor antes de llorar o reír: mira a su padre o su madre, y si ve en ellos cara de susto, enseguida se pone a llorar, pero si su padre sonríe, él también sonríe y no le da importancia. Esto se puede comprobar fácilmente. Los niños –y también los mayores– antes de expresar sus sentimientos miran a la gente a su alrededor, con el rabillo del ojo o de frente, pero miran, y sacan conclusiones.


Estilos pesimistas y optimistas

Hay personas pesimistas y optimistas. Los optimistas tienden a considerar que sus fracasos se deben a algo que puede cambiarse, y gracias a eso es más fácil que a la siguiente ocasión les salgan mejor las cosas.

Depende mucho del sentido del humor, de haber logrado dar de modo habitual una interpretación positiva a las cosas que a uno le suceden. Me acuerdo de una frase de Churchill, decía que la inteligencia se demuestra en saber ir de fracaso en fracaso sin desesperar, pues la vida de cualquier hombre está llena, cada día, de pequeños o grandes fracasos.

Una persona demuestra que es inteligente si es capaz de tirar de su corazón y de su voluntad. Cuando yo trabajaba en la enseñanza me hacía mucha gracia –más bien me daba mucha lástima– cuando un chico tenía problemas serios, y llegaba su padre o su madre, y me decía: "no, si el chico es muy inteligente, que le han hecho un test y tiene un coeficiente intelectual de 140, lo que pasa es que es un poco vago...". Pienso que tanto hablar del coeficiente intelectual ha llevado a muchos a muchos errores. Si una persona es inteligente debe demostrarlo primeramente en que sabe tirar de su voluntad. Si no, ¿qué inteligencia es esa? ¿Saber sumar y multiplicar con rapidez, resolver series de letras..., que es lo que hay en los tests de inteligencia? ¿Eso es ser inteligente? Ser inteligente es una cosa bastante más seria.

Hay personas que presumen de tener mala memoria o de que ser desordenados, o perezosos, y dicen que son un desastre. Pero no conozco a nadie que presuma de ser poco inteligente. Parece que todas las personas están muy satisfechas de lo que les ha tocado en el reparto de la naturaleza. Aunque lo diga un poco de broma, me parece que todo educador debe apoyarse en ese sentimiento, y decirle a cada uno que si se considera muy inteligente, pues que lo demuestre tirando de su voluntad.


La seducción del victimismo

Hay gente que tiene una afición enorme por las teorías conspiratorias. Ante cualquier cosa que le pasa, siempre tiende a pensar que hay detrás una "conspiración" que es la causa de todo lo que le ocurre. Pero es incapaz de buscar las causas reales de lo que le pasa. A esas personas les espera una vida muy triste, porque se amargan ellos solos la existencia.

Suelen ser personas envidiosas. La envidia además es el único vicio que no produce placer, y es además un vicio al que le tenemos bastante afición en este país, como decía aquel viejo libro sobre los pecados capitales, que aseguraba que la envidia acampó en España. Es cierto, pienso yo, que tendemos un poco a ser envidiosos. Cuando alguien hace algo bien, tendemos a pensar que hay algo malo detrás. Si alguien tiene dinero, tendemos a pensar que lo habrá robado. Si juega bien a un deporte, a pensar "este imbécil, qué bien juega al fútbol. O "este idiota, qué listo es". Hay una tendencia a ver con desconfianza a los demás, a ser envidiosos.

El victimismo tiene una gran capacidad de seducción, es curioso. Cuando lo único que produce es amargura. Y lo único que se demuestra es –si se pudiera hablar así– ser muy poco inteligente hasta en los vicios.

¿Cómo se forman esos estilos victimistas? Por ejemplo, pueden deberse al modo en que han visto a lo largo de su vida explicar las causas de las cosas. Si se tiende a atribuir todo a teorías conspiratorias, a la maldad de los demás, etc., o bien se busca sin miedo las causas reales, aunque supongan admitir que tenemos parte de la culpa, o la culpa entera.

Esto es una cosa que se aprende en el día a día en la familia, y también en el aula. Porque una persona se pasa normalmente más tiempo delante de su profesor que de sus padres. Ya nos gustaría que los chicos pasaran con sus padres las 25 o 30 horas semanales que están observando a sus profesores. Hay edades –la mayoría– en que los chicos tienen más influencia por parte de los profesores que de los padres. Por eso es importante acertar a la hora de elegir colegio y por eso es tanta la responsabilidad que tenemos los que trabajamos en la enseñanza.


Ver la mejora como una liberación

Hay gente que ve la mejora como algo muy duro, agobiante, como subir un puerto interminable. Y es al revés. La mejora es una liberación. Pongamos un ejemplo: levantarse de la cama por la mañana. Pensemos en una persona que sufre una "tragedia" cada mañana cuando suena el despertador y ve que se tiene que levantar. Y se pasa un buen rato dando vueltas, si me levanto o espero, si tengo tantísimo sueño..., y al final, después de un largo debate interior, se levanta, porque en algún momento hay que levantarse, y llega tarde a clase o al trabajo, y habiendo atropellado las cosas, y medio enfadado ya de entrada al comienzo del día, y con la decepción de no haber logrado cumplir lo que la noche anterior se propuso al poner el despertador (porque si lo puso es porque quería levantarse, se supone). En cambio, pensemos en una persona que suena el despertador y se levanta. Esa "tragedia" le ha durado unos pocos segundos, que es lo que tarda en levantarse y dejar de pensar en si tiene sueño, y entonces ya el tema del sueño queda enseguida superado y olvidado. A esa persona, su esfuerzo le ha durado unos segundos, y en cambio al otro le dura media hora, o una hora, y la decepción y el fracaso quedan establecidos en su mente ya desde el principio del día. Y si uno piensa en esa larga batalla que sufrirá ese hombre cada día, todos los días, todas las semanas, todos los meses, toda la vida..., pues vaya tragedia de vida que le espera. Si uno suma la angustia y ansiedad que eso genera a lo largo de toda la vida, es un enorme cúmulo de sufrimiento, realmente agobiante, el que le espera.

Esto es aplicable a cualquier mejora. Si un chico se pone a estudiar sin que sea una tragedia, pues tiene mucho ganado en la vida. Y si uno es ordenado, lo mismo. Recuerdo que leí un estudio de una fundación norteamericana –en USA es quizá de los pocos sitios donde se les ocurre hacer cosas así–, y habían hecho un estudio muy amplio en el que habían comprobado que el ciudadano medio norteamericano se pasaba un año de su vida buscando cosas que no sabía donde había puesto. Y eso es la media de los ciudadanos. Porque hay gente muy ordenada, pero otros son más desordenados, y en vez de un año serán dos o tres, y uno puede imaginarse la angustia que puede generar pasarse varios años buscando cosas que uno no sabe dónde ha puesto. Si esto se puede evitar, realmente se ha ganado mucho en la vida, en tiempo y en disgustos. Si se consigue que un niño desde pequeño no sea un caos, y se le educa en un cierto nivel de orden; si su madre o su padre no se lo consienten todo, siempre recogiendo todo lo que deja tirado por ahí; si le enseñamos a llevar un orden, es enorme el efecto multiplicador que eso tendrá sobre los esfuerzos de esa persona a lo largo de toda su vida, y serán muchas las angustias que le ahorraremos.

La capacidad de concentración también es una capacidad de gran repercusión en la vida. La capacidad de concentración permite crear oasis de gran rendimiento con poco esfuerzo. Para educar es preciso buscar tareas que faciliten la concentración, para así enseñar a entrar en el ciclo de la motivación, para lograr la necesaria independencia respecto a las inercias corporales.

También cabría hablar aquí de la creencias religiosas. Lo he incluido aquí con una clara intención, pues me sorprende que en un país con un 92 % de creyentes, a la mayoría de ellos le da mucha vergüenza hablar de esto. A mí, desde luego, no. Las creencias y el soporte de la familia son vitales para afrontar los fracasos y reveses de la vida. Hay veces que la gente tiene muchos problemas emocionales simplemente porque su vida no tiene trascendencia ninguna. Si uno se considera a sí mismo como una simple agregación de átomos, sin trascendencia ninguna, caídos por el azar de este mundo, sin saber a dónde va, qué destino y qué misión tiene su vida, pues realmente tiene muchas menos armas para manejarse por la vida, para hacer frente a las constantes dificultades que esperan a cualquiera a lo largo de su vida. Por eso me parece una lástima cuando observo ese sentimiento un poco vergonzante que tienen algunos creyentes con respecto a su fe, porque también con esa actitud privan a sus hijos de una educación que es fundamental para el resultado de su vida. Porque no debe tenerse la religión como una simple forma de amortiguar los reveses de la vida, pero es indudable que es un efecto que tiene, y muy importante.


Centrarse en los demás

Hemos hablado hasta ahora de "empezar por uno mismo". A continuación podemos abordar la otra vertiente: "centrarse en los demás". He pensado seguir un esquema paralelo al anterior:

• Primero, conocer a los demás. Luz para ver.
• Segundo, comprenderles. Fuerza para cambiar.
• Tercero, motivarles. Motivos para querer cambiar.

Primero conocer a los demás, para así comprenderlos mejor y luego aprender a motivarlos. Es el camino natural para llevar una vida inteligentemente centrada en los demás.


Primero, reconocer los sentimientos de los demás

Hay gente que va por la vida como un caballo por una cacharrería. No advierte que se enrolla, que aburre, que irrumpe, que está cambiando de tema de un modo invasivo o egoísta, que ofende a los demás. No acierta en la crítica, en la broma, en la autoridad, en nada.

Al hablar de esto, siempre nos viene a la mente gente diversa, gente a la que quizá le sucede esto en un grado muy elevado. Pero la realidad, la dura realidad, es que es algo que nos pasa a todos, en mayor o menor medida, en unos temas o en otros.

¿Y cómo se pueden reconocer los sentimientos de los demás? Hay que procurar observar y aprender a tratar el corazón de cada hombre, con cada uno de sus rasgos, cuantos más mejor. Charles Dickens decía que "el corazón humano es un instrumento de muchas cuerdas; el perfecto conocedor de los hombres las sabe hacer vibrar todas, como un buen músico".

Primero hay que interpretar las palabras. Luego hay que captar esos otros mensajes emocionales no verbales que todo el mundo emite constantemente. Hay mucha gente que no tiene costumbre de mirar al rostro de la gente con la que habla, o si mira en realidad no se fija. Y entonces no se da cuenta de que quizá tiene absolutamente harto a su interlocutor, porque le está hablando de un tema que no le interesa en absoluto. Y a lo mejor su interlocutor ha mirado el reloj ya tres veces, y ha hecho ademán de querer concluir la conversación, y el otro no se da cuenta y sigue hablando como si al otro le interesara muchísimo. Y uno se pregunta: ¿cómo puede ser esta persona tan torpe emocionalmente? Porque hay casos que son un verdadero prodigio de torpeza.

Y hay que fijarse también en los silencios, que con frecuencia son también muy elocuentes. Un silencio puede ser muestra de interés o muestra de desinterés. Y estar atentos a las ausencias y las presencias, al tono de voz, a las posturas. Todo eso son mensajes no propiamente verbales, pero con una gran riqueza de contenido y de significación.

Pensar en el acceso a la confianza de las personas. Uno tiende a pensar: "no hay quien le entienda, es que ni me escucha". Y quizá no caemos en la cuenta de que para entender a alguien lo primero que hay que hacer es escuchar. Después, hay que pensar que esa persona no es idéntica a nosotros, es distinta. Y hay que comprenderla en su diversidad respecto a nosotros. Y si esa persona no se expresa con facilidad, no abre su corazón, será por algo, y debes buscar la causa para ponerle remedio y restablecer la comunicación. Si dices: "es que mi hijo no habla nada", piensa por qué es, porque las cosas que suceden tienen siempre unas causas.

Podría decirse que todas las personas tienen su password. Si tu hijo es muy tímido, y no habla casi nunca, ¿crees acaso que por ser muy tímido tiene pocas ideas en la cabeza? Quizá sea lo contrario, porque la gente tímida suele tener más ideas en la cabeza que los demás, porque están todo el día dando vueltas a las cosas y no les dan salida, queda todo dentro. Por eso, cuando una persona tímida se encuentra con alguien que le merece confianza, que se gana su entrada ante ella, esa persona tímida habla más que nadie. Cuando das con el password (que no es cosa de azar, sino de fijarse, de tantear hasta saberlo, o incluso de preguntarlo con un poco de tacto), entonces tienes acceso a su interior con toda normalidad, hay una comunicación fluida.


Segundo, comprender a los demás

Hay mucha relación entre la fuerza para cambiar y el hecho de sentirse comprendido por los demás. Comprender a los demás, hacerse cargo de cómo están, de cómo se sienten, tiene una trascendencia enorme para poder ayudarles.

Stephen Covey cuenta la famosa anécdota de la persona que acude al oculista para graduarse la vista, y va viendo series de letras, hasta llegar a una fila que ya no reconoce bien, y entonces el oculista se quita sus propias gafas y se las ofrece al paciente, y le dice: "pruebe con estas gafas, que son extraordinarias; yo llevo diez años con ellas y me van fenomenal". Y el pobre paciente se prueba esas gafas con un asombro total, y lógicamente no ve nada con ellas. El oculista entonces le dice : "¡Oiga, haga el favor de poner más interés, ponga un poco de esfuerzo, que las gafas son excelentes!". "Pero si no veo nada", contesta el otro con un enfado cada vez mayor. "Oiga, colabore un poco", insiste el doctor. En fin, que aquel buen hombre saldría corriendo y no volvería a visitar a ese oculista tan incompetente. Pues esa misma incompetencia demostramos todos nosotros muchas veces, cuando damos consejos a los demás que son consejos que nos van bien quizá a nosotros, y encima nos molestamos si no siguen nuestros consejos, como le sucedía a ese oculista. Y decimos: "oye, por favor, que esto que te digo es buenísimo". Y no nos damos cuenta de que será buenísimo quizá para nosotros. Y se nos podría decir: "Pero si no le has escuchado ni un minuto, ¿cómo das tantos consejos? Hazte cargo primero de la realidad de esa persona, y luego da el consejo a la medida de su necesidad, no de la tuya".

Algunos dicen que hay que tratar a los demás como le gustaría que le tratasen a él. Es verdad que eso es ya un avance en muchos casos. Pero no todos tenemos el mismo concepto de cómo queremos ser tratados. Hay que tratar a los demás como nos gustaría que nos trataran si fuéramos como ellos.

Para educar a alguien también es muy importante prestar atención a cuál es la reacción que esa persona tiene ante los sufrimientos y ante la satisfacción de los que le rodean. Hay muchos chicos y chicas que apenas tienen reacción frente al dolor de los demás. ¿Por qué? Quizá en su familia, o en su colegio, o entre sus amigos, apenas se les ha hecho ver cuál es la reacción que sus hechos producen en los demás. Hay que hacerlo notar. Por eso, en vez de decir simplemente "has hecho muy mal", conviene añadir "y fíjate qué daño le has hecho", o "qué triste le has puesto", o "lo preocupado que se ha quedado". Siempre en la educación hay que poner mucho empeño en señalar los efectos que tienen en los demás nuestros actos. Porque si no, ¿cómo van a aprender? Si no les hacemos notar cuáles son –o serán– los sentimientos de los demás, casi ni repararán en que existen los demás, y mucho menos en qué sentimientos tienen. Es fundamental hacer caer en la cuenta de las repercusiones que las palabras o los hechos tienen en los sentimientos de los demás.

El talento social tiene también mucho que ver con reconocer los sentimientos de los demás y comprenderlos. Hay que procurar desarrollar capacidades como la de iniciar o mantener con soltura una conversación circunstancial; mostrar interés por lo que nos dicen; hablar sin apartar la mirada; saber decir que no, o dar por terminada una conversación o una llamada telefónica; darse cuenta de que el interlocutor lleva queriendo cambiar de tema, o terminar la conversación o la visita; no invadir el espacio personal de los demás; no emplear tono paternalista, o de reconvención inoportuna, de hostilidad o de superioridad (todos ellos despiertan incomodidad o actitud de defensa en el interlocutor); pedir perdón cuando sea necesario, dar las gracias, pedir las cosas por favor (es más importante de lo que parece), etc. Todo esto son habilidades del talento social en las que mucha gente tiene sorprendentemente una torpeza sublime, y podríamos hablar mucho de cada uno de esos aspectos pero vamos a pasarlo porque ya es un poco tarde.


Tercero, motivar a los demás

¿Por qué hay niños muy egoístas e insensibles, con padres de gran corazón? Porque el modelo es importante, pero no lo es todo. Hay padres muy buenos, pero sus hijos son un desastre por un problema de falta de exigencia. Son hijos con poca autoexigencia porque no hubo quizá exigencia por parte de sus padres, o en el colegio, y la exigencia es fundamental. Sin exigencia personal no se puede aplazar la gratificación, y entonces no se pueden llevar a cabo proyectos serios, no se puede hacer nada serio en la vida, apenas se pueden educar los sentimientos.

La falta de exigencia en la educación es una de las mayores hipotecas que uno puede tener. Una persona que no educa a sus hijos en un clima de exigencia les está convirtiendo en unos desgraciados. Yo siento decirlo así, porque suena muy fuerte, y quizá a más de uno le parezca injusto, pero pienso que debo decirlo porque es uno de los mayores fraudes que se pueden hacer a una persona. Un fraude, además, so capa de cariño. Muchas veces, por exceso de cosas que tienen: hay muchos chicos que les lleva al desastre el exceso de cosas, les falta de austeridad de vida. Me acuerdo de un padre de familia al que conocí hace años, y que era un antiguo industrial, en una época en que los negocios le iban muy bien en su tierra, pero luego llegó una recesión y se arruinó casi totalmente. Tenía diez hijos. Pasaron los años y un día me dijo: "Mira, los hijos mayores, los que eduqué en la época en que vivíamos en la abundancia, cuando nunca faltaba el dinero en casa..., hombre, no digo que hayan sido un desastre porque son mis hijos, pero estoy muy poco satisfecho. Sin embargo, los otros, que se educaron después de que nos arruináramos, y que apenas teníamos dinero para casi nada, ha ido todo muchísimo mejor." La austeridad es un medio educativo extraordinario. No se trata de arruinarse, ni de que ser pobre sea una garantía de buena educación, porque las cosas no son así de simples. Pero me parece que hoy día muy poca gente pierde ocasiones y oportunidades por falta de dinero. Pienso que sucede mucho más lo contrario. Hay mucha gente que ha echado a perder sus talentos porque han perecido en la blanda comodidad de la abundancia. Lo han tenido todo, no han sabido lo que costaban las cosas, se les ha dado todo hecho y no han desarrollado sus propios recursos. Si una persona está en un ambiente muy bueno, e incluso tiene modelos muy buenos, y se le procura educar en principios muy buenos, pero no tiene exigencia, es dudoso que todo eso llegue a fructificar.

Otro tema importante es la sintonía entre padres y educadores. Que haya clima distendido, de buena comunicación; con momentos de más intimidad, en los que afloren los sentimientos y sean compartidos y educados; sin un excesivo pudor para manifestar los propios sentimientos; con facilidad para expresar a los demás con lealtad y cariño lo que de ellos nos ha disgustado; etc.

En un ambiente de buena comunicación en la familia es más fácil motivarse mutuamente. Pero si existe mala comunicación, ocurre todo lo contrario. Es cierto que la educación que dan los padres no es el único factor, porque hay otras muchas cosas que influyen en los hijos, pues hay muchos factores externos, pero en vez de quejarnos de lo mal que está el mundo, de la televisión, etc., lo mejor es dejar de quejarnos de cosas que están fuera de nuestro ámbito de influencia y pelear en las que estén dentro, que es sobre todo la educación que se da en casa, o en el colegio, o en el lugar de veraneo. Y si hay que cambiar de barrio, o de colegio, o deshacerse alguna televisión, pues lo debemos hacer, pero no quejarse por quejarse.


Ser buena persona

Hitler, un hombre tristemente conocido en la historia del siglo XX, una de las personas más nefastas de la historia, responsable de la muerte de seis millones de judíos y de provocar una guerra que causó cincuenta millones de muertos, era una persona con gran inteligencia, una gran fuerza de voluntad, un buen control de sí mismo, una gran capacidad de motivar, etc. Ejercía un liderazgo extraordinario, y era un mago del micrófono, y tenía muchas cualidades, pero fue un ser infame, quizá como ningún otro haya conocido la historia de la humanidad.

Quiero decir con esto que está bien que un padre o una madre quieran que sus hijos sean muy inteligentes, hagan unos estudios muy brillantes, una buena carrera, que tengan una gran fuerza de voluntad, y una gran capacidad de relación con los demás, y un gran autodominio. Yo mismo estoy alentando a esto continuamente en esta intervención. Pero ha de quedar claro que todo eso, si después no se emplea para el bien, si no hay un contenido ético suficiente, si no son buenas personas, todo lo que esos padres han conseguido es poner a punto una excelente "máquina", pero no se sabe para qué fines. Es como un coche potentísimo, y elegantísimo, de excelentes materiales, pero que lleva dirección, y acabará por estrellarse tarde o temprano.

Hay que prestar una atención importante a la educación moral. La educación moral no es una especie de pequeña coletilla, un comentario final, un apéndice donde se dice: "bueno, habría luego que ver las cuestiones morales...". No. La cuestión moral es definitiva para ver de qué modo va orientar su vida.

Hay que educar sabiendo mostrar el atractivo de la virtud, y en esto influyen de forma decisiva los sentimientos. Porque si una persona siente desagrado al mentir y satisfacción cuando es sincero, será mucho más fácil que sea sincero que si solamente se lo dice su cabeza pero no su corazón. Si uno dice que hay que decir la verdad, está bien, hace ya algo; pero si consigue que en la familia, o en la educación en su colegio, que esa persona se sienta mal al mentir, al ser desleal, al ser egoísta, entonces se gana mucho. Todos nos sentimos mal por naturaleza al hacer algo malo, pero ese sentimiento se puede desarrollar o reprimir, y en la medida que desarrollamos bien esos sentimientos y hacemos que los desarrollen bien, les proporcionamos una garantía moral muy importante. Porque una buena educación sentimental ha de ayudar, entre otras cosas, a aprender, en lo posible, a disfrutar haciendo el bien y sentir disgusto haciendo el mal.

Además, no bastan las buenas intenciones. Los errores sinceros, no por ser sinceros dejan de ser errores, ni de dañar a quien incurre en ellos.

Hay que procurar apoyarse en los sentimientos positivos, formar bien la conciencia, porque la ética nos enseña, entre otras cosas, a sentir óptimamente. O sea, que la ética y la educación de los sentimientos tienen muchísima relación. Es cierto que los sentimientos no son guía segura en la vida moral, pero hay que procurar que vayan a favor de la vida moral.

También es importante contar con la ayuda de la fe. A la hora de educar en la familia, hay que descubrir que, para mejorar, ayudan mucho los argumentos que da la ilusión de ser buena persona, de ser una persona honrada, honesta, decente. El afán y el deseo de ser correcto, de ser bueno, están bien, son importantes, repito, pero si a esto se añaden las razones que aporta la fe, es fácil que todo vaya mucho mejor. Me parece que dar una educación aséptica en cuanto a la trascendencia, y prescindir de las motivaciones hacia el bien que aporta la fe, me parece que es una temeridad, por lo menos para quien es creyente. Y para el que no lo es, habría que plantearlo de otra manera, y ahora no tenemos tiempo, pero dado el porcentaje de creyentes que hay en nuestro país puede bastar ahora con lo ya dicho. Para clarificar su inteligencia, el hombre creyente no debe desdeñar ni los argumentos que le aporta la razón ni los que le aporta su fe.


¿Es posible cambiar?

¿Es posible cambiar? Esto me recuerda a una anécdota, de un chico que era un desastre, y que un día se le metió en la cabeza –afortunadamente– una idea: "¿cincuenta o sesenta años más así?" Veía que era un desastre su vida, y me contaba que lo que le hizo cambiar fue ese razonamiento. Decía: "Yo no puedo seguir cincuenta o sesenta años más así, porque esto es angustioso". Y gracias a eso cambió. Decía Víctor Hugo que "nada hay más poderoso que una idea a la que ha llegado su momento", y en aquel chico lo vi de modo muy claro. Por eso es vital acertar con una idea que sea motor del cambio, y para aconsejar bien hay que conocer muy bien a la gente.

Hay que ver el modo de contener los sentimientos negativos, estimular los sentimientos positivos y saber compartimentar las emociones. Las personas que no saben compartimentar sus emociones permiten que sus frustraciones contaminen otras situaciones distintas de la causante originaria, y hacen pagar por ellas a quienes no tienen nada que ver con el origen de sus males.

Otra cosa. Al querer cambiar nuestros sentimientos no falseamos nuestros sentimientos. No. Nosotros automodelamos nuestro estilo emocional. Lo que buscamos es cambiar para ser como creemos que debemos de ser. Y eso no es ser artificiales, eso es ser lo que debemos ser, que es demostración de ser persona inteligente.

El cambio no es una tensión crispada, ni agobiante. Es un empeño cordial y amable, como un sano ejercicio, practicado con deportividad. Un empeño que no agota ni angustia, sino que nos hace estar en buena forma, nos enriquece y nos permite disfrutar de verdad de la vida. Un empeño continuo, que se aborda en el día a día, de modo cordial, conscientes de que habrá dificultades, y conscientes de la decisiva importancia de ser constantes.

Acertar con el cambio. Pensar bien hacia dónde vamos. Como decía Stephen Covey, "si la escalera no está apoyada en la pared correcta, cada peldaño que subimos es un paso más hacia un lugar equivocado". Buscar pequeños puntos de mejora. Tomarlos con ilusión. Es preciso dejar de mirar el lado antipático que siempre presenta cualquier esfuerzo, y observar un poco más su lado atractivo, su rostro amable, su efecto liberador.

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